Surrealismo sicológico
Iván Rincón Espríu
Cuando Tahoma leyó que, para mí, ella es básicamente su cuerpo, hizo una mueca muy seria que podía traducirse como: “¿Ah, sí? ¡Ahora verás!” Tomó el collar huichol que le regalé cuando nos conocimos en la Cineteca Nacional, lo dejó en donde cuelgo el de Naomi, que se puso a su vez en el cuello, y se fue de la casa para siempre. Al ver el intercambio de collares en la cocina, subí corriendo al cuarto de donde nos expulsaron los ruidos de las bestias hace treinta meses; abrí el guardarropas y descubrí que Tahoma se había llevado los zapatos deportivos y las sandalias, pero dejó los pies; se llevó los mallones elásticos y los pantalones transparentes de Mi bella genio, pero dejó las piernas; se llevó las minifaldas y los pantalones cortos, pero dejó las caderas y las nalgas; se llevó las tangas, pero dejó el chocho; se llevó los ombligueros, pero dejó el abdomen; como no usaba sostén, se llevó los escotes, pero dejó las tetas; se llevó las chamarras y los suéteres, pero dejó los brazos, las axilas y la espalda; se llevó los guantes, pero dejó las manos; se llevó las bufandas, pero dejó el cuello…
Algo me dice que, mientras yo soñaba el sueño de los justos, alguien despertó de mal humor, pues, para colmo y por no dejar, Tahoma se llevó el carmín, pero dejó los labios; se llevó los pañuelos, pero dejó la nariz; se llevó los lentes, pero dejó los ojos; se llevó los audífonos y las orejeras, pero dejó las orejas; se llevó el sombrero, pero dejó la cabeza y el cabello. En el baño noté que se había llevado también el cepillo dental, pero dejó los dientes, las encías y la lengua. ¡A cambio de las mejillas, se llevó las chapas de las puertas!
Desde que yo tenía 23 años de edad, viví otros 23 años sin que Tahoma pasara de 23, y entonces leyó que a los 27 yo había tenido la posición de mayor “importancia” o “influencia” en este medio siglo de vida, y cuando cumplí 23 por segunda vez, decidió seguir creciendo hasta los 27, la edad del poder, y los años que me acompañaría desde la ocurrencia del milagro matemático (así como la diferencia entre la edad de mi padre y la mía), tiempo justo para romper conmigo sin dejar siquiera un abrazo en la cama, una caricia en el sofá, un beso al pie de la puerta principal, vaya, ni siquiera un adiós de papel en la mesa.
Inclemente soledad. Salí a la calle para confirmar que, antes de mi primera tasa de amargura endulzada, era demasiado tarde y, cuando regresé al desamparo y la orfandad, había tristeza esparcida por el suelo y sobre los muebles, tristeza en abundancia que la mirada nublaba y teñía de gris; saturaba el aire un vaho de nostalgia con el evocativo aroma de noches bohemias, de pláticas acaloradas en abstracto contraste con el frío invernal, charlas cuyo resabio transmite ahora un pobre sonido en la memoria: el crujir de los leños reducidos a brasas y carbón en el hogar mientras consumábamos el deseo carnal hasta su culminación orgásmica, la desnuda fusión del sudoroso instante, leños que después eran materia de cenicero en la cercanía del alba, y el gallo cantaba Las Mañanitas del Sureste o “Ya los pajarillos cantan, ya viene alumbrando el día, ya los pajarillos cantan, ya viene alumbrando el sol”.
Musa distante. Al minuto de su ausencia, percibí que manaba desolación por las heridas de la casa; mi renuncia se filtraba por las paredes y humedecía las ventanas, como hacíamos nosotros con intensidad amatoria cuando el mundo exterior se desmoronaba. Esperé la noche, acostado boca arriba. En el techo, manchas de melancolía sucumbían a las enredaderas que resultaron serpientes y me cayeron encima. En la oscuridad nocturna que invadió mi alma, tuve que levantarme y tropecé con la esperanza de un repentino regreso, la ilusión de su permanencia; mi paso en falso rompió el silencio, que a su vez quedó hecho pedazos y lo barrí hasta el día siguiente.
Hoy, al saberme solo, abandonado y próximamente olvidado por mi concubina cósmica, busqué su entrañable ingenuidad entre los libros y videos que, para proteger del polvo, guardamos en las alacenas, y hallé residuos de sensualidad lozana en lugar de vajilla en la vitrina del comedor, mientras en los cajones que usábamos para revistas y suplementos, cubiertos por los cubiertos, una araña se comía las últimas mordidas que nos dimos. Empuñé un cuchillo verdulero, subí las escaleras alfombradas con pelo de pastor alemán y descuarticé las almohadas en busca de alguna lágrima. Encontré fragmentos de sueños rotos y arrugados en el cesto de la basura y el escusado… ¡Pinche vigilia!
Naomi percibió que yo enloquecía y, en delirante solidaridad, acompañó mi locura con la suya. Una vez serenados, como asunción curativa de nuestra nueva condición, le puse a ella el collar huichol y me puse yo el cuerpo de piel trigueña con la perfección anatómica de Barbarella y la de Salma Hayek en el table dance de la pitón albina que introduce la punta de su cola traviesa entre unas nalgas formidables (con la diferencia de que Tahoma es de mi estatura), y estamos por salir a la playa en busca de un macho hetero para Naomi y una hembra lesbiana para mí. A ver cómo nos va.
Algo me dice que, mientras yo soñaba el sueño de los justos, alguien despertó de mal humor, pues, para colmo y por no dejar, Tahoma se llevó el carmín, pero dejó los labios; se llevó los pañuelos, pero dejó la nariz; se llevó los lentes, pero dejó los ojos; se llevó los audífonos y las orejeras, pero dejó las orejas; se llevó el sombrero, pero dejó la cabeza y el cabello. En el baño noté que se había llevado también el cepillo dental, pero dejó los dientes, las encías y la lengua. ¡A cambio de las mejillas, se llevó las chapas de las puertas!
Desde que yo tenía 23 años de edad, viví otros 23 años sin que Tahoma pasara de 23, y entonces leyó que a los 27 yo había tenido la posición de mayor “importancia” o “influencia” en este medio siglo de vida, y cuando cumplí 23 por segunda vez, decidió seguir creciendo hasta los 27, la edad del poder, y los años que me acompañaría desde la ocurrencia del milagro matemático (así como la diferencia entre la edad de mi padre y la mía), tiempo justo para romper conmigo sin dejar siquiera un abrazo en la cama, una caricia en el sofá, un beso al pie de la puerta principal, vaya, ni siquiera un adiós de papel en la mesa.
Inclemente soledad. Salí a la calle para confirmar que, antes de mi primera tasa de amargura endulzada, era demasiado tarde y, cuando regresé al desamparo y la orfandad, había tristeza esparcida por el suelo y sobre los muebles, tristeza en abundancia que la mirada nublaba y teñía de gris; saturaba el aire un vaho de nostalgia con el evocativo aroma de noches bohemias, de pláticas acaloradas en abstracto contraste con el frío invernal, charlas cuyo resabio transmite ahora un pobre sonido en la memoria: el crujir de los leños reducidos a brasas y carbón en el hogar mientras consumábamos el deseo carnal hasta su culminación orgásmica, la desnuda fusión del sudoroso instante, leños que después eran materia de cenicero en la cercanía del alba, y el gallo cantaba Las Mañanitas del Sureste o “Ya los pajarillos cantan, ya viene alumbrando el día, ya los pajarillos cantan, ya viene alumbrando el sol”.
Musa distante. Al minuto de su ausencia, percibí que manaba desolación por las heridas de la casa; mi renuncia se filtraba por las paredes y humedecía las ventanas, como hacíamos nosotros con intensidad amatoria cuando el mundo exterior se desmoronaba. Esperé la noche, acostado boca arriba. En el techo, manchas de melancolía sucumbían a las enredaderas que resultaron serpientes y me cayeron encima. En la oscuridad nocturna que invadió mi alma, tuve que levantarme y tropecé con la esperanza de un repentino regreso, la ilusión de su permanencia; mi paso en falso rompió el silencio, que a su vez quedó hecho pedazos y lo barrí hasta el día siguiente.
Hoy, al saberme solo, abandonado y próximamente olvidado por mi concubina cósmica, busqué su entrañable ingenuidad entre los libros y videos que, para proteger del polvo, guardamos en las alacenas, y hallé residuos de sensualidad lozana en lugar de vajilla en la vitrina del comedor, mientras en los cajones que usábamos para revistas y suplementos, cubiertos por los cubiertos, una araña se comía las últimas mordidas que nos dimos. Empuñé un cuchillo verdulero, subí las escaleras alfombradas con pelo de pastor alemán y descuarticé las almohadas en busca de alguna lágrima. Encontré fragmentos de sueños rotos y arrugados en el cesto de la basura y el escusado… ¡Pinche vigilia!
Naomi percibió que yo enloquecía y, en delirante solidaridad, acompañó mi locura con la suya. Una vez serenados, como asunción curativa de nuestra nueva condición, le puse a ella el collar huichol y me puse yo el cuerpo de piel trigueña con la perfección anatómica de Barbarella y la de Salma Hayek en el table dance de la pitón albina que introduce la punta de su cola traviesa entre unas nalgas formidables (con la diferencia de que Tahoma es de mi estatura), y estamos por salir a la playa en busca de un macho hetero para Naomi y una hembra lesbiana para mí. A ver cómo nos va.