Al final del tunel
Albino Monterrubio*
Respecto al momento en que entré por la boca del túnel, la verdad es que no tengo recuerdos, ni siquiera una opinión formada. De cómo llegué allí, y de lo que había antes de la oscuridad, sí. Aunque parezca que hayan pasado varios siglos y las imágenes me lleguen veladas por jirones de niebla.
Todo empezó mientras caminaba despreocupado por un sendero que se abría paso entre un espeso bosque. Era una senda acogedora y risueña, en la que las frondosas ramas de los árboles que crecían a sus flancos me protegían de los rayos del sol. De vez en cuando, me cruzaba con gente, y nos parábamos a departir amigablemente acerca de las vicisitudes del camino, el tiempo o los quehaceres cotidianos. En otras ocasiones, me detenía a oler una flor o acariciar la hierba, que se ofrecía al tacto suave y fresca.
Sin que apenas me percatase, los grandes árboles dieron paso a otros más chaparros, que terminaron convirtiéndose en dispersos matorrales raquíticos de aspecto enfermizo y frágil. La humedad, que rebosaba del musgo crecido sobre las piedras y hacía cantar al agua que corría por las cunetas, fue sustituida a medida que avanzaba por la sequedad de la tierra parda. El paisaje mutó del verde al ocre, y del ocre al amarillo. A pesar del cambio tan pronunciado, no reparé en ello, pues iba ensimismado en mis pensamientos.
Pasó un tiempo ―desconozco cuánto― y yo seguía caminando, aunque cada vez más despacio. No se veía a nadie. La fatiga me atenazaba las piernas. Paré y contemplé la escena a mi alrededor. Aquel fue el primer instante en el que percibí que algo no marchaba bien. Me senté encima de una piedra y extendí la mano para tocar la arena, que me raspó con la dureza del pedernal. Miré hacia atrás con la idea de desandar lo recorrido, pero la vista ―que se extendía hasta un horizonte infinito― solo ofrecía a los ojos la imagen monótona de la planicie, yerma y seca. Quería volver al bosque, a pesar de que no me quedaban fuerzas y no tenía clara la ruta. Así que continué.
Como un autómata privado de libertad e impelido a moverse hacia adelante por una voluntad superior, avancé por aquel terreno. Un par de veces me crucé con personas que ―ensimismadas y con la mirada clavada en el suelo― se aproximaban en dirección contraria. No me atreví a detenerlas, pues me avergonzaba preguntar por el camino de vuelta o pedir aclaraciones sobre mi ubicación. Estaba seguro de que no me entenderían.
Anochecía, y la luminosidad que irradiaba una luna desproporcionada y enferma me recordó a la de una bombilla desnuda en un sótano. Fue entonces cuando debí entrar en el túnel, si bien ―como dije antes― no tengo claro el instante exacto. Supongo que no me creerán, ¡parece tan fantástico! Imagínenselo: sin previo aviso cualquier atisbo de luz desaparece y las tinieblas te envuelven. Desorientado, tanteas en vano y no encuentras referencias. El pánico te invade y respiras con dificultad. El ahogo se torna en desesperación, necesitas ayuda aunque ignoras dónde encontrarla. Es tal la angustia, que las lágrimas fluyen y empiezan a rodar por las mejillas. Quieres gritar, pero ni siquiera tienes fuerza, y lo único que sale de la boca es el jadeo sordo de un moribundo.
Aun así, avancé. ¿Qué alternativa tenía? Una idea obsesiva empezó a retumbar en mi cabeza: ¿Existirá una salida? A veces notaba cómo la trayectoria se hundía cada vez más en la tierra, y la esperanza de volver a ver la luz se hacía remota. Otras, por el contrario, el trazado tomaba una dirección ascendente, y recuperaba la ilusión de encontrar una escapatoria.
Pronto me percaté de que no estaba solo. Amortiguados por la distancia, o quizá por algún extraño elemento del ambiente que no podía discernir, me llegaban retazos entrecortados de voces discordantes. De manera intermitente distinguía expresiones de lástima; gritos de ánimo otras; imprecaciones sin sentido las más. Aunque intuía que iban dirigidas a mí, no era capaz de entender lo que me decían. Porque desde hacía rato ―durante el que seguí moviéndome a trompicones―mi ser se encontraba absorbido por el miedo. Una sensación irracional que fluía del cerebro, recorría todo el cuerpo y luego se escapaba de él como una corriente eléctrica de baja tensión que atenazaba todas mis ilusiones, todos los recuerdos que podían procurarme placer. Era tan intenso, que tenía miedo de tener miedo. Me tumbé en el suelo y sentí en la espalda una lámina de hielo. Temía al frío, pero las escasas fuerzas no me permitían levantarme y continuar. El peor momento fue este, en el que me abandonó por completo la voluntad. Lo que más me pesaba era el haber perdido la esperanza de encontrar la salida. Por primera vez pensé en dejarme morir allí, en la oscuridad, y la idea fue agradable, pues asumía que supondría el final del sufrimiento.
Un impulso me hizo incorporarme y, a lo lejos, vi la llama. Era apenas una mota que oscilaba con parsimonia, y que paso a paso se acercaba hacia mí. Rescaté de lo más hondo un átomo de fuerza y conseguí levantarme. La llama llegó por fin a mi lado y bajo el tenue resplandor apareció una vela; a continuación, la mano que la sujetaba; y, finalmente, a la mujer a la que pertenecía esa mano. Se paró junto a mí. Su rostro agradable me tranquilizó. Con una sonrisa, pronunció una sola frase: «No desfallezcas. Siempre hay una luz al final del túnel». E indicándome una dirección, me empujó con suavidad hacia ella.
Recobré fuerzas y empecé a caminar de forma decidida. Oía el ruido que hacían mis miedos al caer al piso según me los desprendía del cuerpo a tirones. En seguida caminé más ligero, y al doblar un recodo lo pude ver: un punto luminoso relumbraba como una estrella en el fondo del corredor infinito. Era del tamaño de la punta de un alfiler, pero el contraste era tal que se apreciaba sin esfuerzo. ¿Sería cierto por tanto? ¿Habría una salida? Agotado como estaba, comencé a correr. El punto alcanzó el grosor de una moneda y luego se agrandó progresivamente. Al poco tiempo me encontraba fuera, donde respiré de nuevo el aire puro en profundas bocanadas, mientras mantenía los ojos medio cerrados por temor a que me dañara la claridad.
¿Qué más les puedo contar? Desde entonces reconozco que a veces me preocupa volver a ese corredor de tinieblas. En ese instante recuerdo las palabras de la mujer: «No desfallezcas. Siempre hay una luz al final del túnel» y la penumbra se disipa.
Ahora, cuando veo a alguien indefenso y ciego ―tal y como me sentí― soy yo el que pronuncia esa frase, para compartir mi luz con los demás. Porque sé bien lo mal que se pasa en el túnel.
Todo empezó mientras caminaba despreocupado por un sendero que se abría paso entre un espeso bosque. Era una senda acogedora y risueña, en la que las frondosas ramas de los árboles que crecían a sus flancos me protegían de los rayos del sol. De vez en cuando, me cruzaba con gente, y nos parábamos a departir amigablemente acerca de las vicisitudes del camino, el tiempo o los quehaceres cotidianos. En otras ocasiones, me detenía a oler una flor o acariciar la hierba, que se ofrecía al tacto suave y fresca.
Sin que apenas me percatase, los grandes árboles dieron paso a otros más chaparros, que terminaron convirtiéndose en dispersos matorrales raquíticos de aspecto enfermizo y frágil. La humedad, que rebosaba del musgo crecido sobre las piedras y hacía cantar al agua que corría por las cunetas, fue sustituida a medida que avanzaba por la sequedad de la tierra parda. El paisaje mutó del verde al ocre, y del ocre al amarillo. A pesar del cambio tan pronunciado, no reparé en ello, pues iba ensimismado en mis pensamientos.
Pasó un tiempo ―desconozco cuánto― y yo seguía caminando, aunque cada vez más despacio. No se veía a nadie. La fatiga me atenazaba las piernas. Paré y contemplé la escena a mi alrededor. Aquel fue el primer instante en el que percibí que algo no marchaba bien. Me senté encima de una piedra y extendí la mano para tocar la arena, que me raspó con la dureza del pedernal. Miré hacia atrás con la idea de desandar lo recorrido, pero la vista ―que se extendía hasta un horizonte infinito― solo ofrecía a los ojos la imagen monótona de la planicie, yerma y seca. Quería volver al bosque, a pesar de que no me quedaban fuerzas y no tenía clara la ruta. Así que continué.
Como un autómata privado de libertad e impelido a moverse hacia adelante por una voluntad superior, avancé por aquel terreno. Un par de veces me crucé con personas que ―ensimismadas y con la mirada clavada en el suelo― se aproximaban en dirección contraria. No me atreví a detenerlas, pues me avergonzaba preguntar por el camino de vuelta o pedir aclaraciones sobre mi ubicación. Estaba seguro de que no me entenderían.
Anochecía, y la luminosidad que irradiaba una luna desproporcionada y enferma me recordó a la de una bombilla desnuda en un sótano. Fue entonces cuando debí entrar en el túnel, si bien ―como dije antes― no tengo claro el instante exacto. Supongo que no me creerán, ¡parece tan fantástico! Imagínenselo: sin previo aviso cualquier atisbo de luz desaparece y las tinieblas te envuelven. Desorientado, tanteas en vano y no encuentras referencias. El pánico te invade y respiras con dificultad. El ahogo se torna en desesperación, necesitas ayuda aunque ignoras dónde encontrarla. Es tal la angustia, que las lágrimas fluyen y empiezan a rodar por las mejillas. Quieres gritar, pero ni siquiera tienes fuerza, y lo único que sale de la boca es el jadeo sordo de un moribundo.
Aun así, avancé. ¿Qué alternativa tenía? Una idea obsesiva empezó a retumbar en mi cabeza: ¿Existirá una salida? A veces notaba cómo la trayectoria se hundía cada vez más en la tierra, y la esperanza de volver a ver la luz se hacía remota. Otras, por el contrario, el trazado tomaba una dirección ascendente, y recuperaba la ilusión de encontrar una escapatoria.
Pronto me percaté de que no estaba solo. Amortiguados por la distancia, o quizá por algún extraño elemento del ambiente que no podía discernir, me llegaban retazos entrecortados de voces discordantes. De manera intermitente distinguía expresiones de lástima; gritos de ánimo otras; imprecaciones sin sentido las más. Aunque intuía que iban dirigidas a mí, no era capaz de entender lo que me decían. Porque desde hacía rato ―durante el que seguí moviéndome a trompicones―mi ser se encontraba absorbido por el miedo. Una sensación irracional que fluía del cerebro, recorría todo el cuerpo y luego se escapaba de él como una corriente eléctrica de baja tensión que atenazaba todas mis ilusiones, todos los recuerdos que podían procurarme placer. Era tan intenso, que tenía miedo de tener miedo. Me tumbé en el suelo y sentí en la espalda una lámina de hielo. Temía al frío, pero las escasas fuerzas no me permitían levantarme y continuar. El peor momento fue este, en el que me abandonó por completo la voluntad. Lo que más me pesaba era el haber perdido la esperanza de encontrar la salida. Por primera vez pensé en dejarme morir allí, en la oscuridad, y la idea fue agradable, pues asumía que supondría el final del sufrimiento.
Un impulso me hizo incorporarme y, a lo lejos, vi la llama. Era apenas una mota que oscilaba con parsimonia, y que paso a paso se acercaba hacia mí. Rescaté de lo más hondo un átomo de fuerza y conseguí levantarme. La llama llegó por fin a mi lado y bajo el tenue resplandor apareció una vela; a continuación, la mano que la sujetaba; y, finalmente, a la mujer a la que pertenecía esa mano. Se paró junto a mí. Su rostro agradable me tranquilizó. Con una sonrisa, pronunció una sola frase: «No desfallezcas. Siempre hay una luz al final del túnel». E indicándome una dirección, me empujó con suavidad hacia ella.
Recobré fuerzas y empecé a caminar de forma decidida. Oía el ruido que hacían mis miedos al caer al piso según me los desprendía del cuerpo a tirones. En seguida caminé más ligero, y al doblar un recodo lo pude ver: un punto luminoso relumbraba como una estrella en el fondo del corredor infinito. Era del tamaño de la punta de un alfiler, pero el contraste era tal que se apreciaba sin esfuerzo. ¿Sería cierto por tanto? ¿Habría una salida? Agotado como estaba, comencé a correr. El punto alcanzó el grosor de una moneda y luego se agrandó progresivamente. Al poco tiempo me encontraba fuera, donde respiré de nuevo el aire puro en profundas bocanadas, mientras mantenía los ojos medio cerrados por temor a que me dañara la claridad.
¿Qué más les puedo contar? Desde entonces reconozco que a veces me preocupa volver a ese corredor de tinieblas. En ese instante recuerdo las palabras de la mujer: «No desfallezcas. Siempre hay una luz al final del túnel» y la penumbra se disipa.
Ahora, cuando veo a alguien indefenso y ciego ―tal y como me sentí― soy yo el que pronuncia esa frase, para compartir mi luz con los demás. Porque sé bien lo mal que se pasa en el túnel.
*(Madrid, 1973). Apasionado de la literatura y los viajes. Mi actividad literaria se centra en el relato corto y el microrrelato.
He publicado relatos en diversas revistas literarias y de género de España e Iberoamérica, en concreto: Yzur (Universad de Rutgers, USA); Alborismos (Venezuela); Mundo de Escritores; La Sirena Varada (Editorial Dreamers, México); Relatos Increíbles (Perú).
Participo habitualmente en concursos, y he recibido varios premios y participado en antologías como Mitos y Leyendas (Vuelo de Cuervos) y las promovidas por la Biblioteca Pública de Paraná (Argentina) y la librería El Ático (Israel), actualmente en curso.
He publicado relatos en diversas revistas literarias y de género de España e Iberoamérica, en concreto: Yzur (Universad de Rutgers, USA); Alborismos (Venezuela); Mundo de Escritores; La Sirena Varada (Editorial Dreamers, México); Relatos Increíbles (Perú).
Participo habitualmente en concursos, y he recibido varios premios y participado en antologías como Mitos y Leyendas (Vuelo de Cuervos) y las promovidas por la Biblioteca Pública de Paraná (Argentina) y la librería El Ático (Israel), actualmente en curso.