Un grito en la pared
Araceli Rodríguez
Los clientes fijaban la mirada en el anuncio que todavía cuelga de unos clavos, los seducía el sabor de las palabras, que habitaba en su piel de lona. Una mujer, con labios de salsa roja a punto de estallar, le dedicaba siempre sus miradas. Desde el primer día, como un grito en la pared, anunciaba que las manos que ahí amasan conocen el modelo a seguir para hacer, a la perfección, el contorno de una gordita o la bien delineada curva de una grasienta quesadilla menguante. Antes los rubores se apoderaban de él cada vez que alguien se acercaba a leerlo, y más cuando le ensartaban unos ojos insaciables. Sin su presencia, ni las mesas con manteles a cuadros, ni el naranja aferrado en el interior del local, podían retener al cliente y sentarlo en una silla de madera. La voz del anuncio, atrapada en su cuerpo de lona, y sus letras de molde vestidas de ocre lo hacen elegante entre tanto líquido dorado que brinca a fuego lento.
Se cree indispensable, pero no lo es, el tiempo se ha encargado de estropear lo que con maquillaje ya no se oculta. Pareciera que se desprende una parte de él cada vez que un comensal pide algo de lo que lleva escrito. Como si le arrancaran una hebra en sentido contrario, grita en silencio.
De ser un anuncio vivaz, pasó a ser irritante al ojo humano. Y es que ya nadie le dedica una mirada. Ni cuenta se dan que el viento lo jala, como si quisiera llevárselo para abandonarlo a media calle. Permanecer en el mismo sitio, le agrietó el cuerpo. El viento lo lastima, haciéndolo padecer bastantes caídas, y se le ve triste, igual que el saco de un indigente. Sus letras lloran, se derraman como rímel.
En los últimos días, lo vistieron con parches de cartón para avisar nuevos precios abusivos, situación que lo afea más.
Hoy los clientes ya no fijan la mirada en el anuncio que cuelga, tampoco los seduce el sabor de las palabras que habita en su piel de lona, ni la mujer con labios de salsa roja lo mira. Al rey cansado lo quitarán mañana de la pared; lo ayudarán a bajar para colocarlo sobre una repisa, donde San Martín Caballero vela por el negocio de garnachas.
Se cree indispensable, pero no lo es, el tiempo se ha encargado de estropear lo que con maquillaje ya no se oculta. Pareciera que se desprende una parte de él cada vez que un comensal pide algo de lo que lleva escrito. Como si le arrancaran una hebra en sentido contrario, grita en silencio.
De ser un anuncio vivaz, pasó a ser irritante al ojo humano. Y es que ya nadie le dedica una mirada. Ni cuenta se dan que el viento lo jala, como si quisiera llevárselo para abandonarlo a media calle. Permanecer en el mismo sitio, le agrietó el cuerpo. El viento lo lastima, haciéndolo padecer bastantes caídas, y se le ve triste, igual que el saco de un indigente. Sus letras lloran, se derraman como rímel.
En los últimos días, lo vistieron con parches de cartón para avisar nuevos precios abusivos, situación que lo afea más.
Hoy los clientes ya no fijan la mirada en el anuncio que cuelga, tampoco los seduce el sabor de las palabras que habita en su piel de lona, ni la mujer con labios de salsa roja lo mira. Al rey cansado lo quitarán mañana de la pared; lo ayudarán a bajar para colocarlo sobre una repisa, donde San Martín Caballero vela por el negocio de garnachas.