Rumores de hojarasca*, de Elsa Fujigaki
Ana Cuandón
La tejedora “quiere develar lo que esconde la anarquía del espíritu… Rescatar una voz, una imagen, deshilarla y formar una madeja multicolor para abordar el lienzo”. Con esta convicción, la narradora Elsa Fujigaki nos interna en la travesía de una protagonista que se nos presenta con un nombre arquetípico: “tejedora”. Trece prosas poéticas abarca la travesía marítima de una protagonista que parece sólo tocar tierra firme para tener la oportunidad de volver `hacerse a la mar´. Y esta expresión puede tomarse de manera ontológica pues el mar, en esta primera parte del libro Rumores de hojarasca, es el símbolo de la vida por su constante marejada, movimiento de aguas que nos recuerda la transitoriedad a la que está sometida lo vivo. Quizá por ello, la tejedora “quiere seguir el viento, viajar ligera. Andar desnuda sin temor a ser embaucada; que el mar sea su refugio y el firmamento el límite de su mirada. Sumergirse en espejos de agua, alcanzar lo insondable y devanar las enredadas quimeras”. Con la extensión breve que exige describir estos movimientos del espíritu, la narradora encabeza los textos de “Tejedora” con títulos que los refieren en su esencia: mudanza, despertar, retorno, esperanza, sustento… Aunque los adioses sean los que predominan en esta travesía y, por ello, quizá la forma escalonada de versos al final de cada prosa le dan una señal al lector de la importancia de esa despedida constante de la tejedora.
Y es que la escritora nos habla de una heroína que realiza una travesía arquetípica, pero no se parece a la que recorre el héroe de los libros de aventuras, no porque el riesgo sea distinto, sino porque lo femenino tiene una forma de navegar donde no importa tanto alcanzar el objetivo, el “elixir” del conocimiento, como atender a los rituales de la búsqueda, es decir, a las transformaciones a las que todo héroe es impelido para poder serlo. En este caso, “Tejedora” es un buen recordatorio de cómo una búsqueda puede ser navegada, más que recorrida, con esa connotación simbólica del mar antes referida. Y la forma en que esta travesía se presenta no es menos importante que el fondo. Además de entretejer textos, se entretejen imágenes. El libro invita a la contemplación de lo leído en las ilustraciones, hechas por la propia autora, y este doble discurso, textual e iconográfico, otorga al lector la oportunidad para advertir mejor los detalles, esos que revelan una escritura esmerada y transparente, como la de Elsa Fujigaki.
Resalta también en las otras dos partes de que consta el libro, además de “Tejedora”, la vocación ritualista de la escritora. En “En busca de lector”, siete narraciones se presentan como un homenaje a esa vida hecha de rituales de iniciación, ¿en qué? en la lectura, en la libertad, en la fantasía, en el adiós (“Aproximaciones” indaga sobre esos rituales en torno a la muerte). Aquí, la tercera persona que aparece en “Tejedora”, deja paso a la primera para recordar cómo, cuándo y dónde surgió esa mujer libre que podemos reconocer ya en Elisa, la protagonista de “Tulipán”, quien, en su examen final de artes plásticas, dibuja no la flor vista, sino la descifrada en su interior, simplemente porque “prefería el mundo a su manera, aunque no alcanzara un diez”. Un tono autobiográfico prevalece en estos relatos, quizá porque ese lector que se busca, tal como señala el título de este apartado, exige de un lector cómplice, y confidente. La autora lo quiere hacer partícipe de los rituales que ella ha vivido, y que narra porque la ficción le ha enseñado que, tal como se lee al final de “Complicidades”, “en el recuento de las situaciones vividas, la memoria es subterránea, extrae los significados de lo más profundo de la experiencia y procura distintas versiones”. Y esas versiones requieren de un lector, de aquí que la escritura sea vista como espejo.
En la última parte, “Fragmentos”, esa escritura especular se refleja en narraciones que tienen una contraparte enmarcada, en la página izquierda, donde los textos son poemas, aunque no se presenten todos en verso. Reafirmando que evaluar, es decir, narrar la vida es aceptar “morir de tanto en tanto”, este apartado aborda el tema de la metamorfosis, ese cambio al que se está obligado para seguir siendo. A esas formas extrañas y paradójicas en que se deja de ser para volver a ser, remiten los siguientes versos: “He muerto de continuo y me vuelvo a parir”.
Heredera de la simplicidad más compleja, la escritura de Elsa Fujigaki nos muestra cómo en Rumores de hojarasca, “la voz no habita en el vacío” sino en ese lugar donde, como ella afirma, “se fabrican las intuiciones y los deseos”. El lector podrá encontrarlo en este libro y en esa voz de viento que lo atraviesa.
Y es que la escritora nos habla de una heroína que realiza una travesía arquetípica, pero no se parece a la que recorre el héroe de los libros de aventuras, no porque el riesgo sea distinto, sino porque lo femenino tiene una forma de navegar donde no importa tanto alcanzar el objetivo, el “elixir” del conocimiento, como atender a los rituales de la búsqueda, es decir, a las transformaciones a las que todo héroe es impelido para poder serlo. En este caso, “Tejedora” es un buen recordatorio de cómo una búsqueda puede ser navegada, más que recorrida, con esa connotación simbólica del mar antes referida. Y la forma en que esta travesía se presenta no es menos importante que el fondo. Además de entretejer textos, se entretejen imágenes. El libro invita a la contemplación de lo leído en las ilustraciones, hechas por la propia autora, y este doble discurso, textual e iconográfico, otorga al lector la oportunidad para advertir mejor los detalles, esos que revelan una escritura esmerada y transparente, como la de Elsa Fujigaki.
Resalta también en las otras dos partes de que consta el libro, además de “Tejedora”, la vocación ritualista de la escritora. En “En busca de lector”, siete narraciones se presentan como un homenaje a esa vida hecha de rituales de iniciación, ¿en qué? en la lectura, en la libertad, en la fantasía, en el adiós (“Aproximaciones” indaga sobre esos rituales en torno a la muerte). Aquí, la tercera persona que aparece en “Tejedora”, deja paso a la primera para recordar cómo, cuándo y dónde surgió esa mujer libre que podemos reconocer ya en Elisa, la protagonista de “Tulipán”, quien, en su examen final de artes plásticas, dibuja no la flor vista, sino la descifrada en su interior, simplemente porque “prefería el mundo a su manera, aunque no alcanzara un diez”. Un tono autobiográfico prevalece en estos relatos, quizá porque ese lector que se busca, tal como señala el título de este apartado, exige de un lector cómplice, y confidente. La autora lo quiere hacer partícipe de los rituales que ella ha vivido, y que narra porque la ficción le ha enseñado que, tal como se lee al final de “Complicidades”, “en el recuento de las situaciones vividas, la memoria es subterránea, extrae los significados de lo más profundo de la experiencia y procura distintas versiones”. Y esas versiones requieren de un lector, de aquí que la escritura sea vista como espejo.
En la última parte, “Fragmentos”, esa escritura especular se refleja en narraciones que tienen una contraparte enmarcada, en la página izquierda, donde los textos son poemas, aunque no se presenten todos en verso. Reafirmando que evaluar, es decir, narrar la vida es aceptar “morir de tanto en tanto”, este apartado aborda el tema de la metamorfosis, ese cambio al que se está obligado para seguir siendo. A esas formas extrañas y paradójicas en que se deja de ser para volver a ser, remiten los siguientes versos: “He muerto de continuo y me vuelvo a parir”.
Heredera de la simplicidad más compleja, la escritura de Elsa Fujigaki nos muestra cómo en Rumores de hojarasca, “la voz no habita en el vacío” sino en ese lugar donde, como ella afirma, “se fabrican las intuiciones y los deseos”. El lector podrá encontrarlo en este libro y en esa voz de viento que lo atraviesa.
*Desliz ediciones. México, 2017.