Nostalgia
Adriana Arias
Natalia abrió el zaguán. Con paso lento se dirigió hasta su hogar; un cuarto de la vecindad que administraba. Abrió la puerta y un olor a humedad salió. La vivienda era pequeña, apenas dos cuartos que iluminaba con velas. Las ventanas estaban cubiertas con hojas de periódicos que los años y el sol habían decolorado. Escuchó una voz darle los buenos días.
Dentro, había una vieja cama; el comedor era una mesa, sostenida por tres hileras de ladrillos y sólo una pata de madera. Allì, encontró a Aline. Sentada con los ojos clavados en el plato y en su boca una ligera mueca. El cereal había absorbido la leche y, ahora, era una pasta amarillenta. La anciana tomó una de las velas y se dirigió a la cocina.
--¿Mija otra vez no desayunaste?-- Gritó Natalia mientras preparaba café. Sirvió dos tazas. De un huacal que utilizaba como alacena, sacó unas galletas y las puso en un plato. De nuevo regresó al comedor.
La mujer se acercó a Aline, le dio un beso y se sentó frente a ella. A pesar de la poca luz, la anciana pudo ver las mejillas sonrosadas de su acompañante. Mientras bebían, Natalia la miraba fijamente. Para ella, Aline seguía siendo la más bonita de la vecindad.
En las noches, cuando estaban en la cama, la anciana solía acariciar las mejillas, las piernas y cada parte del cuerpo de su amiga, a veces al mostrarle su amor un mechón de cabello quedaba en la mano de la anciana. Entonces escuchaba a Aline disculparse.
En esa oscuridad sólo el crujir de las galletas se escuchaba. Los ojos de Aline brillaban. Aunque no lo decía, ella también disfrutaba de la compañía de Natalia y de sus cuidados. Por las mañanas, antes de salir, la anciana la peinaba y, mientras lo hacía, Natalia le platicaba lo mucho que le recordaba a su marido, la boca, los ojos cafés, el cabello ondulado; menos el color de piel. En eso se parecía a ella: ambas tenían la piel curtida por el sol.
Aline sabía que, a pesar de todo lo que Natalia hacía por conservarla era evidente el paso del tiempo. Su piel había perdido la suavidad y su cabello ya era escaso.
La anciana terminó su café. Despuès de unos instantes, fue hacia el asiento de Aline, la tomó del brazo y, al levantarla de la silla, cayó una pierna.
Dentro, había una vieja cama; el comedor era una mesa, sostenida por tres hileras de ladrillos y sólo una pata de madera. Allì, encontró a Aline. Sentada con los ojos clavados en el plato y en su boca una ligera mueca. El cereal había absorbido la leche y, ahora, era una pasta amarillenta. La anciana tomó una de las velas y se dirigió a la cocina.
--¿Mija otra vez no desayunaste?-- Gritó Natalia mientras preparaba café. Sirvió dos tazas. De un huacal que utilizaba como alacena, sacó unas galletas y las puso en un plato. De nuevo regresó al comedor.
La mujer se acercó a Aline, le dio un beso y se sentó frente a ella. A pesar de la poca luz, la anciana pudo ver las mejillas sonrosadas de su acompañante. Mientras bebían, Natalia la miraba fijamente. Para ella, Aline seguía siendo la más bonita de la vecindad.
En las noches, cuando estaban en la cama, la anciana solía acariciar las mejillas, las piernas y cada parte del cuerpo de su amiga, a veces al mostrarle su amor un mechón de cabello quedaba en la mano de la anciana. Entonces escuchaba a Aline disculparse.
En esa oscuridad sólo el crujir de las galletas se escuchaba. Los ojos de Aline brillaban. Aunque no lo decía, ella también disfrutaba de la compañía de Natalia y de sus cuidados. Por las mañanas, antes de salir, la anciana la peinaba y, mientras lo hacía, Natalia le platicaba lo mucho que le recordaba a su marido, la boca, los ojos cafés, el cabello ondulado; menos el color de piel. En eso se parecía a ella: ambas tenían la piel curtida por el sol.
Aline sabía que, a pesar de todo lo que Natalia hacía por conservarla era evidente el paso del tiempo. Su piel había perdido la suavidad y su cabello ya era escaso.
La anciana terminó su café. Despuès de unos instantes, fue hacia el asiento de Aline, la tomó del brazo y, al levantarla de la silla, cayó una pierna.