Ruidos nocturnos
Adriana Arias
Ramiro llegaba al mercado a las cinco de la mañana para abrir y limpiar los sanitarios. Después de todo, era un trabajo tranquilo, ideal para alguien enfermo del corazón. Pasaba horas sentado en un banco de madera haciendo paquetitos de papel higiénico; su compañero era un radio de pilas y, cuándo éstas se acababan, pasaba el tiempo contando los mosaicos que cubrían las paredes. En otras ocasiones, llevaba una relación de cuántos hombres y mujeres pasaban a lo largo del día. Pero, cuando entraba Fabián, se tomaba su tiempo y reflexionaba en qué grupo lo colocaría, si llegaba con ropa femenina lo colocaba con las mujeres, si no, en el otro. A Ramiro le gustaba mirar discretamente cuando Fabián se transformaba, y hasta sentía un tímido placer al hacerlo. Lo veía ponerse una pestaña, luego la otra, sombra oscura en los párpados, delinear sus labios con delicadeza y, finalmente, poner color a sus mejillas.
A veces a Ramiro le tomaba más tiempo el aseo de los sanitarios, pues llegaban clientes hasta el último minuto. Una noche, mientras limpiaba, recordó lo que días antes escuchó decir al velador; él contaba que mientras hacía sus rondas había escuchado ruidos, cosas que caían y lamentos en el mercado. Ramiro no quería estar solo en ese sitio, no podía imaginar qué haría si llegaba a escuchar algo parecido, así que se apresuró a terminar.
Fabián quería cambiar su ropa por otra más atrevida y, de paso, retocar su maquillaje para ver si así conseguía algún cliente. Entonces se dirigió a los baños. El sanitario se encontraba al fondo del mercado y, a esa hora, la única entrada era por el estacionamiento del lugar. Debía caminar por un túnel oscuro que lo llevaría al último pasillo; sólo la luz del sanitario se veía al fondo. Fabián salió del túnel, estaba a unos metros de llegar a su destino cuando un hombre que salió de entre unos puestos lo abordó. Después de charlar unos minutos, ambos se perdieron entre los pasillos.
Ramiro terminó de asear los baños, guardó sus cosas y cerró. Pasó entre los puestos cerrados, que en esos momentos, eran grandes bultos cubiertos por mantas decoloradas por el tiempo y el polvo. Algunos de los corredores se encontraban en penumbra; y mientras caminaba podía sentir la suela de los zapatos adherirse al piso a causa de los desperdicios que día a día caían en él. La mugre daba un tono oscuro al suelo; y a Ramiro le parecía que andaba sobre un abismo. Las piñatas en las sombras tomaban formas siniestras: una Blanca Nieves era la imagen de un ahorcado y un Batman se transformaba en un diablo. La imaginación y la vista de Ramiro lo engañaban. Con el corazón agitado y el miedo a cuestas se dirigió hacia el túnel.
Al llegar ahí un escalofrío le recorrió el cuerpo. Permaneció unos segundos parado, sacó del bolsillo de su pantalón una caja de cigarrillos y encendió uno. Solo después de dar una calada avanzó. Para Ramiro atravesar ese largo corredor era cómo entrar en una cueva, él tenía miedo de que algo surgiera en esa penumbra. No podía evitar que la oscuridad le recordara el temor que pasó cuando cayó dentro de una coladera. Fue sólo un parpadeo y las lámparas que iluminaban la calle se apagaron, o al menos eso le pareció en un principio. Tardó unos segundo en reaccionar y darse cuenta de lo que había ocurrido. Estaba dentro de la alcantarilla, rodeado de basura y una variedad de olores que no distinguía. Intentó levantarse, pero un dolor intenso en una de sus piernas se lo impidió. Se quedó inmóvil cuando sintió algo andar por su pierna. Ramiro gritó con todas sus fuerzas. Ese recuerdo se interrumpió cuando notó que el cigarrillo se había consumido y un olor a humedad mezclado con las verduras y frutas echadas a perder llegó a su nariz. Metió su mano al bolsillo, esta vez sacó su viejo celular para iluminarse un poco, le costaba admitirlo, pero le asustaba la oscuridad. En la penumbra la débil luz de la pantalla parecía una luciérnaga.
Ramiro respiró profundo y, justo cuando comenzaba a relajarse, escuchó un grito seguido de un fuerte golpe. Se espantó y soltó el celular. Miró hacía el corredor que acababa de pasar; en la oscuridad alcanzó a ver unas siluetas moviéndose. Se agachó y a tientas trató de encontrar su teléfono. Estaba por ponerse en pie cuando sintió que algo mordió su mano. Intentó gritar, pero de su boca no salió ni un sonido. Se levantó, dio unos pasos tratando de llegar a la salida. Los lamentos continuaron, ahora más cercanos. Ramiro quería correr, pero un dolor en el pecho y en uno de sus brazos lo detuvieron; sintió náuseas, no podía respirar, el sudor apareció en su frente y se deslizaba por su rostro. Otro grito más fuerte que el anterior inundó el lugar. Ramiro sólo alcanzó a dar unos pasos antes sentir un dolor punzante y una intensa presión en el pecho. El hombre cayó quedando a unos metros de la salida.
De entre los puestos y acomodándose el pantalón salió Fabián. Llevaba una mano entre las piernas; trataba de caminar erguido, pero el dolor no se lo permitía Su acompañante, ajeno a lo que ocurría, se perdió entre los pasillos del mercado.
Fabián se dirigió al estacionamiento. En su camino tropezó con Ramiro, sin reconocerlo en la oscuridad. A la mañana siguiente, el velador descubrió el cuerpo del encargado de los sanitarios. Algunas ratas mordían la cabeza y la mano sangrantes de Ramiro. Nadie se explicó qué ocurrió, lo único seguro es que ese día nadie abriría los baños. Fabián regresó esa noche al mercado, esta vez con otro acompañante; pues sabe que es un buen lugar para trabajar.
A veces a Ramiro le tomaba más tiempo el aseo de los sanitarios, pues llegaban clientes hasta el último minuto. Una noche, mientras limpiaba, recordó lo que días antes escuchó decir al velador; él contaba que mientras hacía sus rondas había escuchado ruidos, cosas que caían y lamentos en el mercado. Ramiro no quería estar solo en ese sitio, no podía imaginar qué haría si llegaba a escuchar algo parecido, así que se apresuró a terminar.
Fabián quería cambiar su ropa por otra más atrevida y, de paso, retocar su maquillaje para ver si así conseguía algún cliente. Entonces se dirigió a los baños. El sanitario se encontraba al fondo del mercado y, a esa hora, la única entrada era por el estacionamiento del lugar. Debía caminar por un túnel oscuro que lo llevaría al último pasillo; sólo la luz del sanitario se veía al fondo. Fabián salió del túnel, estaba a unos metros de llegar a su destino cuando un hombre que salió de entre unos puestos lo abordó. Después de charlar unos minutos, ambos se perdieron entre los pasillos.
Ramiro terminó de asear los baños, guardó sus cosas y cerró. Pasó entre los puestos cerrados, que en esos momentos, eran grandes bultos cubiertos por mantas decoloradas por el tiempo y el polvo. Algunos de los corredores se encontraban en penumbra; y mientras caminaba podía sentir la suela de los zapatos adherirse al piso a causa de los desperdicios que día a día caían en él. La mugre daba un tono oscuro al suelo; y a Ramiro le parecía que andaba sobre un abismo. Las piñatas en las sombras tomaban formas siniestras: una Blanca Nieves era la imagen de un ahorcado y un Batman se transformaba en un diablo. La imaginación y la vista de Ramiro lo engañaban. Con el corazón agitado y el miedo a cuestas se dirigió hacia el túnel.
Al llegar ahí un escalofrío le recorrió el cuerpo. Permaneció unos segundos parado, sacó del bolsillo de su pantalón una caja de cigarrillos y encendió uno. Solo después de dar una calada avanzó. Para Ramiro atravesar ese largo corredor era cómo entrar en una cueva, él tenía miedo de que algo surgiera en esa penumbra. No podía evitar que la oscuridad le recordara el temor que pasó cuando cayó dentro de una coladera. Fue sólo un parpadeo y las lámparas que iluminaban la calle se apagaron, o al menos eso le pareció en un principio. Tardó unos segundo en reaccionar y darse cuenta de lo que había ocurrido. Estaba dentro de la alcantarilla, rodeado de basura y una variedad de olores que no distinguía. Intentó levantarse, pero un dolor intenso en una de sus piernas se lo impidió. Se quedó inmóvil cuando sintió algo andar por su pierna. Ramiro gritó con todas sus fuerzas. Ese recuerdo se interrumpió cuando notó que el cigarrillo se había consumido y un olor a humedad mezclado con las verduras y frutas echadas a perder llegó a su nariz. Metió su mano al bolsillo, esta vez sacó su viejo celular para iluminarse un poco, le costaba admitirlo, pero le asustaba la oscuridad. En la penumbra la débil luz de la pantalla parecía una luciérnaga.
Ramiro respiró profundo y, justo cuando comenzaba a relajarse, escuchó un grito seguido de un fuerte golpe. Se espantó y soltó el celular. Miró hacía el corredor que acababa de pasar; en la oscuridad alcanzó a ver unas siluetas moviéndose. Se agachó y a tientas trató de encontrar su teléfono. Estaba por ponerse en pie cuando sintió que algo mordió su mano. Intentó gritar, pero de su boca no salió ni un sonido. Se levantó, dio unos pasos tratando de llegar a la salida. Los lamentos continuaron, ahora más cercanos. Ramiro quería correr, pero un dolor en el pecho y en uno de sus brazos lo detuvieron; sintió náuseas, no podía respirar, el sudor apareció en su frente y se deslizaba por su rostro. Otro grito más fuerte que el anterior inundó el lugar. Ramiro sólo alcanzó a dar unos pasos antes sentir un dolor punzante y una intensa presión en el pecho. El hombre cayó quedando a unos metros de la salida.
De entre los puestos y acomodándose el pantalón salió Fabián. Llevaba una mano entre las piernas; trataba de caminar erguido, pero el dolor no se lo permitía Su acompañante, ajeno a lo que ocurría, se perdió entre los pasillos del mercado.
Fabián se dirigió al estacionamiento. En su camino tropezó con Ramiro, sin reconocerlo en la oscuridad. A la mañana siguiente, el velador descubrió el cuerpo del encargado de los sanitarios. Algunas ratas mordían la cabeza y la mano sangrantes de Ramiro. Nadie se explicó qué ocurrió, lo único seguro es que ese día nadie abriría los baños. Fabián regresó esa noche al mercado, esta vez con otro acompañante; pues sabe que es un buen lugar para trabajar.