Bajo tu amparo
Guillermina Monroy Zavala
Sub tuum praesidium confugimus, sancta Dei Genitri. El hombre, abatido, en su cama de moribundo, reza la oración con un murmullo que tiene mucho de canto antiguo. Hace horas que el aire apenas llega a sus pulmones; pero dice las palabras con la emoción de un niño asombrado: nostras deprecationes ne despicias in neccesitatibus; él desea, con el cansado corazón, que sus últimas palabras sean una súplica de misericordia: sed a periculis cunctis libera nos semper y la alabanza que sus labios sedientos elevan por última vez: Virgo gloriosa et benedicta!
Nunca me imaginé que tu rostro me perseguiría por siempre. De la mano de mi tío, un capellán viejo y pobre, entré a la magnífica iglesia. La bruma llenaba la cúpula y bajaba en forma de rayos de luz hasta las baldosas de mármol. La mano delgada y seca de mi tío apretaba la mía y jalaba mi asombro infantil. Yo era un niño solitario con aquel viejo cura como único pariente. Y ahí, en la penumbra de la Sacristía, estabas tú, Virgo gloriosa et benedicta. Y mi vida, desde entonces, te perteneció. Entré al seminario, me hice sacerdote, juré fidelidad a la Iglesia. Bocabajo, con los brazos en cruz, mi boca te cantaba, causa nostrae laetitiae. Recorrería un largo camino para llegar a ti. Cuando por fin me dieron la capellanía de tu templo, recorrí el largo pasillo antes de llegar al altar; entonces recordé la mano huesuda de mi tío apretando la mía dócil y temerosa. Me hinqué frente al altar y me quedé ahí, con la cabeza baja, un tiempo largo y silencioso. Después, con paso vacilante, me dirigí a la Sacristía. A tientas, encendí las luces con la esperanza de encontrar tu busto y, en él, tu mirada enmarcada con el manto azul que acentuaba tu palidez de alabastro. Ahí estaba yo, el huérfano solitario, frente a tu mirada sin consuelo, enamorado del lúgubre cristal que, desafiando la gravedad, permanecía en tu mejilla como prueba del eterno dolor que te traspasaba el alma. O benigna! O Regina! O María!
El hombre aprieta las cuentas de su rosario con sus dedos doloridos. Está solo en su habitación de sacerdote. Sólo una cruz preside la cabecera de su cama. El hombre sabe que va a morir pronto y dedica sus últimos alientos a ella: salus nostra in manu tua est, Virgo Maria. Sus manos temblorosas llevan la cruz a su pecho sibilante. Le cuesta tanto respirar. Y entre el esfuerzo de la bocanada y el poco aire que alivia la asfixia, el hombre, el sacerdote, vuelve sus suplicantes ojos a la luz que va decayendo con la tarde. ¡Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios!
Esa noche y muchas más, permanecí a tu lado. A veces rezaba; otras meditaba en tu pasión, en tus pasiones. Otras veces sólo te miraba; las horas se llenaban de penumbra, y el silencio me sobrecogía el alma. Temeroso, repetí mil veces la oración que mi tío, el cura, me había enseñado: ¡María, Madre mía, no me desampares ni de noche ni de día! Y en mi clamor infantil, asombrado por la flaqueza incipiente de mi fe, me ponía de rodillas ante tu estatua, dulcísima María, y me convertía en el niño pálido y temeroso que se enamoró de tu rostro hacía mucho tiempo.
Sólo tú sabes que digo la verdad. Es un secreto ente tu grandeza y mi vanidad. Sí, mi dulce vanidad, que acepté como un regalo de tu imagen cuya mirada de dolor me sustrajo el alma. Sólo tú sabes que es verdad. Aquella noche, como tantas otras, despedí al diácono y al sacristán, pretextando la escritura de algunos informes en el libro parroquial. Les pedí que apagaran las luces de todo el templo, que el camino de salida me lo sabía de memoria. No encendí la luz de la Sacristía tampoco. Yo buscaba desesperado tu compañía. El día, ente oficios, rezos y misas, había sido un tormento. No podía concentrarme; era un autómata repitiendo salmos, graduales, introitos: mi mente era un torbellino. No puedo decir claramente lo que pasaba por mi mente: eran sombras, inciertas figuras que iban de aquí para allá turbando mis pensamientos. Un desasosiego creciente llenaba lo que quedaba de puro en mi alma. Y esa noche me quedé solo, buscando una caricia, sí, una caricia tuya que aliviara mis tormentos. ¿Por qué te la pedía a ti, si sólo eras un busto sin cuerpo, sin brazos? Sólo tu pecho, tu cuello y tu rostro. Y esa lágrima de cristal. Caí de rodillas. Sólo tú lo sabes: es cierto lo que digo. En mi eterna orfandad nunca había sentido lo que sentí esa noche: tus manos acercaron mi cabeza a tu vientre palpitante, vivo; y me estrecharon con una tibia firmeza. Sólo tú sabes lo que pasó esa noche.
El hombre está solo en su agonía. La tarde muestra ya sus últimas claridades y comienza el frío que augura una noche larga. El estertor es más evidente y el ahogo más profundo. La desesperada ansiedad por respirar hace que los ojos del hombre se abran con desmesura. La conciencia v a y viene; el final retarda su llegada. El hombre, solo, agota sus últimas bocanadas de esperanza.
A esa noche siguieron muchas más. El infierno de mi caída salpicaba de angustia mis días. Ansiaba, buscaba, deseaba que la noche llegara para estar con mi amada. Detrás de mi amarga existencia, el secreto que guardaba celosamente era una fruta fresca para mi soledad. Aquellos brazos salidos de las enfebrecidas noches de mi abismo me acercaban a un pecho transido de dolor. Mis locos oídos escuchaban el latido de su corazón, sentían la fuerza de la sangre recorriendo su cuerpo vivo. Yo me abrazaba desesperado a aquella mujer de manto azul y lágrima inmóvil. Los primeros rayos de luz de la mañana me sorprendían ahí, desmayado, frente a la escultura. Mi espíritu se debatía en un deseo incomprensible y oscuro que empeoraba mi existencia.
Embriagado de amor por aquella aparición, mis noches transcurrían entre tus manos blancas y tus brazos cálidos. Mi cuerpo comprendía la liviandad de la vida cuando sentía en mis oídos tu respiración serena; se engrandecía al contacto del alabastro. Y derramaba mi semen infértil como una ofrenda de amor. Después, me acurrucaba como un ebrio triste en el pedestal de tu imagen. Afuera, el rayo que presagiaba la tormenta era el único testigo de mi pasión. Aquellas noches fueron el favor y la maravilla de tu misericordia.
Libera me semper, Virgo Gloriosa!, sub tuum presidium confugime! Los labios agrietados, la lengua llena de sed, la garganta estentórea. Las palabras surgen de la profundidad de su pecho agónico: libera me, libera me, Dei Genitrix hic et nunc! Sus ojos se abren con desmesura: la asfixia llega con la lentitud de una serpiente. Sus manos se contraen doloridas y se aferran al último eslabón de la vida. Ista est Columba mea, perfecta mea, inmaculata mea! Es la hora: el rostro amoratado, la boca abierta en una bocanada inútil, el pecho distendido, las manos convulsas, la mirada… la mirada maravillada ante la sombra que va delineando su forma dentro de la oscuridad. Un rostro de alabastro enmarcado por un velo azul, una mirada dolorida, lágrimas verdaderas que corren por unas mejillas llenas de vida. Unos brazos que levantan la cabeza del hombre, y una boca que besa sus labios ateridos. Un beso profundo, dulce, enamorado. Y las últimas palabras de la mujer amada: Sicut erat in principio, et nunc et semper et in secula seculorum. Amen.
Nunca me imaginé que tu rostro me perseguiría por siempre. De la mano de mi tío, un capellán viejo y pobre, entré a la magnífica iglesia. La bruma llenaba la cúpula y bajaba en forma de rayos de luz hasta las baldosas de mármol. La mano delgada y seca de mi tío apretaba la mía y jalaba mi asombro infantil. Yo era un niño solitario con aquel viejo cura como único pariente. Y ahí, en la penumbra de la Sacristía, estabas tú, Virgo gloriosa et benedicta. Y mi vida, desde entonces, te perteneció. Entré al seminario, me hice sacerdote, juré fidelidad a la Iglesia. Bocabajo, con los brazos en cruz, mi boca te cantaba, causa nostrae laetitiae. Recorrería un largo camino para llegar a ti. Cuando por fin me dieron la capellanía de tu templo, recorrí el largo pasillo antes de llegar al altar; entonces recordé la mano huesuda de mi tío apretando la mía dócil y temerosa. Me hinqué frente al altar y me quedé ahí, con la cabeza baja, un tiempo largo y silencioso. Después, con paso vacilante, me dirigí a la Sacristía. A tientas, encendí las luces con la esperanza de encontrar tu busto y, en él, tu mirada enmarcada con el manto azul que acentuaba tu palidez de alabastro. Ahí estaba yo, el huérfano solitario, frente a tu mirada sin consuelo, enamorado del lúgubre cristal que, desafiando la gravedad, permanecía en tu mejilla como prueba del eterno dolor que te traspasaba el alma. O benigna! O Regina! O María!
El hombre aprieta las cuentas de su rosario con sus dedos doloridos. Está solo en su habitación de sacerdote. Sólo una cruz preside la cabecera de su cama. El hombre sabe que va a morir pronto y dedica sus últimos alientos a ella: salus nostra in manu tua est, Virgo Maria. Sus manos temblorosas llevan la cruz a su pecho sibilante. Le cuesta tanto respirar. Y entre el esfuerzo de la bocanada y el poco aire que alivia la asfixia, el hombre, el sacerdote, vuelve sus suplicantes ojos a la luz que va decayendo con la tarde. ¡Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios!
Esa noche y muchas más, permanecí a tu lado. A veces rezaba; otras meditaba en tu pasión, en tus pasiones. Otras veces sólo te miraba; las horas se llenaban de penumbra, y el silencio me sobrecogía el alma. Temeroso, repetí mil veces la oración que mi tío, el cura, me había enseñado: ¡María, Madre mía, no me desampares ni de noche ni de día! Y en mi clamor infantil, asombrado por la flaqueza incipiente de mi fe, me ponía de rodillas ante tu estatua, dulcísima María, y me convertía en el niño pálido y temeroso que se enamoró de tu rostro hacía mucho tiempo.
Sólo tú sabes que digo la verdad. Es un secreto ente tu grandeza y mi vanidad. Sí, mi dulce vanidad, que acepté como un regalo de tu imagen cuya mirada de dolor me sustrajo el alma. Sólo tú sabes que es verdad. Aquella noche, como tantas otras, despedí al diácono y al sacristán, pretextando la escritura de algunos informes en el libro parroquial. Les pedí que apagaran las luces de todo el templo, que el camino de salida me lo sabía de memoria. No encendí la luz de la Sacristía tampoco. Yo buscaba desesperado tu compañía. El día, ente oficios, rezos y misas, había sido un tormento. No podía concentrarme; era un autómata repitiendo salmos, graduales, introitos: mi mente era un torbellino. No puedo decir claramente lo que pasaba por mi mente: eran sombras, inciertas figuras que iban de aquí para allá turbando mis pensamientos. Un desasosiego creciente llenaba lo que quedaba de puro en mi alma. Y esa noche me quedé solo, buscando una caricia, sí, una caricia tuya que aliviara mis tormentos. ¿Por qué te la pedía a ti, si sólo eras un busto sin cuerpo, sin brazos? Sólo tu pecho, tu cuello y tu rostro. Y esa lágrima de cristal. Caí de rodillas. Sólo tú lo sabes: es cierto lo que digo. En mi eterna orfandad nunca había sentido lo que sentí esa noche: tus manos acercaron mi cabeza a tu vientre palpitante, vivo; y me estrecharon con una tibia firmeza. Sólo tú sabes lo que pasó esa noche.
El hombre está solo en su agonía. La tarde muestra ya sus últimas claridades y comienza el frío que augura una noche larga. El estertor es más evidente y el ahogo más profundo. La desesperada ansiedad por respirar hace que los ojos del hombre se abran con desmesura. La conciencia v a y viene; el final retarda su llegada. El hombre, solo, agota sus últimas bocanadas de esperanza.
A esa noche siguieron muchas más. El infierno de mi caída salpicaba de angustia mis días. Ansiaba, buscaba, deseaba que la noche llegara para estar con mi amada. Detrás de mi amarga existencia, el secreto que guardaba celosamente era una fruta fresca para mi soledad. Aquellos brazos salidos de las enfebrecidas noches de mi abismo me acercaban a un pecho transido de dolor. Mis locos oídos escuchaban el latido de su corazón, sentían la fuerza de la sangre recorriendo su cuerpo vivo. Yo me abrazaba desesperado a aquella mujer de manto azul y lágrima inmóvil. Los primeros rayos de luz de la mañana me sorprendían ahí, desmayado, frente a la escultura. Mi espíritu se debatía en un deseo incomprensible y oscuro que empeoraba mi existencia.
Embriagado de amor por aquella aparición, mis noches transcurrían entre tus manos blancas y tus brazos cálidos. Mi cuerpo comprendía la liviandad de la vida cuando sentía en mis oídos tu respiración serena; se engrandecía al contacto del alabastro. Y derramaba mi semen infértil como una ofrenda de amor. Después, me acurrucaba como un ebrio triste en el pedestal de tu imagen. Afuera, el rayo que presagiaba la tormenta era el único testigo de mi pasión. Aquellas noches fueron el favor y la maravilla de tu misericordia.
Libera me semper, Virgo Gloriosa!, sub tuum presidium confugime! Los labios agrietados, la lengua llena de sed, la garganta estentórea. Las palabras surgen de la profundidad de su pecho agónico: libera me, libera me, Dei Genitrix hic et nunc! Sus ojos se abren con desmesura: la asfixia llega con la lentitud de una serpiente. Sus manos se contraen doloridas y se aferran al último eslabón de la vida. Ista est Columba mea, perfecta mea, inmaculata mea! Es la hora: el rostro amoratado, la boca abierta en una bocanada inútil, el pecho distendido, las manos convulsas, la mirada… la mirada maravillada ante la sombra que va delineando su forma dentro de la oscuridad. Un rostro de alabastro enmarcado por un velo azul, una mirada dolorida, lágrimas verdaderas que corren por unas mejillas llenas de vida. Unos brazos que levantan la cabeza del hombre, y una boca que besa sus labios ateridos. Un beso profundo, dulce, enamorado. Y las últimas palabras de la mujer amada: Sicut erat in principio, et nunc et semper et in secula seculorum. Amen.