Veintisiete líneas
Adriana Arias González
Con mano temblorosa escribía el mensaje. Sus largos y delgados dedos se deslizaban por el teclado del teléfono. Una palabra, luego otra. Su corazón latía tan rápido que le provocaba dolor en el pecho. El semáforo cambió. Lucía se detuvo.
Aprovechó para leer una a una cada oración. No es que fuera buena escribiendo, pero ese mensaje en especial debía ser preciso. Era la primera vez que haría algo así. Por timidez, ella jamás habló a ningún chico de sus sentimientos, los guardaba y esperaba olvidarlos con el tiempo. Pero, esta vez, no sería así; en verdad creía haberse enamorado y él debía saberlo.
Ulises la trataba diferente. Bueno, no. En realidad, la trataba igual que a las otras compañeras de la tienda y hasta le cargaba más la mano. Pero a ella no le importaba. Por el contrario disfrutaba tenerlo cerca, sentir que él rozara su mano o su brazo por casualidad. Para ella, era una caricia. Una vez, Lucía estuvo a punto de decir a Ulises que lo amaba.
Lo imaginé muchas veces “Ulises te amo” esas eran las palabras exactas. Así de simple, pensaba decírselo cuando estuviéramos solos. Pero se lo dije mientras él atendía a una clienta o al menos eso intenté, porque de mi boca salieron palabras sueltas “Ulises… tú… siento…me… me…”. Con cada palabra que intentaba decir mi rostro se incendiaba. Sudaba y una especie de nudo en la garganta no me dejaba respirar; todo mi cuerpo temblaba. Él, mis compañeras y hasta las clientas se rieron. Los siguientes días evité encontrarme con Ulises, pero era imposible. En una ocasión mientras acomodaba el aparador me tomó por la cintura e intentó hacerme bailar y yo lo alejé. A Ulises no le molestó mi actitud. A mí no me gusta bailar, me da pena que toquen mi cuerpo. Soy tan delgada que mis pantalones resbalan de mis caderas, no soy atractiva. Ulises no es como Vicente, mi vecino, él también me gustaba. Pero nunca me dirigió la palabra ni siquiera un saludo. Ulises en cambio fue el primero en hablarme cuando entré a la tienda. Eso me hizo sentir especial. Mis compañeras son bonitas, alegres y todas se llevan bien con él. A veces las chicas organizan fiestas, a mí no me invitan, dicen que soy muy seria y que seguro me aburriría con ellos. Tienen razón. Con Ulises sí saldría. Me gusta su voz, es grave y siempre habla fuerte. Una vez me susurró al oído y sentí una pequeña corriente recorrer mi cuerpo y causar en mí una sensación que nunca había sentido.
La luz en preventivo la hizo volver a concentrarse en la pequeña pantalla del celular. En cuanto tuvo el paso, ambas manos se aferraron al teléfono. Las yemas de sus dedos se ponían ligeramente blancas con la presión que hacía en el teclado. Continuó escribiendo.
Pasó junto a un auto y, aunque se sabía poco agraciada, su vanidad de mujer la obligó a detenerse por unos segundos para contemplarse. Se observó. Se vio delgada, su cabello estaba opaco y despeinado; era tan simple que se avergonzó por tener un sentimiento amoroso. Sin embargo, Lucía se dio valor y continuó escribiendo. Ella se desahogaba con cada palabra que aparecía en la pantalla.
Un mosaico de emociones se encontraba reunido en su pecho. Comenzó a sudar. Sus pasos lentos, provocaban desesperación entre las personas que debían detenerse en cuanto notaban la pasividad con que Lucía caminaba. Algunos decidían bajar de la banqueta, mientras que otros, simplemente la empujaban.
Ya no revisaba la ortografía y escribía sólo por impulso, para liberarse. Levantó la mirada cuando notó que estaba a poca distancia del metro, sólo debía subir el puente para abordarlo. Apresuró el paso, su corazón latía con más fuerza. Desde arriba observó cuando llegó el transporte al andén.
Debía terminar y escribió las últimas palabras; ésas que no dejarían duda en Ulises de que ella lo amaba. Revisó rápidamente el mensaje. Contó. Eran veintisiete líneas, sin puntos ni comas. Se detuvo justo a la mitad del puente.
Sólo le faltaba apretar una tecla; tardó unos segundos antes de decidirse. Unas gotas de sudor aparecieron en su frente y tenía la boca seca. Con mano temblorosa apretó “enviar.” Un sobre apareció en la pantalla. En cuanto Lucía vio que el mensaje no terminaba de mandarse surgió en ella una especie de angustia y desesperación. “Si se lo muestra a las chicas… se burlarán de mí. Cómo lo podré ver a los ojos sin que sienta que me ve con lástima. Estúpida” Tenía el rostro pálido, sus labios blancos; estaba a punto de llorar. Quiso anularlo, pero el sudor en sus manos hizo que el celular resbalara. Ella manoteó. Al intentar agarrarlo Lucía se acercó al barandal y cayó.
Se escuchó un golpe seco, seguido de unos gritos.
Minutos después, las sirenas de las patrullas y la ambulancia comenzaron a oírse. Un paramédico se acercó a Lucía, y notó cerca de ella el celular. Lo observó y vio en él la leyenda “Saldo insuficiente. El mensaje no ha podido enviarse.”
Aprovechó para leer una a una cada oración. No es que fuera buena escribiendo, pero ese mensaje en especial debía ser preciso. Era la primera vez que haría algo así. Por timidez, ella jamás habló a ningún chico de sus sentimientos, los guardaba y esperaba olvidarlos con el tiempo. Pero, esta vez, no sería así; en verdad creía haberse enamorado y él debía saberlo.
Ulises la trataba diferente. Bueno, no. En realidad, la trataba igual que a las otras compañeras de la tienda y hasta le cargaba más la mano. Pero a ella no le importaba. Por el contrario disfrutaba tenerlo cerca, sentir que él rozara su mano o su brazo por casualidad. Para ella, era una caricia. Una vez, Lucía estuvo a punto de decir a Ulises que lo amaba.
Lo imaginé muchas veces “Ulises te amo” esas eran las palabras exactas. Así de simple, pensaba decírselo cuando estuviéramos solos. Pero se lo dije mientras él atendía a una clienta o al menos eso intenté, porque de mi boca salieron palabras sueltas “Ulises… tú… siento…me… me…”. Con cada palabra que intentaba decir mi rostro se incendiaba. Sudaba y una especie de nudo en la garganta no me dejaba respirar; todo mi cuerpo temblaba. Él, mis compañeras y hasta las clientas se rieron. Los siguientes días evité encontrarme con Ulises, pero era imposible. En una ocasión mientras acomodaba el aparador me tomó por la cintura e intentó hacerme bailar y yo lo alejé. A Ulises no le molestó mi actitud. A mí no me gusta bailar, me da pena que toquen mi cuerpo. Soy tan delgada que mis pantalones resbalan de mis caderas, no soy atractiva. Ulises no es como Vicente, mi vecino, él también me gustaba. Pero nunca me dirigió la palabra ni siquiera un saludo. Ulises en cambio fue el primero en hablarme cuando entré a la tienda. Eso me hizo sentir especial. Mis compañeras son bonitas, alegres y todas se llevan bien con él. A veces las chicas organizan fiestas, a mí no me invitan, dicen que soy muy seria y que seguro me aburriría con ellos. Tienen razón. Con Ulises sí saldría. Me gusta su voz, es grave y siempre habla fuerte. Una vez me susurró al oído y sentí una pequeña corriente recorrer mi cuerpo y causar en mí una sensación que nunca había sentido.
La luz en preventivo la hizo volver a concentrarse en la pequeña pantalla del celular. En cuanto tuvo el paso, ambas manos se aferraron al teléfono. Las yemas de sus dedos se ponían ligeramente blancas con la presión que hacía en el teclado. Continuó escribiendo.
Pasó junto a un auto y, aunque se sabía poco agraciada, su vanidad de mujer la obligó a detenerse por unos segundos para contemplarse. Se observó. Se vio delgada, su cabello estaba opaco y despeinado; era tan simple que se avergonzó por tener un sentimiento amoroso. Sin embargo, Lucía se dio valor y continuó escribiendo. Ella se desahogaba con cada palabra que aparecía en la pantalla.
Un mosaico de emociones se encontraba reunido en su pecho. Comenzó a sudar. Sus pasos lentos, provocaban desesperación entre las personas que debían detenerse en cuanto notaban la pasividad con que Lucía caminaba. Algunos decidían bajar de la banqueta, mientras que otros, simplemente la empujaban.
Ya no revisaba la ortografía y escribía sólo por impulso, para liberarse. Levantó la mirada cuando notó que estaba a poca distancia del metro, sólo debía subir el puente para abordarlo. Apresuró el paso, su corazón latía con más fuerza. Desde arriba observó cuando llegó el transporte al andén.
Debía terminar y escribió las últimas palabras; ésas que no dejarían duda en Ulises de que ella lo amaba. Revisó rápidamente el mensaje. Contó. Eran veintisiete líneas, sin puntos ni comas. Se detuvo justo a la mitad del puente.
Sólo le faltaba apretar una tecla; tardó unos segundos antes de decidirse. Unas gotas de sudor aparecieron en su frente y tenía la boca seca. Con mano temblorosa apretó “enviar.” Un sobre apareció en la pantalla. En cuanto Lucía vio que el mensaje no terminaba de mandarse surgió en ella una especie de angustia y desesperación. “Si se lo muestra a las chicas… se burlarán de mí. Cómo lo podré ver a los ojos sin que sienta que me ve con lástima. Estúpida” Tenía el rostro pálido, sus labios blancos; estaba a punto de llorar. Quiso anularlo, pero el sudor en sus manos hizo que el celular resbalara. Ella manoteó. Al intentar agarrarlo Lucía se acercó al barandal y cayó.
Se escuchó un golpe seco, seguido de unos gritos.
Minutos después, las sirenas de las patrullas y la ambulancia comenzaron a oírse. Un paramédico se acercó a Lucía, y notó cerca de ella el celular. Lo observó y vio en él la leyenda “Saldo insuficiente. El mensaje no ha podido enviarse.”