Un espectáculo de ensueño
René Ostos
En el cartel, un equilibrista atraviesa la cuerda floja montado en un monociclo. Pedalea con las manos, de cabeza, mientras que con las piernas gira dos aros de metal: “el acto de equilibrismo más sorprendente del planeta, 25 metros de altura, sin red de seguridad, desafiando a la muerte”.
Al poco tiempo de que salió el último payaso de la pista, las luces se apagaron y un redoble de tambores hizo cimbrar el circo. --Damas y caballeros, pequeños y pequeñas, llegó el momento estelar de la noche. Lo que van a ver a continuación es un acto único en el mundo. Sus ojos van a ser testigos de un hecho sorprendente…— Los reflectores se encendieron describiendo bucles en el fondo amarillo y rojo de la carpa, para luego dirigir su luz hacia la entrada principal de la pista. De golpe, entró un hombre alto, delgado y de marcada musculatura. Vestía un traje de gimnasia color plata, adornado con lentejuelas de pies a cabeza y una enorme estrella azul bordada en el pecho. --Con ustedes, el único, el inigualable, el mejor y más grande equilibrista del mundo…
Subió por la escalerilla con la seguridad del que domina el oficio. Al llegar a lo más alto, se paró sobre una pequeña plataforma en cuyo extremo la cuerda floja se suspendía sobre el suelo, formando un puente entre los mástiles principales de la carpa; abrió los brazos dirigiendo una gran sonrisa al público que lo observaba atento desde las sombras, y se inclinó haciendo una caravana mientras recibía una tanda de aplausos. Metió las manos en un bote con polvo de magnesia y se sacudió el exceso de dos palmadas, formando una pequeña nube que se difuminó en el momento. --Para que pueda concentrarse al máximo, se le pide a nuestro apreciable público que guarde absoluto silencio…— Respiró larga y profundamente durante unos segundos. Se persignó, luego tomó el monociclo y los aros que colgaban de un costado de la plataforma. Puso la rueda del aparato sobre la cuerda, acomodó los aros sobre la punta de sus pies y se inclinó sobre el monociclo, colocando su frente sobre el asiento.
El silencio era total, la expectativa y el nerviosismo estaban al máximo; las respiraciones se contenían, los corazones se agitaban. Inesperadamente se escuchó un gruñido entre la penumbra, lo que provocó que el equilibrista, que estuvo a punto de dar la maroma que lo pondría de cabeza, perdiera la concentración. Se irguió nuevamente, llevando sus manos a la cintura; con gesto de desaprobación, miró hacia abajo, respiró profundamente y volvió a colocarse en posición. Pero otra vez el ruido lo interrumpió. Molesto, hizo señas a los reflectores para que apuntaran a la parte del público donde emanaba el impertinente sonido. Y allí, en la parte más alta del palco central, el culpable: un gordo calvo y desaliñado, vestido con un pants gris y una playera blanca a manchas de salsa y chocolate, durmiendo y roncando a pierna suelta, con su enorme cabeza echada hacia atrás y los brazos cruzados sobre el pecho. La reacción del público fue un concierto de carcajadas. La estrella del espectáculo, enojada por la interrupción, hizo señas al sonido. --Apreciable público, damas y caballeros, guarden silencio para que podamos continuar. Y al dormilón del palco central, si quiere dormir, que duerma, pero que no ronque.— El público volvió a estallar en carcajadas. El equilibrista pedía silencio a gritos. Todos los presentes callaron, pero un ronquido más se dejó escuchar y las carcajadas volvieron a retumbar en toda la carpa.
Dos payasos aparecieron en la pista y subieron hasta donde el durmiente roncaba. Uno, armado con una larga pluma de avestruz, comenzó a hacerle cosquillas en la cara y en el cuello; otro, con una diminuta corneta, tocaba una diana de caballería. El gordo manoteaba y hacía gestos con la boca, sin despertar. El público reía hasta las lágrimas. Luego el payaso de la cornetita se puso a imitar al gordo: se sentó a su lado, sacó la panza, infló los cachetes y, mientras que el otro le pasaba la pluma de avestruz por la cara, comenzó a roncar con la corneta y a manotear con una mano. El estrépito del público se hacía cada vez más grande: risas, aplausos, gritos y chiflidos de emoción. El payaso de la pluma sacó un teléfono de juguete y se tomó fotos posando con el gordo durmiente, mientras que el otro le hacía segunda. Aquello resultaba tan bien armado que parecía ser parte del acto.
Preso de ira, pues le estaban robando el número, el equilibrista tomó una cuerda que bajaba hasta el suelo y descendió por ella con la habilidad de un bombero. Levantó del piso un bote de palomitas a medio comer y comenzó a tundir de palomazos al pobre que ni enterado estaba. Al mismo tiempo, los payasos volvieron a desaparecer entre la oscuridad tan furtivamente como habían entrado.
Nada despertaba al gordo, ni las risas, ni los gritos, las burlas, la pluma, las dianas militares o la lluvia de palomitas. Nada. Pero la mala suerte dispuso que una palomita entrara por su boca entreabierta y se atorara en su gaznate.
El flujo de aire se detuvo y cesaron los ronquidos. Rápidamente el rostro chapeado del gordo comenzó a tornarse azul. Manoteó con desesperación, abrió los ojos y se incorporó. Tosió varias veces hasta liberar su garganta. Jadeante, bañado en lágrimas y sudor, carraspeó con fuerza y le dio un trago a su refresco. Se sacudió sobre el sofá las palomitas que tenía encima, apagó la televisión y se volvió a dormir.
Al poco tiempo de que salió el último payaso de la pista, las luces se apagaron y un redoble de tambores hizo cimbrar el circo. --Damas y caballeros, pequeños y pequeñas, llegó el momento estelar de la noche. Lo que van a ver a continuación es un acto único en el mundo. Sus ojos van a ser testigos de un hecho sorprendente…— Los reflectores se encendieron describiendo bucles en el fondo amarillo y rojo de la carpa, para luego dirigir su luz hacia la entrada principal de la pista. De golpe, entró un hombre alto, delgado y de marcada musculatura. Vestía un traje de gimnasia color plata, adornado con lentejuelas de pies a cabeza y una enorme estrella azul bordada en el pecho. --Con ustedes, el único, el inigualable, el mejor y más grande equilibrista del mundo…
Subió por la escalerilla con la seguridad del que domina el oficio. Al llegar a lo más alto, se paró sobre una pequeña plataforma en cuyo extremo la cuerda floja se suspendía sobre el suelo, formando un puente entre los mástiles principales de la carpa; abrió los brazos dirigiendo una gran sonrisa al público que lo observaba atento desde las sombras, y se inclinó haciendo una caravana mientras recibía una tanda de aplausos. Metió las manos en un bote con polvo de magnesia y se sacudió el exceso de dos palmadas, formando una pequeña nube que se difuminó en el momento. --Para que pueda concentrarse al máximo, se le pide a nuestro apreciable público que guarde absoluto silencio…— Respiró larga y profundamente durante unos segundos. Se persignó, luego tomó el monociclo y los aros que colgaban de un costado de la plataforma. Puso la rueda del aparato sobre la cuerda, acomodó los aros sobre la punta de sus pies y se inclinó sobre el monociclo, colocando su frente sobre el asiento.
El silencio era total, la expectativa y el nerviosismo estaban al máximo; las respiraciones se contenían, los corazones se agitaban. Inesperadamente se escuchó un gruñido entre la penumbra, lo que provocó que el equilibrista, que estuvo a punto de dar la maroma que lo pondría de cabeza, perdiera la concentración. Se irguió nuevamente, llevando sus manos a la cintura; con gesto de desaprobación, miró hacia abajo, respiró profundamente y volvió a colocarse en posición. Pero otra vez el ruido lo interrumpió. Molesto, hizo señas a los reflectores para que apuntaran a la parte del público donde emanaba el impertinente sonido. Y allí, en la parte más alta del palco central, el culpable: un gordo calvo y desaliñado, vestido con un pants gris y una playera blanca a manchas de salsa y chocolate, durmiendo y roncando a pierna suelta, con su enorme cabeza echada hacia atrás y los brazos cruzados sobre el pecho. La reacción del público fue un concierto de carcajadas. La estrella del espectáculo, enojada por la interrupción, hizo señas al sonido. --Apreciable público, damas y caballeros, guarden silencio para que podamos continuar. Y al dormilón del palco central, si quiere dormir, que duerma, pero que no ronque.— El público volvió a estallar en carcajadas. El equilibrista pedía silencio a gritos. Todos los presentes callaron, pero un ronquido más se dejó escuchar y las carcajadas volvieron a retumbar en toda la carpa.
Dos payasos aparecieron en la pista y subieron hasta donde el durmiente roncaba. Uno, armado con una larga pluma de avestruz, comenzó a hacerle cosquillas en la cara y en el cuello; otro, con una diminuta corneta, tocaba una diana de caballería. El gordo manoteaba y hacía gestos con la boca, sin despertar. El público reía hasta las lágrimas. Luego el payaso de la cornetita se puso a imitar al gordo: se sentó a su lado, sacó la panza, infló los cachetes y, mientras que el otro le pasaba la pluma de avestruz por la cara, comenzó a roncar con la corneta y a manotear con una mano. El estrépito del público se hacía cada vez más grande: risas, aplausos, gritos y chiflidos de emoción. El payaso de la pluma sacó un teléfono de juguete y se tomó fotos posando con el gordo durmiente, mientras que el otro le hacía segunda. Aquello resultaba tan bien armado que parecía ser parte del acto.
Preso de ira, pues le estaban robando el número, el equilibrista tomó una cuerda que bajaba hasta el suelo y descendió por ella con la habilidad de un bombero. Levantó del piso un bote de palomitas a medio comer y comenzó a tundir de palomazos al pobre que ni enterado estaba. Al mismo tiempo, los payasos volvieron a desaparecer entre la oscuridad tan furtivamente como habían entrado.
Nada despertaba al gordo, ni las risas, ni los gritos, las burlas, la pluma, las dianas militares o la lluvia de palomitas. Nada. Pero la mala suerte dispuso que una palomita entrara por su boca entreabierta y se atorara en su gaznate.
El flujo de aire se detuvo y cesaron los ronquidos. Rápidamente el rostro chapeado del gordo comenzó a tornarse azul. Manoteó con desesperación, abrió los ojos y se incorporó. Tosió varias veces hasta liberar su garganta. Jadeante, bañado en lágrimas y sudor, carraspeó con fuerza y le dio un trago a su refresco. Se sacudió sobre el sofá las palomitas que tenía encima, apagó la televisión y se volvió a dormir.