Si la quesadilla tuviera otra forma, ¿sería igual de sabrosa?
Gemma Ramírez
La quesadilla o queca, puedo decir, es un conjunto de conocimientos universales, tiene que ver con la Historia: el Tlatoani Moctezuma, hombre de pocas carnes; según Francisco Cervantes de Salazar, cabello largo, negro y reluciente, ya comía tortillas dobladas embarradas de chile. Estas tortillas dobladas podrían ser el antecedente de la quesadilla, producto del mestizaje que surgió con la llegada de las vacas lecheras a la Nueva España y con ellas los productos derivados de la leche. La quesadilla también se encuentra en la biología: si es de hongos, quelites, flor de calabaza...; en la lingüística, por su morfología: quesadilla se deriva de queso y no de Quetzalcóatl, ni de quetzaditzin, que sabrá Dios qué demonio del mal inventó dicha palabra; y por si fuera poco, la queca tiene que ver con Dios: cuando era niña oraba antes de comerme una quesadilla de hongos por aquello de que fueran venenosos. De últimas, para no hacer la lista más larga, ha ganado terreno en la física y en la química, aunque no precisamente la quesadilla, sino lo que ella representa, es decir, la comida.
En 1969, Nicholas Kurti, físico inglés semi pelón, dio una conferencia llamada “El físico en la cocina”. Se dice que inició su discurso con esta frase: “Pienso con una profunda tristeza sobre nuestra civilización, mientras medimos la temperatura en la atmósfera de Venus, ignoramos la temperatura dentro de nuestros soufflés”. Años después, él y el químico francés de frente ancha, Herve This, empezaron a trabajar en un nuevo concepto para las artes del estómago. Algunas versiones de la historia apuntan que entre 1985 y 1988 el chef Pierre Gagnaire se unió al dúo y desarrollaron una nueva rama de la gastronomía: “La Gastronomía Molecular”. A partir de entonces, la curiosidad en la comida se dirigió a entender mejor el sentido del gusto, y hacia las reacciones químicas y físicas que suceden dentro de una cazuela con comida; es decir: ¿Por qué el nopalito pierde su color original al cocerlo? ¿Cómo hacerle para que un trozo de carne sepa a chile en nogada? ¿Cómo hacer raviolis transparentes?
Hay que aclarar que la relación entre la comida, la física y la química ha existido desde el descubrimiento del fuego. Cuando se asa un jugoso lechón, hay una primera alteración tanto en sabor como en textura (propiedades físicas y químicas). La gastronomía molecular altera lo visual y genera nuevas texturas y consistencias de un alimento a partir de la explotación de sus características químicas y físicas sin que pierda su sabor original; es decir, sufre una segunda transformación. Las técnicas más conocidas para lograr esto son: espumitas de sabores, deconstrucciones, cocina al vacío, uso de nitrógeno líquido para que salga humo por la nariz, gelificación y esterificación que consisten en hacer pequeñas bombas líquidas que exploten en la boca y ¡bum!, revienten estimulando las papilas gustativas con su sabor. Vamos, debe ser una experiencia realmente buena para el paladar; sin embargo, ésta parece no incluir al hambre, ya que en los restaurantes donde se sirve este tipo de comida, a pesar de ser muy demandada, es poco llenadora y bastante costosa, pues son más grandes los platos de porcelana fina que contienen la comida minimalista. ¿Y qué decir de las copas?, varios de estos platos se ofrecen en ellas; imagínense una gordita de chicharrón servida en una copa margarita: primero, en el fondo, un líquido rojo fingiendo ser el chicharrón; luego una capa de masa frita; espuma de crema, mermelada de salsa y esferas de cebolla. ¿Será posible que en el futuro la comida molecular pueda reemplazar a los alimentos tal y como los conocemos?
En la Ciudad de México existen restaurantes de comida tradicional mexicana que implementaron en sus platillos las técnicas de la cocina molecular. En un restaurante, tienen como especialidad, la espuma de Boing de guayaba y el jarrete de ternera al pibil con mousse de cebolla y esterificaciones de chile habanero. En otro servían, años atrás, una quesadilla líquida con infusión de queso oaxaca y tortilla de maíz, terminada con espuma de cilantro. Mi paladar quería participar de dicha quesadilla, pero, además de que debía llevar en mi monedero dos mil pesos para no verme mal en ese restaurante, me di cuenta que la queca ya no existía como tal.
¿Qué tan apetitosos pueden ser los alimentos moleculares? En internet me he encontrado con fotografías de trozos de carne molida decorados con cilantro, y en el pie de la imagen dice “chile en nogada molecular”; también he visto la deconstrucción de una hamburguesa: trozos cúbicos de pan y carne, montados sobre lechuga y germen de alfalfa con líneas microscópicas de cátsup, mostaza y mayonesa. Investigando un poco sobre la quesadilla molecular, la cual llamó mi atención para escribir este texto, creí haber encontrado una fotografía de la quesadilla líquida, pero la foto era de un platillo extraño que nunca supe qué era. Aun así, con las referencias exóticas sobre hamburguesas, jugos de fruta y trozos de carne de sabores, me imagino la quesadilla líquida como un caldo con mousse de cilantro radioactivo, servido en un plato hondo y que para comerlo sea necesaria una cuchara.
Nada que ver con la quesadilla ideal, el diseño perfecto para los mortales: la tortilla hecha a mano, cocida en el comal gigante del puesto de garnachas, tortilla en la que se derrite el suculento queso oaxaca. Luego, si se quiere, se le pone chicharrón, tinga, hongo o flor de calabaza. En este punto la tortilla se dobla, así deja de ser tortilla y queso para convertirse en quesadilla. Más queso, lechuga, y salsa al gusto, todo hermosamente expuesto en un plato de plástico de tamaño proporcional a la queca. Después, se degusta el manjar de maíz con rebosante alegría, con las manos sucias o limpias (eso no importa).
Hace milenios que la comida dejó de ser sólo una necesidad biológica. Ahora se le apuesta al sabor, a las texturas y se han abierto las posibilidades para nuevas experiencias de este tipo, pero dudo que la comida molecular reemplace los placeres culinarios de cualquier alimento mexicano y sobre todo si hablamos de garnachas. La comida molecular es gusto de un rato, una exquisitez un tanto pretenciosa. Tal vez, dentro de muchos años, la comida molecular sea más accesible y llenadora; sin embargo, por ahora, pocas personas cambiarían la deliciosa y nutritiva queca por trozos de materia sabor quesadilla.
En 1969, Nicholas Kurti, físico inglés semi pelón, dio una conferencia llamada “El físico en la cocina”. Se dice que inició su discurso con esta frase: “Pienso con una profunda tristeza sobre nuestra civilización, mientras medimos la temperatura en la atmósfera de Venus, ignoramos la temperatura dentro de nuestros soufflés”. Años después, él y el químico francés de frente ancha, Herve This, empezaron a trabajar en un nuevo concepto para las artes del estómago. Algunas versiones de la historia apuntan que entre 1985 y 1988 el chef Pierre Gagnaire se unió al dúo y desarrollaron una nueva rama de la gastronomía: “La Gastronomía Molecular”. A partir de entonces, la curiosidad en la comida se dirigió a entender mejor el sentido del gusto, y hacia las reacciones químicas y físicas que suceden dentro de una cazuela con comida; es decir: ¿Por qué el nopalito pierde su color original al cocerlo? ¿Cómo hacerle para que un trozo de carne sepa a chile en nogada? ¿Cómo hacer raviolis transparentes?
Hay que aclarar que la relación entre la comida, la física y la química ha existido desde el descubrimiento del fuego. Cuando se asa un jugoso lechón, hay una primera alteración tanto en sabor como en textura (propiedades físicas y químicas). La gastronomía molecular altera lo visual y genera nuevas texturas y consistencias de un alimento a partir de la explotación de sus características químicas y físicas sin que pierda su sabor original; es decir, sufre una segunda transformación. Las técnicas más conocidas para lograr esto son: espumitas de sabores, deconstrucciones, cocina al vacío, uso de nitrógeno líquido para que salga humo por la nariz, gelificación y esterificación que consisten en hacer pequeñas bombas líquidas que exploten en la boca y ¡bum!, revienten estimulando las papilas gustativas con su sabor. Vamos, debe ser una experiencia realmente buena para el paladar; sin embargo, ésta parece no incluir al hambre, ya que en los restaurantes donde se sirve este tipo de comida, a pesar de ser muy demandada, es poco llenadora y bastante costosa, pues son más grandes los platos de porcelana fina que contienen la comida minimalista. ¿Y qué decir de las copas?, varios de estos platos se ofrecen en ellas; imagínense una gordita de chicharrón servida en una copa margarita: primero, en el fondo, un líquido rojo fingiendo ser el chicharrón; luego una capa de masa frita; espuma de crema, mermelada de salsa y esferas de cebolla. ¿Será posible que en el futuro la comida molecular pueda reemplazar a los alimentos tal y como los conocemos?
En la Ciudad de México existen restaurantes de comida tradicional mexicana que implementaron en sus platillos las técnicas de la cocina molecular. En un restaurante, tienen como especialidad, la espuma de Boing de guayaba y el jarrete de ternera al pibil con mousse de cebolla y esterificaciones de chile habanero. En otro servían, años atrás, una quesadilla líquida con infusión de queso oaxaca y tortilla de maíz, terminada con espuma de cilantro. Mi paladar quería participar de dicha quesadilla, pero, además de que debía llevar en mi monedero dos mil pesos para no verme mal en ese restaurante, me di cuenta que la queca ya no existía como tal.
¿Qué tan apetitosos pueden ser los alimentos moleculares? En internet me he encontrado con fotografías de trozos de carne molida decorados con cilantro, y en el pie de la imagen dice “chile en nogada molecular”; también he visto la deconstrucción de una hamburguesa: trozos cúbicos de pan y carne, montados sobre lechuga y germen de alfalfa con líneas microscópicas de cátsup, mostaza y mayonesa. Investigando un poco sobre la quesadilla molecular, la cual llamó mi atención para escribir este texto, creí haber encontrado una fotografía de la quesadilla líquida, pero la foto era de un platillo extraño que nunca supe qué era. Aun así, con las referencias exóticas sobre hamburguesas, jugos de fruta y trozos de carne de sabores, me imagino la quesadilla líquida como un caldo con mousse de cilantro radioactivo, servido en un plato hondo y que para comerlo sea necesaria una cuchara.
Nada que ver con la quesadilla ideal, el diseño perfecto para los mortales: la tortilla hecha a mano, cocida en el comal gigante del puesto de garnachas, tortilla en la que se derrite el suculento queso oaxaca. Luego, si se quiere, se le pone chicharrón, tinga, hongo o flor de calabaza. En este punto la tortilla se dobla, así deja de ser tortilla y queso para convertirse en quesadilla. Más queso, lechuga, y salsa al gusto, todo hermosamente expuesto en un plato de plástico de tamaño proporcional a la queca. Después, se degusta el manjar de maíz con rebosante alegría, con las manos sucias o limpias (eso no importa).
Hace milenios que la comida dejó de ser sólo una necesidad biológica. Ahora se le apuesta al sabor, a las texturas y se han abierto las posibilidades para nuevas experiencias de este tipo, pero dudo que la comida molecular reemplace los placeres culinarios de cualquier alimento mexicano y sobre todo si hablamos de garnachas. La comida molecular es gusto de un rato, una exquisitez un tanto pretenciosa. Tal vez, dentro de muchos años, la comida molecular sea más accesible y llenadora; sin embargo, por ahora, pocas personas cambiarían la deliciosa y nutritiva queca por trozos de materia sabor quesadilla.