A los setenta y cinco
Omar Delgado
(Fragmento de la novela inédita Siempre precios bajos)
A pesar de que la madrugada te cala en los huesos, sales a la calle.
Decides no ir por este día a cubrir tu turno como empacador en las cajas del supermercado. Sabes que, con todo lo que había pasado el día anterior, es mejor no aparecerte. Te duele, pues en los días que anteceden al fin de año las ganancias del negocio son más jugosas que de costumbre. Los clientes que llevan sus carritos rebosantes de compra en estas épocas traen los bolsillos colmados de aguinaldo y los oídos resonando de frases ridículas del tipo “Regale afecto, no lo compre”, “Abra su corazón esta navidad”, ”Sea un Santa Claus con quien menos tiene”… Es por estos días que los dos o cinco pesos que acostumbran darte por acomodar sus víveres dentro de las bolsas se convierten en diez o veinte pesos que al final de la jornada ya suman unos ochocientos o mil pesos… Bonita cifra para un septuagenario como tú.
Y por supuesto, está el otro negocio, el que en verdad te interesa.
Toses al tiempo que te frotas las manos; por todos lados se escuchan los cohetes con los que los guadalupanos saludan a su patrona. La avenida Jalisco está manchada de charcos que dejó la tormenta de ayer, charcos sucios, con basura flotándoles en la superficie; charcos polícromos por los aceites que los camiones y autos segregan a su paso. Tienes cuidado de no pisarlos, pues una caída en el asfalto haría que tu cadera recordara la vieja fractura. Te ayudas con tu bastón de palofierro y llegas a Avenida Revolución.
Para paliar las pérdidas económicas de ese día, optas por ir a la Basílica de Guadalupe. Por todos lados caminan grupos de fieles con sus imágenes en las manos y con sus buches de rezos en las bocas. Mientras esperas, una pick up adornada de flores y llena de gente se detiene.
—Súbase, abuelito— te dice el chofer—, hay lugar allá en la caja.
—Dios te bendiga, hijo —le contestas con la mejor de tus sonrisas. Mugrosos macuarros, piensas mientras dos de los feligreses te ayudan a subir a la parte posterior del vehículo. Cantas con ellos alabanzas a la morenita mientras te preguntas los días que llevarán sin bañarse. Llegando al santuario, te les pierdes entre la multitud. Los petardos chiflan a tu lado sólo para morir en un estruendo al chocar con el cielo. Escuchas a los miles de fieles entonar “Las Mañanitas” como si compartieran una sola garganta; pasas al lado de los concheros que con sus giros y cascabeles telegrafían mensajes al paraíso. Imbéciles, piensas cuando los ves con sus trajes erizados de plumas de quetzal y águila y su actitud de herederos del imperio mexica. Mientras caminas entre la multitud, le aplicas el dos de bastos a todo el que se deja al tiempo que entonas con fervor los himnos guadalupanos “Y en el cielo una hermosa mañana”. Uno de los que acabas de robar se toca la bolsa del pantalón, se vuelve furioso, te observa. “Y en el cielo una hermosa mañana…”, Te ve tan anciano y tan devoto que no sospecha de ti. “La guadalupana, la guadalupana…”. Recoges un monedero hinchado de billetes. Intuyes que la dueña los pensaba dar como limosna al santuario y te alegras de que todo ese dinero haya quedado en mejores manos. Te topas de frente con una imagen de la virgen de cuerpo entero; quedas por unos segundos frente a ella, admiras sus facciones aindiadas y su actitud rebosante de piedad. Te preguntas cual sería su expresión si estuviera desnuda y con una gran verga metida en el culo. La risa contenida hace que se te salga una lágrima que una anciana rezandera toma como síntoma de devoción. “Es hermosa nuestra madrecita ¿Verdad?” Te dice mientras te toca el brazo. No le respondes, sigues caminando entre la multitud, cosechas algunas ganancias más.
Regresas a Tacubaya ya entrada la noche. Llevas los bolsillos repletos. Convenientemente, has tirado las carteras y monederos en una alcantarilla cercana. La expedición al santuario te ha regresado la confianza. Luego de desafiar a la madre Tonantzin en su propia casa estás seguro que la suerte te sigue cubriendo con sus alas de murciélago y que todo se olvidará conforme pasen los días. Decides retar un poco al destino. Te diriges a los Almacenes Titán.
Bajas por la rampa del estacionamiento, apoyándote en tu bastón, cuidando de que las suelas de tus zapatos no resbalen. El vigilante, como siempre, aún no ha bajado la cortina. Lo conoces demasiado bien: a estas horas está gozando su sueño de noventa y seis grados de alcohol. Caminas por entre los automóviles, escuchas un ruido, te detienes con los sentidos alerta. Te han contado que, de cuando en cuando, los vagos que pernoctan en la iglesia cercana vienen a atracar a los desprevenidos. Su modo de operación es el mismo: se agazapan entre los coches y, cuando algún incauto pasa junto a ellos le toman los tobillos para hacerlo caer. Así, ya indefenso, en el piso, lo tunden a patadas mientras le extraen con mano experta el celular y la cartera.
Sin embargo, contigo será más difícil. Aunque viejo y con las caderas descuadradas, sabes utilizar el bastón de palofierro con cruel precisión. Casi les murmuras que vengan, que te reten, que te permitan quebrarles el cráneo a palazos. Blandes tu arma, te preparas. Una rata sale de entre las llantas y se escabulle. Te relajas.
Caminas junto a las rampas de descenso, por las que los clientes bajan la compra a sus automóviles. Escuchas un ruido y ves hacia arriba. Los cochecitos de compra están en la parte superior, metidos uno dentro de otro hasta formar convoys de diez o doce piezas.
Al lado de las rampas se encuentra el área de casilleros del personal. Llegas al tuyo, abres el candado de combinación y sacas la botella de dos litros de tequila que guardas para las ocasiones especiales. La destapas y le das un trago prolongado, jugueteas con el buche de licor en tu boca antes de deslizarlo por la garganta. El calorcillo que te nace en el estómago te invade las piernas y se te anida en el glande. Piensas en las prostitutas que rondan Parque Vía. Esta noche cena Francisco Gabilondo, piensas con alegría. Cierras tu casillero y pasas de nueva cuenta junto a la rampa. Escuchas un rodar metálico. Alguien ha empujado una de las hileras de carritos, misma que viene directo hacia ti. No tienes tiempo de reaccionar, te golpea de lleno en la cadera, arrojándote sobre la pared con el fémur zafado. El dolor es tan intenso que te nubla la vista. Escuchas unos pasos que se acercan. Cegado, intentas arrastrarte a la caseta de vigilancia. Sientes que te cae un líquido, que te empapa el cabello y la ropa. No es agua. Te abrasa la piel como queriéndose meter dentro. Conoces el olor: es gasolina. Alzas la vista y observas al muchacho.
—Sabía que iba a venir, viejo culero —te dice. No le contestas, lo que hace que te de una patada — ¿Qué le hizo a Mariana, pinche puerco? ¿Qué le hizo?
Comprendes todo. Sabes que jamás saldrás de este estacionamiento con vida, que Francisco Gabilondo no cenará ni esta ni ninguna otra noche, que tu pobreza de mierda y tu soledad están por terminar. Mascas una carcajada que te sabe amargo.
—¿Qué le hice? —le contestas a Uriel—, pues lo que cualquier hombre le hace a una mujer, chavito. Cuando crezcas, sabrás de lo que te hablo.
Decides no ir por este día a cubrir tu turno como empacador en las cajas del supermercado. Sabes que, con todo lo que había pasado el día anterior, es mejor no aparecerte. Te duele, pues en los días que anteceden al fin de año las ganancias del negocio son más jugosas que de costumbre. Los clientes que llevan sus carritos rebosantes de compra en estas épocas traen los bolsillos colmados de aguinaldo y los oídos resonando de frases ridículas del tipo “Regale afecto, no lo compre”, “Abra su corazón esta navidad”, ”Sea un Santa Claus con quien menos tiene”… Es por estos días que los dos o cinco pesos que acostumbran darte por acomodar sus víveres dentro de las bolsas se convierten en diez o veinte pesos que al final de la jornada ya suman unos ochocientos o mil pesos… Bonita cifra para un septuagenario como tú.
Y por supuesto, está el otro negocio, el que en verdad te interesa.
Toses al tiempo que te frotas las manos; por todos lados se escuchan los cohetes con los que los guadalupanos saludan a su patrona. La avenida Jalisco está manchada de charcos que dejó la tormenta de ayer, charcos sucios, con basura flotándoles en la superficie; charcos polícromos por los aceites que los camiones y autos segregan a su paso. Tienes cuidado de no pisarlos, pues una caída en el asfalto haría que tu cadera recordara la vieja fractura. Te ayudas con tu bastón de palofierro y llegas a Avenida Revolución.
Para paliar las pérdidas económicas de ese día, optas por ir a la Basílica de Guadalupe. Por todos lados caminan grupos de fieles con sus imágenes en las manos y con sus buches de rezos en las bocas. Mientras esperas, una pick up adornada de flores y llena de gente se detiene.
—Súbase, abuelito— te dice el chofer—, hay lugar allá en la caja.
—Dios te bendiga, hijo —le contestas con la mejor de tus sonrisas. Mugrosos macuarros, piensas mientras dos de los feligreses te ayudan a subir a la parte posterior del vehículo. Cantas con ellos alabanzas a la morenita mientras te preguntas los días que llevarán sin bañarse. Llegando al santuario, te les pierdes entre la multitud. Los petardos chiflan a tu lado sólo para morir en un estruendo al chocar con el cielo. Escuchas a los miles de fieles entonar “Las Mañanitas” como si compartieran una sola garganta; pasas al lado de los concheros que con sus giros y cascabeles telegrafían mensajes al paraíso. Imbéciles, piensas cuando los ves con sus trajes erizados de plumas de quetzal y águila y su actitud de herederos del imperio mexica. Mientras caminas entre la multitud, le aplicas el dos de bastos a todo el que se deja al tiempo que entonas con fervor los himnos guadalupanos “Y en el cielo una hermosa mañana”. Uno de los que acabas de robar se toca la bolsa del pantalón, se vuelve furioso, te observa. “Y en el cielo una hermosa mañana…”, Te ve tan anciano y tan devoto que no sospecha de ti. “La guadalupana, la guadalupana…”. Recoges un monedero hinchado de billetes. Intuyes que la dueña los pensaba dar como limosna al santuario y te alegras de que todo ese dinero haya quedado en mejores manos. Te topas de frente con una imagen de la virgen de cuerpo entero; quedas por unos segundos frente a ella, admiras sus facciones aindiadas y su actitud rebosante de piedad. Te preguntas cual sería su expresión si estuviera desnuda y con una gran verga metida en el culo. La risa contenida hace que se te salga una lágrima que una anciana rezandera toma como síntoma de devoción. “Es hermosa nuestra madrecita ¿Verdad?” Te dice mientras te toca el brazo. No le respondes, sigues caminando entre la multitud, cosechas algunas ganancias más.
Regresas a Tacubaya ya entrada la noche. Llevas los bolsillos repletos. Convenientemente, has tirado las carteras y monederos en una alcantarilla cercana. La expedición al santuario te ha regresado la confianza. Luego de desafiar a la madre Tonantzin en su propia casa estás seguro que la suerte te sigue cubriendo con sus alas de murciélago y que todo se olvidará conforme pasen los días. Decides retar un poco al destino. Te diriges a los Almacenes Titán.
Bajas por la rampa del estacionamiento, apoyándote en tu bastón, cuidando de que las suelas de tus zapatos no resbalen. El vigilante, como siempre, aún no ha bajado la cortina. Lo conoces demasiado bien: a estas horas está gozando su sueño de noventa y seis grados de alcohol. Caminas por entre los automóviles, escuchas un ruido, te detienes con los sentidos alerta. Te han contado que, de cuando en cuando, los vagos que pernoctan en la iglesia cercana vienen a atracar a los desprevenidos. Su modo de operación es el mismo: se agazapan entre los coches y, cuando algún incauto pasa junto a ellos le toman los tobillos para hacerlo caer. Así, ya indefenso, en el piso, lo tunden a patadas mientras le extraen con mano experta el celular y la cartera.
Sin embargo, contigo será más difícil. Aunque viejo y con las caderas descuadradas, sabes utilizar el bastón de palofierro con cruel precisión. Casi les murmuras que vengan, que te reten, que te permitan quebrarles el cráneo a palazos. Blandes tu arma, te preparas. Una rata sale de entre las llantas y se escabulle. Te relajas.
Caminas junto a las rampas de descenso, por las que los clientes bajan la compra a sus automóviles. Escuchas un ruido y ves hacia arriba. Los cochecitos de compra están en la parte superior, metidos uno dentro de otro hasta formar convoys de diez o doce piezas.
Al lado de las rampas se encuentra el área de casilleros del personal. Llegas al tuyo, abres el candado de combinación y sacas la botella de dos litros de tequila que guardas para las ocasiones especiales. La destapas y le das un trago prolongado, jugueteas con el buche de licor en tu boca antes de deslizarlo por la garganta. El calorcillo que te nace en el estómago te invade las piernas y se te anida en el glande. Piensas en las prostitutas que rondan Parque Vía. Esta noche cena Francisco Gabilondo, piensas con alegría. Cierras tu casillero y pasas de nueva cuenta junto a la rampa. Escuchas un rodar metálico. Alguien ha empujado una de las hileras de carritos, misma que viene directo hacia ti. No tienes tiempo de reaccionar, te golpea de lleno en la cadera, arrojándote sobre la pared con el fémur zafado. El dolor es tan intenso que te nubla la vista. Escuchas unos pasos que se acercan. Cegado, intentas arrastrarte a la caseta de vigilancia. Sientes que te cae un líquido, que te empapa el cabello y la ropa. No es agua. Te abrasa la piel como queriéndose meter dentro. Conoces el olor: es gasolina. Alzas la vista y observas al muchacho.
—Sabía que iba a venir, viejo culero —te dice. No le contestas, lo que hace que te de una patada — ¿Qué le hizo a Mariana, pinche puerco? ¿Qué le hizo?
Comprendes todo. Sabes que jamás saldrás de este estacionamiento con vida, que Francisco Gabilondo no cenará ni esta ni ninguna otra noche, que tu pobreza de mierda y tu soledad están por terminar. Mascas una carcajada que te sabe amargo.
—¿Qué le hice? —le contestas a Uriel—, pues lo que cualquier hombre le hace a una mujer, chavito. Cuando crezcas, sabrás de lo que te hablo.