Por la carretera*
Araceli Rodríguez
Para poder llegar a la cabaña, donde un lobo devoró a una viejita, tres reporteros, dos defensoras de animales y dos vegetarianos tuvieron que tomar un camión que sale cada seis horas, el único que los deja cerca. Una mujer sordomuda es la que maneja el transporte. Antes de prender el motor, mira hacia todas partes, como si esperara a alguien. Levanta la cara al sol y con él se guía para saber la hora. Los siete pasajeros, incluyendo una niña, se acomodan en sus asientos. La chofer, que no puede darles instrucciones ni recomendaciones, echa a andar el motor, pero al percatarse de que el cazador viene corriendo para alcanzar el transporte, espera un momento más hasta que éste sube.
El que acaba de subir trae la barba arenosa, pantalones desgastados, camisa de franela, y una bolsa negra de plástico. Los pasajeros se miran entre sí al ver entrar al hombre. En seguida, los vegetarianos lo ven con desprecio y comienzan a secretearse:
—Me dan ganas de cortarle las pelotas.
—A mí también, y que se las coma.
Se ríen, pues cada persona que no cumple con su estilo de vida, les resulta nefasta; sobre todo, si se trata de matar y comer animales. —Esperen, ¡es en serio!, ¿sólo les gusta comer pasto? Oigan, reporteros, ¿para qué quieren ir a la cabaña? Se los van a comer. El cazador es muy audaz y se va a dar cuenta de lo que quieren hacer. Nada más les digo que se meten al a la boca del lobo. Más vale que dejen de ver feo al cazador. Yo, en su lugar, aprovecharía para entrevistarlo, él fue quien salvó a la niña de que el lobo no se la comiera, la que viene con cara de espanto, sentada al lado de la ventana.
Después de un rato, una de las defensoras se queja. —No puede ser, pareciera que nunca vamos a llegar, y ni cómo preguntarle a la sorda. Los pasajeros no se atreven a hablarle al cazador, unos por miedo, otros por desprecio y coraje. El camino se alarga. La panza les gruñe. El cazador saca de la bolsa una rata de campo rostizada, carne, queso y huevos con chorizo. Comienza a devorar su comida; a la vez, los demás escurren el antojo por las ventanas. —¿No podemos bajar?— pregunta uno de los reporteros. —No, esta parte de la carretera está muy peligrosa— contesta el cazador chupándose los dedos, y agrega —Hay coyotes y víboras muy venenosas. No es recomendable.— Al verlos muertos de hambre, el cazador abre la bolsa y ofrece de su comida —Tengo mucha. Tomen, sí alcanza. Ya mañana comerán de lo suyo.— A cuatro de los comensales se les remuerde la conciencia, pero es más grande el hueco de sus estómagos, así que aceptan. La niña come, ni enterada está del odio que le tienen algunos de los pasajeros al hombre que la salvó.
Bueno, querido lector, si ya te aburriste, puedo contarte sobre la chofer. ¿Ya sabes quién es? Te lo has de imaginar. Parece que ahí llevo la historia, aunque podría detenerme un año o un día entero para contarte la vida de ella. Decirte que es la madre de una niña no muy Caperuza, que se deja engañar fácilmente. Sí, es la niña callada del camión. Pues bien, la madre quedó sorda y muda a causa de la muerte de la abuelita; cuando supo, gritó tan fuerte que se rompió las cuerdas vocales y le estallaron los tímpanos. La hija quedó ida y a todo dice que sí. Pero no te voy a aturdir con más cosas tristes sobre ellas; y así como va el viaje, no llegarán pronto a la cabaña.
En la carretera, la chofer mira unas luces a lo lejos. Al acercarse, es interceptada por un hombre vestido con sotana negra. Trae un palo de madera con fuego en la punta. Sus acompañantes esperan alrededor de una fogata. Están a punto de comenzar su ritual, pero les falta un animal muerto. Magia negra tal vez. Los pasajeros son obligados a quedarse en ese lugar, y no podrán irse. La condición, para seguir, es que el cazador “cace”, y una vez atrapado el animal, tendrá que entregarlo, pero despellejado; además, deberá comerse los ojos. En caso contrario, seguirán ahí y el sacerdote oscuro elegirá a uno de ellos si el cazador no usa la escopeta. El cazador se molesta por la propuesta y les dice a sus acompañantes —si el miedo se esconde cobarde/ más vale que vaya lento/ que la carnada no arde/ cuando falta viento. No puedo quitarle la piel a un animal y comerme sus ojos. Que se los coman ellos, además, es muy noche y podría ser devorado por un lobo.— Pero los pasajeros tratan de convencerlo, se sienten aterrados con las palabras extrañas que rezan los brujos, que a la par rodean el camión y golpean el suelo con varas gruesas. Uno de los reporteros prende la grabadora. Habla con el cazador. Le hace ver la valentía que tuvieron los vegetarianos al comer carne —¿Cómo es posible que ellos sí, y usted, cazador, no pueda salir a matar a un indefenso animal.— El de la escopeta no dice nada, se le ve molesto. Por otro lado, una de las defensoras grita —¡Por su culpa nos quedaremos aquí, a esos locos se les ocurrirá hacernos algo!— A ninguno le pasa por la cabeza que al cazador le da miedo matar a esas horas, o que un oso podría comerle los ojos a él.
Más tarde, ya desesperadas, las defensoras le dicen —Usted será culpable de varias muertes, no de una; vaya por el animal que le piden. ¿Es un lobo?— Sí, un lobo. —Despelléjelo donde no veamos. Corra, pues podría ser usted el despellejado.— El cazador sale del camión. Se queda un par de minutos a la orilla del bosque sin alejarse demasiado de la carretera. Los demás se alegran y beben una botella de vino que hay dentro de la bolsa. Al regresar, el cazador les dice que no encontró ningún animal cerca. Luego, agrega —Alguno de ustedes tendrá que tomar el lugar del lobo.— Todos callan. Con las piernas estiradas y cerca de la puerta, se escucha la voz de la defensora —Entréguele a la niña, y que nos dejen ir; total, no va a decir nada.
El cazador sale a hablar con los brujos para llegar a un acuerdo —Voy a entregar a uno de nosotros— les dice. Se acerca al camión y sin mirar a quién, mete los brazos y jala al primero que siente con sus manos. Lo arrastra hasta dejarlo tumbado en el suelo, y los satánicos lo levantan. La sordomuda prende el motor, y en cuanto el cazador se encuentra arriba, éste les dice —entregué a uno de ustedes sin saber a quién.— Los seis pasajeros se ven perturbados, pero también tranquilos por no haber sido de ellos, sino la defensora que propuso entregar a la niña.
Durante el camino, no dejan de hablar de la crueldad del cazador. Le echan en cara que no tiene corazón para entregar a una persona. Cómo preferir a un animal que a un ser humano. Ni que supieran tan mal los ojos, si de eso hay tacos. En fin, lo desprecian infinitamente por haber entregado a una integrante del grupo, pero al mismo tiempo lo celebran.
Así fue el viaje que hice para conocer a los personajes de Caperucita. Tomé mi grabadora y me puse a transcribir esta historia.
El que acaba de subir trae la barba arenosa, pantalones desgastados, camisa de franela, y una bolsa negra de plástico. Los pasajeros se miran entre sí al ver entrar al hombre. En seguida, los vegetarianos lo ven con desprecio y comienzan a secretearse:
—Me dan ganas de cortarle las pelotas.
—A mí también, y que se las coma.
Se ríen, pues cada persona que no cumple con su estilo de vida, les resulta nefasta; sobre todo, si se trata de matar y comer animales. —Esperen, ¡es en serio!, ¿sólo les gusta comer pasto? Oigan, reporteros, ¿para qué quieren ir a la cabaña? Se los van a comer. El cazador es muy audaz y se va a dar cuenta de lo que quieren hacer. Nada más les digo que se meten al a la boca del lobo. Más vale que dejen de ver feo al cazador. Yo, en su lugar, aprovecharía para entrevistarlo, él fue quien salvó a la niña de que el lobo no se la comiera, la que viene con cara de espanto, sentada al lado de la ventana.
Después de un rato, una de las defensoras se queja. —No puede ser, pareciera que nunca vamos a llegar, y ni cómo preguntarle a la sorda. Los pasajeros no se atreven a hablarle al cazador, unos por miedo, otros por desprecio y coraje. El camino se alarga. La panza les gruñe. El cazador saca de la bolsa una rata de campo rostizada, carne, queso y huevos con chorizo. Comienza a devorar su comida; a la vez, los demás escurren el antojo por las ventanas. —¿No podemos bajar?— pregunta uno de los reporteros. —No, esta parte de la carretera está muy peligrosa— contesta el cazador chupándose los dedos, y agrega —Hay coyotes y víboras muy venenosas. No es recomendable.— Al verlos muertos de hambre, el cazador abre la bolsa y ofrece de su comida —Tengo mucha. Tomen, sí alcanza. Ya mañana comerán de lo suyo.— A cuatro de los comensales se les remuerde la conciencia, pero es más grande el hueco de sus estómagos, así que aceptan. La niña come, ni enterada está del odio que le tienen algunos de los pasajeros al hombre que la salvó.
Bueno, querido lector, si ya te aburriste, puedo contarte sobre la chofer. ¿Ya sabes quién es? Te lo has de imaginar. Parece que ahí llevo la historia, aunque podría detenerme un año o un día entero para contarte la vida de ella. Decirte que es la madre de una niña no muy Caperuza, que se deja engañar fácilmente. Sí, es la niña callada del camión. Pues bien, la madre quedó sorda y muda a causa de la muerte de la abuelita; cuando supo, gritó tan fuerte que se rompió las cuerdas vocales y le estallaron los tímpanos. La hija quedó ida y a todo dice que sí. Pero no te voy a aturdir con más cosas tristes sobre ellas; y así como va el viaje, no llegarán pronto a la cabaña.
En la carretera, la chofer mira unas luces a lo lejos. Al acercarse, es interceptada por un hombre vestido con sotana negra. Trae un palo de madera con fuego en la punta. Sus acompañantes esperan alrededor de una fogata. Están a punto de comenzar su ritual, pero les falta un animal muerto. Magia negra tal vez. Los pasajeros son obligados a quedarse en ese lugar, y no podrán irse. La condición, para seguir, es que el cazador “cace”, y una vez atrapado el animal, tendrá que entregarlo, pero despellejado; además, deberá comerse los ojos. En caso contrario, seguirán ahí y el sacerdote oscuro elegirá a uno de ellos si el cazador no usa la escopeta. El cazador se molesta por la propuesta y les dice a sus acompañantes —si el miedo se esconde cobarde/ más vale que vaya lento/ que la carnada no arde/ cuando falta viento. No puedo quitarle la piel a un animal y comerme sus ojos. Que se los coman ellos, además, es muy noche y podría ser devorado por un lobo.— Pero los pasajeros tratan de convencerlo, se sienten aterrados con las palabras extrañas que rezan los brujos, que a la par rodean el camión y golpean el suelo con varas gruesas. Uno de los reporteros prende la grabadora. Habla con el cazador. Le hace ver la valentía que tuvieron los vegetarianos al comer carne —¿Cómo es posible que ellos sí, y usted, cazador, no pueda salir a matar a un indefenso animal.— El de la escopeta no dice nada, se le ve molesto. Por otro lado, una de las defensoras grita —¡Por su culpa nos quedaremos aquí, a esos locos se les ocurrirá hacernos algo!— A ninguno le pasa por la cabeza que al cazador le da miedo matar a esas horas, o que un oso podría comerle los ojos a él.
Más tarde, ya desesperadas, las defensoras le dicen —Usted será culpable de varias muertes, no de una; vaya por el animal que le piden. ¿Es un lobo?— Sí, un lobo. —Despelléjelo donde no veamos. Corra, pues podría ser usted el despellejado.— El cazador sale del camión. Se queda un par de minutos a la orilla del bosque sin alejarse demasiado de la carretera. Los demás se alegran y beben una botella de vino que hay dentro de la bolsa. Al regresar, el cazador les dice que no encontró ningún animal cerca. Luego, agrega —Alguno de ustedes tendrá que tomar el lugar del lobo.— Todos callan. Con las piernas estiradas y cerca de la puerta, se escucha la voz de la defensora —Entréguele a la niña, y que nos dejen ir; total, no va a decir nada.
El cazador sale a hablar con los brujos para llegar a un acuerdo —Voy a entregar a uno de nosotros— les dice. Se acerca al camión y sin mirar a quién, mete los brazos y jala al primero que siente con sus manos. Lo arrastra hasta dejarlo tumbado en el suelo, y los satánicos lo levantan. La sordomuda prende el motor, y en cuanto el cazador se encuentra arriba, éste les dice —entregué a uno de ustedes sin saber a quién.— Los seis pasajeros se ven perturbados, pero también tranquilos por no haber sido de ellos, sino la defensora que propuso entregar a la niña.
Durante el camino, no dejan de hablar de la crueldad del cazador. Le echan en cara que no tiene corazón para entregar a una persona. Cómo preferir a un animal que a un ser humano. Ni que supieran tan mal los ojos, si de eso hay tacos. En fin, lo desprecian infinitamente por haber entregado a una integrante del grupo, pero al mismo tiempo lo celebran.
Así fue el viaje que hice para conocer a los personajes de Caperucita. Tomé mi grabadora y me puse a transcribir esta historia.
*Este texto también fue publicado en: Estética Literaria Contemporánea.