Apuesto que te ves bien en la pista
Gamaliel Flores*
Miguel no sabe bailar, pero insiste en traerme a este tipo de lugares. Me siento mal. Las primeras veces fue divertido, eso duró un año y medio, quizá un poco más; dejó de serlo, hace tres años, me embriagaba con tal de no estar con él y terminé faltando todos los sábados a mi trabajo debido a las crudas tremendas que volvían las sábanas un mar picado de aceite negro reusado. Cubas, caballitos, micheladas, shoots, compartíamos la pista. Varias veces. Como justo ahora la tengo a usted, dama calladita, que dice llamarse Margarita. Miguel está en el baño, seguro está peinándose las cejas con el meñique y el pulgar de la mano derecha; qué curioso es que los gestos que tanto nos gustaban de la gente al inicio de una relación, con el tiempo se vuelven aburridos, despreciables, asquerosos. En verdad estoy mal. Miguel me dejó aquí sola con usted: le valí madres, valimos madres; se fue corriendo cuando le empecé a susurrar al oído que quería un hijo, que me lo hiciera esta noche; los hombres huyen fácilmente. Como ese de allá; deje de coquetearle, Margarita, tan predecibles ellos, ya sabe qué quieren; los mejores de ellos se contentan con tener una vez ese pequeño espacio nuestro, los peores lo devastan, lo privatizan y lo secan. Secan nuestro manantial de gozos, señorita Margarita. Los peores de ellos nos aburren, con su afán de cegarse a nosotras; no entienden, no nos dejan ser algo más que palabras, voces sin deseos. Son unos cerdos moviendo sus trompas, limones sin semillas, barcos que apenas flotan. Perdóneme Margarita, me siento mal, pero ya no lo vea, quítele los ojos de encima que ya anda volteando a verla… ¿cómo cree?... ¿a mí?... a mí nadie me ve, a nadie le gustan las mujeres tomadas y habladoras. Ahí viene. No la dejaré sola, Margarita, también viene Miguel, de algo a nada… A veces me pregunto si se engaña pensando que me gusta venir, lo más probable es que ni le importe, ¿verdad? Apúrate pinche Miguel, que ahí viene ese sujeto a molestar a mi amiga. Pinche Miguel, lento. El desconocido está simpático. Sonríe con calidez, como si su rostro abrazara. Ya lo ve Margarita, va tras usted, está aplicando la técnica de la distracción al invitarme a bailar a mí. Bailemos los tres, no me suelte. No se mueve nada mal, no me siento ya tan mal, sienta esa espalda dura, perdóneme el comentario, Margarita, pero a ratos parece que no es lo único duro en él. Ya ni volteé a ver a Miguel, pero mire nada más cómo está, parece serie de navidad, jamás lo había visto tan enojado, Margarita. Así está cerca de parecer un hombre. No sea tan ruda conmigo, es la verdad. El joven desconocido baila muy bien, ¿sí o no? parece que al notar mi mirada sobre Miguel y la de él sobre nosotros, quiere lucirse. Su mano baja, Margarita y está calientita y suave. Ya me siento mejor, creo que me cayó bien sudar. Llevaba mucho tiempo sin sentirme así, ya hasta reconozco el tugurio, no está tan mal. No tiene paredes, sólo cristales, ventanas; la primera vez que lo vimos desde afuera sentí que era posible que por esos vidrios cupiera toda la luz del mundo y en este momento, hoy nomás, parece que es así, y eso que aún no amanece. Unas botellas indiscretas me saludan desde la pared de la barra, con sus cuellos estirados o sus bases robustas, por fuera frías y duras, pero de por dentro tibias. Quieren habitarme, porque me siento bien, pero nada que se sienta bien dura para siempre; este momento de estrujarnos y sentirnos bien no va a seguir por mucho. La canción se acaba y Miguel se acerca, me gustaría decirle que no se atreva; yo ya sabía, pero tampoco quiero que termine tan pronto. Contiene la voz y me pregunta si quiero bailar la siguiente con él, sonríe y suelta, aparentando tranquilidad, una frase tonta del tipo: “o acaso baila —mira al desconocido, no lo puedo determinar, sus movimientos son torpes, llenos de energía, aunque sin fuerza, calculados mas sin frialdad— mejor que yo”, su tono bobo, entre pregunta y burla que me duele por ser sincero. Mire sus greñas, Margarita, siempre llenas de gel y con esas bolitas blancas en las puntas, parece un puercoespín algodonado. En cambio, mire el cabello de este apuesto sujeto: quebrado y de un tono madera que parece un árbol, mire Margarita, esa sonrisa; escuche esa voz, que no tiene nada de aflautada, decir que no sabe bailar, que tampoco es su intención molestar a nadie y yo le digo que no molesta, Margarita, y él baja la voz acercándose a mi oído y su aliento medio beodo me pregunta si él molesta. Miro a Miguel, Margarita y me da pena, claro que me molesta. El desconocido me guiña la boca en un gesto fogoso, ¿sí lo vio? Siento que mis rincones se expanden y mis encrucijadas se alinean y en ese momento la mano fría de Miguel me detiene, me regresa al fastidio, al aburrimiento. Volteo a ver su cabeza de puercoespín imbécil y las luces que caen del techo y se van por las ventanas me muestran su carita risueña y boba. Perdóneme Margarita, de verdad lo siento, pero tengo que aventarle sobre él, otra y otra vez y quebrarle en el rostro y en el cuello, el delgado cuerpo de usted, aunque queden trozos suyos sobre heridas de él.
*Nació en el Distrito Federal en 1993. Estudió la Licenciatura en Creación Literaria en la UACM. Participa en el proyecto colectivo de video blog “Literaturba”. Fue finalista del Primer Premio Carlos Monsiváis de Crónica Breve (2019). Es comedor compulsivo y caminador de las calles de la ciudad. Se amamantó de una de las antenas del cerro del Chiquihuite, en la hermana república de Cuautepec; pulió las suelas de sus tenis en las retas pamboleras de Zacatenco y se ennegreció de tinta en la Del Valle.