Timothy
Cuento de Birgid O´Shaughnessy
Ernesto Tancovich*
Daba de comer a las gallinas cuando oyó ladrar los perros del viejo Edwin. “Alguien viene”, pensó, suspendiendo la tarea, expectante. La mirada ascendió por el camino para clavarse en lo alto de la colina y quedar allí, en espera. A poco surgió tras la arboleda la figura inconfundible de Jones. Años de repartir cartas lo habían hecho uno con la bicicleta. El centauro mecánico, gustaba bromear a veces, para sí, Mrs. Duggan. Pero ahora otro pensamiento la ocupaba. “Carta”, se dijo, en un brinco del corazón. “Carta de Timothy”.
Dejando caer la bolsa de sorgo, corrió al encuentro de Jones. Tras de sí las gallinas se arremolinaron al asalto del forraje. “Por fin”, se repetía, por fin, por fin”, en una especie de jadeo. El cartero se mostró extrañamente circunspecto, dejando que la vista se perdiera en la perspectiva de los campos. Entregó el envío, dio impulso a la bicicleta y emprendió el camino de vuelta.
El sobre ostentaba el escudo circular de la U.S.Army: águila rapaz, barras, estrellas. Ya en la casa, buscó las tijeras y acomodada en la poltrona, conteniendo la ansiedad, lo abrió cuidadosamente. Guardaba encarpetadas las cartas enviadas desde el frente, que cada noche, susurrando en modo de rezo, releía. Con esta serían veintitrés. La desdobló.
Mrs. Florence Duggan
El Comando en Jefe de la 8ª. División de la Infantería de Marina cumple con el deber de informarle que el sargento Timothy Duggan ha caído en defensa de la Patria y la Libertad. Su nombre queda inscripto en el panteón de los héroes de nuestra Nación.
Coronel Randolph J. Estévez
Tras releerla todavía dos veces, llevó la vista a la foto que tenía entronizada sobre la cómoda, tomada el día previo a la partida. De nuevo Timothy sonrió a todo lo ancho de la cara, encantado con su flamante uniforme. “Ah, Timothy, Timothy”, suspiró. Hizo un bollo de la carta, lo acomodó sobre el rescoldo aún vivo de la noche y soplando hizo brotar una llamita que creció hasta hacerse módica hoguera. La miró menguar, extinguirse, y volvió a la poltrona. ”Timothy, mi bebé, ya pasó. Todo está bien”. Correspondió a la sonrisa del retrato, se adormeció. En el sueño sucedieron días agitados, días pacíficos, días oscuros. Despertó cuando el sol se hundía tras la arboleda parda de la colina y las sombras bajaban en alud empujando las gallinas hacia el corral. Pasó la noche en vela, yendo de acá para allá, entretenida en tareas superfluas, acechando la primera luz del día.
Esa mañana los pollitos de la colorada rompieron el cascarón. “Una pena que no esté Timothy. Le alegraría verlos”. Habían nacido seis, tres de los colorados, un par blancos y otro negro, cuando de nuevo Jones se anunció en el portal. El sobre era idéntico al de la víspera y su expresión más sombría. Lo tendió sin palabras y partió. Florence prefirió no abrirlo. Sosteniéndolo con dos dedos le arrimó un fósforo y contempló el avance del fuego, en abanico, devorando nombres y emblema. Antes de que llegara a los dedos soltó el ángulo final, que acabó de consumirse en el piso. “Todo está en orden, Timothy”, musitó, barriendo las cenizas. “No temas, bebé. Mientras tu madre siga aquí, ella no pasará”.
Florence gastaba horas en contemplar los pollitos, inventándose una suerte de oráculo a propósito del número, los colores y las posiciones de las aves. Tres de ellos asomaban las cabezas a través del plumaje de la madre, otros se afanaban por cobijarse y uno de los colorados correteaba por ahí, solitario. “Timothy”, murmuró. Iba a tomarlo para agregarlo a los otros cuando el conocido llamado de Jones la sobresaltó. Traía en la mano otro de aquellos sobres. Ella no hizo ademán de tomarlo. “Jones”, dijo, “nos conocemos desde hace veinte años. Un favor le pido hoy. Llévese de vuelta esa basura. No la traiga más”. Por primera vez en años el cartero se apeó de la bicicleta. “Florence, nada puedo hacer. Usted destruye cada día la carta y ellos lo saben. Se ven obligados a reiterarla. Y yo a traerla. Así funcionan las cosas hoy. No olvide que estamos en guerra. Todo se hace por protocolo”.
La señora Duggan hizo correr la mirada por las colinas que la niebla todavía velaba, la detuvo un instante en el erizado montecito de cipreses tras el cual había desaparecido aquella tarde el transporte militar, la trajo de vuelta, decidida, al rostro del cartero.
“Jones. Lo dispenso de venir aquí cada mañana. Usted, como yo, carga años y no tiene sentido ni utilidad que se esfuerce en las cuestas. En cuanto reciba la maldita carta, quémela. Al diablo con los protocolos. Todo será para bien”.
Desde entonces, cada mañana, el cartero Jones separaba el sobre destinado a Mrs. Florence Duggan y con ademanes ceremoniosos lo convertía en llamas, ceniza y parte del viento.
Así, puntualmente, honrando una vieja amistad, custodiaba la vida de Timothy, el pelirrojo de cara ancha al que había visto crecer en esos veinte años y partir una tarde en voces de despedida, recomendaciones, promesas, revoloteo de pañuelos, sones de claxon, lágrimas y manos tendidas.
Noche tras noche, una vez que las gallinas se han recogido, Mrs. Duggan repasa las veintidós cartas, sonríe a Timothy, susurra un dulces sueños, apaga las luces y, no del todo dormida ni del todo despierta, se tiende a esperar el nuevo día.
La autora
La vida de Birgid O´Shaughnessy (1926-1991), como la de su Florence Duggan, transcurrió en la granja familiar vecina a la población de Shawnee, Oklahoma. Solamente una vez se alejó de allí, en agosto de 1949, cuando su único libro, titulado precisamente Timothy, fue aceptado por la pequeña y fugaz editora Porter & Welty, de Carson City. De aquella edición, un tomo delgado de exigua tirada, que según puede saberse alojaba siete cuentos breves, no se ha recuperado hasta hoy ejemplar alguno. Timothy, la pieza que aquí rescatamos, ha conseguido eludir ese injusto olvido gracias a que en su momento fuera reproducido por el periódico local Shawnee News, acompañado de una semblanza de la entonces joven autora.
En la escritura de Birgid se dan cita las referencias al ambiente rural que ella tan bien conocía, la sombra ominosa de la guerra, proyectada aún sobre los más recónditos y apacibles lugares y una inesperada veta fantástica que sigilosamente estructura todo el relato.
Traducción y nota bibliográfica: Effie Perine
La vida de Birgid O´Shaughnessy (1926-1991), como la de su Florence Duggan, transcurrió en la granja familiar vecina a la población de Shawnee, Oklahoma. Solamente una vez se alejó de allí, en agosto de 1949, cuando su único libro, titulado precisamente Timothy, fue aceptado por la pequeña y fugaz editora Porter & Welty, de Carson City. De aquella edición, un tomo delgado de exigua tirada, que según puede saberse alojaba siete cuentos breves, no se ha recuperado hasta hoy ejemplar alguno. Timothy, la pieza que aquí rescatamos, ha conseguido eludir ese injusto olvido gracias a que en su momento fuera reproducido por el periódico local Shawnee News, acompañado de una semblanza de la entonces joven autora.
En la escritura de Birgid se dan cita las referencias al ambiente rural que ella tan bien conocía, la sombra ominosa de la guerra, proyectada aún sobre los más recónditos y apacibles lugares y una inesperada veta fantástica que sigilosamente estructura todo el relato.
Traducción y nota bibliográfica: Effie Perine
*Ernesto Tancovich (Buenos Aires, 1945) Escribe regularmente desde 2014, por lo tanto autor tardíamente novel y prematuramente póstumo. Algunas distinciones: Finalista y mención Provincia de Córdoba por El niño stalinista (poemario), dos veces Finalista Universidad de Cali por Las playas del tiempo y otros cuentos. Agradecido a las revistas Pedes in Terra, Marabunta, Papeles de la Mancuspia, Nocturnario, Página Salmón, Monociclo, Cuentos para el andén, Nagari, Extrañas noches, Papenfuss, Boca de Sapo, Monolito, Los heraldos negros, Seattle escribe, La astilla en el ojo, Nudo gordiano, Littengineer, Espejo humeante y La gran belleza por la generosa hospitalidad.