Cine a domicilio
Joselo Marinozzi*
Luego de mi recuperación de esa terrible enfermedad que casi me manda para arriba -o abajo - diría mi suegra en voz baja y totalmente convencida, y haber transitado el purgatorio de la quimioterapia, por fin me dijeron que estaba limpio y fui dado de alta. Aunque en un primer momento, y supongo que es normal que suceda, me negaba a asumir mi condición de no pertenecer más a los que estaban saludables o no conscientes de su enfermedad, terminé por entenderlo y aceptarlo pero entré en la etapa de queja constante hacia los médicos, enfermeras, instalaciones, limpieza, comida y todo lo que se me ocurriera o creía que estaba mal. Pasada esa etapa llega la de la entrega y rendición. Es la parte más productiva también, porque ahí conocés íntimamente al personal del establecimiento en donde te encontrás internado, aprendés acerca de tu enfermedad y le das la oportunidad a los demás para que borren esa imagen tediosa y quejumbrosa que se habían formado de vos, y con razón. También empezás a ayudar a los novatos a sobrellevar el dolor y la bronca que produce estar enfermo.
Bueno, ya en casa y listo para volver a la vida de los sanos, sentía que algo me molestaba, como que después de mi paso por la oscuridad y la cercanía a la muerte, no podía volver a la normalidad así nomás, que había aprendido mucho y era hora de enseñar, por decirlo de alguna manera para que se entienda. Lo que me estaba sucediendo no era ni más ni menos que entrar en conciencia de que debía ayudar y que era mi obligación de humana hacerlo. Una manera de agradecer todo lo que habían hecho por mí. Es cierto que a veces querés matar a una enfermera o la tenés entre ceja y ceja o a un doctor, pero si mirás atrás de ellos vas a ver a una persona que se sacrifica por vos, por un sueldo que podrían conseguir en un trabajo con menos responsabilidades, ves sacrificio, vocación y por sobre todo amor a los demás, en casi todos los casos. Habiendo resuelto el tema que me molestaba ahora estaba lo otro: qué iba a hacer para ayudar y cómo. Pensé en estudiar enfermería pero la verdad es que no sentía tener vocación. Entrar en una ONG podría ser la solución pero… ¿Cuál?
Llamé a Juan Héctor, mi amigo de la secundaria, y le pedí que pasara por casa para conversar un poco. Si alguien podía ayudarme era él, siempre tenía la palabra justa, era de poco hablar pero muy perspicaz a la hora de resolver problemas o ver los mismos. Cuando le conté lo que me andaba pasando, después de mirarme fijo por un rato me sorprendió con su respuesta, me dijo que yo era muy gracioso y ocurrente a la hora de la diversión y que por ahí tendría que buscar el camino. ¿Cómo? –le pregunté- Me dijo que, por ejemplo, yo era muy bueno contando películas, que muchas veces había visto las películas después de que yo se las cotara y se sintió decepcionado al verlas, que el entusiasmo y dinámica de mis relatos superaba por mucho a la realidad y que hubiese preferido no haber visto las pelis que yo le conté. “Hacé algo con eso” –me apremió-. Esa noche casi ni dormí pensando en lo que Juan Héctor me había dicho. Al otro día una idea se instaló en mi mente y me propuse desarrollarla. Contar películas… contar películas… ¡ya sé! –Me dije entusiasmadísimo- Voy a pedir permiso en el hospital en que estuve internado para hacerle compañía a algún internado que estuviera solo y así podría ayudar. Repasé dos o tres pelis y el viernes después del laburo rajé hacia el hospital. Después de saludar a las más que conocidas enfermeras les comenté acerca de mi inquietud y ganas de ayudar. Se miraron entre sí, se rieron también y después de deliberar entre ellas con señas y cierta picardía me dijeron que bueno, que podía empezar con el de la habitación 2, cama 1. Entusiasmado como pocos enfilé mientras una me deseaba suerte por lo bajo. Tenía que entrar con estilo y seguridad eso era fundamental, dando la idea de que hacia esto desde siempre. Entré a la habitación saludé a todos, los tres enfermos y los cuidadores de ellos y me acerque a la cama 1 que no era la primera sino la más alejada de la puerta (cosas de hospital) me presenté con el paciente y le comenté más o menos de qué se trataba mi visita, el tipo ni se inmutó pero yo proseguí con lo mío. Había decidido contarle Rambo 2 debido a que juzgué necesario levantarle el ánimo. Él seguía sin decir nada. Comencé tranqui: “Cuando Rambo estaba inmerso en su faena de romper piedras con una masa gigante, fue interrumpido por…” Ahí el paciente se da vueltas, me da la espalda y me raja una sonora e interminable batería de gases que hizo detener mi alocución en el acto, mientras todos estallaron en carcajadas incluso las enfermeras que espiaban una sobre otra desde el umbral de la puerta. Pude sentir como la cara se me incendiaba, levanté la carpeta que llevaba, salí lo más rápido que pude totalmente avergonzado y me fui sin levantar la cabeza a pesar de los llamados de las enfermeras para que regrese, porque había sido una broma. En casa y después de un rato, me calmé y empecé a reírme, me la habían hecho re bien las desgraciadas. Me mandaron al peor paciente que tenían, ¡que chicas estas!
Cuando el sábado me vieron llegar, no lo podían creer, estaban casi las mismas que el día anterior pero todas sabían muy bien lo sucedido. Entré al office y les dije: “chicas, yo vencí al cáncer, no me voy a achicar por una pavada, así que denme lo peor que tengan”. Al unísono dijeron “Habitación 2 cama 1”. “Ok”- les respondí- tragué saliva y encaré, una de las chicas me gritó: “lástima que no te sirva para cargar el auto” (haciendo referencia a los gases del tipo) todas se rieron con ganas. Nuevamente saludé y me senté al lado del paciente. Le pregunté irónicamente si se sentía mejor de los intestinos y continué en donde había empezado sin que el hombre pronunciara palabra ni siquiera me mirara. “Terminada su venganza Rambo es finalmente libre y decide perderse para siempre en el anonimato que le brinda la selva y un monasterio oriental” Me sorprendieron los aplausos de los otros pacientes y sus cuidadores. Volviendo el rostro hacia el paciente de la cama 1 tuve el reflejo como para esquivar la ola de pis que venía desde su papagayo que obviamente mantuvo entre las piernas mientras le contaba la película. “Hay que ajustar la puntería”, le dije mientras me marchaba. Le prometí que mañana volvería con otra y me marché. Mi pequeña venganza con las enfermeras fue ponerlas al tanto del derrame vesical que tenían que ir a limpiar.
El domingo preparé una romántica, “50 primeras citas” a ver si lo ablandaba, a mitad del relato comenzó a roncar audiblemente pero persistí hasta el final. Saludé y prometí volver el próximo fin de semana. Así pasaron semanas y semanas y nada, el tipo ni mu, era terminal e iba a permanecer allí hasta el último pero parecía que nunca iba a lograr llegar a él. Por otro lado, los otros pacientes y familiares de los mismos estaban encantados con la forma que contaba las películas, hasta apagaban el televisor de la habitación cuando yo llegaba, algunas veces hasta las enfermeras o algún doctor se arrimaban a escuchar. Con el tiempo los relatos se volvieron temáticos y a pedido. Viernes y sábado seguía mi itinerario y los domingos eran a elección. Se reían a carcajadas con las comedias y lloraban con los dramas. Cuando era el turno de una de terror, iba más tarde y apagábamos todas las luces para hacer más tétrico el ambiente, como si lo necesitara. El ciclo de cine mudo fue muy instructivo y pude encender en algunos el anhelo por el cine iraní que a mí tanto me gusta.
Un viernes cuando llegué al hospital las enfermeras me recibieron con una cara especial, se olía la tristeza y animo caído, el paciente al que le había dedicado meses, había fallecido y no pude ni siquiera lograr que me saludase en todo ese tiempo. Recuerdo que a modo de despedida relaté la hermosa y triste “Rescatando al soldado Ryan” y todos nos emocionamos. Cuando me despedía el paciente de la cama 2 me llamó y casi como si fuera un secreto de estado me entregó una carta que el fallecido había escrito y que le rogó que me la entregara en mano. No la abrí en el hospital tampoco en el auto, esperé llegar a casa. Ni bien entré, rompí el sobre y lo que leí me hizo llorar como no lo había hecho desde que era niño, cómo no lo iba a perdonar… esa carta permanecería para siempre como una de las cosas más preciadas de mi vida. ¡Qué emoción!
El jueves recibí un llamado de una señora que me pedía por favor si podía visitar a su marido que estaba enfermo en su casa y necesitaba ayuda. Me comentó que una amiga le había hablado de lo que yo hago y la animó a que me llamase porque pensaba que tal vez su esposo se sentiría mejor con una visita mía. Por un lado me resultó extraño, no era lo que había siquiera imaginado, eso de ir a domicilio, pero por otro lado me enorgulleció la trascendencia de mi terapia, llamémosle. Que más da, le dije que aceptaba y me pasó la dirección. Quedé en pasar el domingo antes de ir al hospital, al mediodía.
Estoy parado frente a la puerta en el centro, al lado de un conocido salón de fiestas. Debo confesar que siento nervios, ir a la casa de un perfecto desconocido a contarle una película… ¡de locos! –Diría mi amigo Lalo- abre la puerta una señora, me saluda y me invita a pasar, mientras camino por el pasillo no dejo de pensar si esto no es una locura pero ya es tarde, abre una puerta lateral y me invita a pasar. Ni bien entro, se encienden las luces y un griterío y aplausos ensordecedores me dejan perplejo y confundido. De a poco comienzo a reconocer rostros y voces, todos se acercan a saludarme y yo todavía petrificado. Me palmeaban los hombros, me daban la mano y me agradecían sin parar y comprendí que me habían engañado, era una fiesta sorpresa. “Perdón, perdón, les digo alzando la voz, no soy merecedor de esto, es demasiado”. La señora que me recibió se me acerca y me dice que no, que no es demasiado, “¿sabe quién soy yo?” “No, ¿cómo podría?”, “soy la hija del paciente de la habitación 2 cama 1” y me abrazó muy fuerte. Sin poder contestar solo la miro, entonces me comenta que su padre era así, que ella estaba en España y se enteró de lo de su padre un día antes de su muerte. “Papá me dejó una carta como a usted y me pidió que organizara esto, usted no lo sabe pero papá vivió unos meses más gracias a sus visitas pero no se permitió el lujo de demostrarle sus sentimientos, era así. Bueno, yo fui al hospital y hablé con las enfermeras –y me las señala con la mano- y juntas buscamos a los enfermos recuperados y sus familiares que tanto llegaron a apreciar lo que usted hace desinteresadamente. Y aquí estamos, usted se lo merece”. Con la voz entrecortada le agradezco y le comento que jamás pensé que lo que hago tuviera tanta importancia para algunas personas. “Usted tiene que hacer esto en televisión”, me dijo y todos se largaron a reír y aplaudir.
Cuantas caras conocidas y no tanto, que alegría siento de ver a muchos recuperados y a mis amigas enfermeras. Llamo a Juan Héctor para que se venga volando, él fue el de la idea y tiene que estar aquí. Comimos, tomamos, cantamos canciones y contamos anécdotas mientras filmaban todo para luego pasárselo a los internados y las enfermeras que no pudieron venir por estar de servicio. Llegó el momento de decir unas palabras y éstas fueron de agradecimiento y recuerdo para los que ya no estaban con nosotros. Como para romper con la melancolía, alguien gritó: “Que se cuente una” y todos los siguieron “que cuente una, que cuente una” hasta que accedí, les dije que les contaría la que había preparado para hoy: La de una mujer que cuida a un enfermo terminal hasta el fin dedicándole todo su tiempo: “Todo por amor” con Julia Roberts, varias veces paré para calmar la emoción que me embargaba, al finalizar todos aplaudieron, bajé y me abracé con cada uno de ellos. Al retirarme, las chicas, las enfermeras todas juntas hicieron ruido con sus bocas como tirándose gases, me di vuelta y se reían, la hija del de la pieza 2, cama 1, se sonrió y asintió con la cabeza, también lo sabía.
Bueno, ya en casa y listo para volver a la vida de los sanos, sentía que algo me molestaba, como que después de mi paso por la oscuridad y la cercanía a la muerte, no podía volver a la normalidad así nomás, que había aprendido mucho y era hora de enseñar, por decirlo de alguna manera para que se entienda. Lo que me estaba sucediendo no era ni más ni menos que entrar en conciencia de que debía ayudar y que era mi obligación de humana hacerlo. Una manera de agradecer todo lo que habían hecho por mí. Es cierto que a veces querés matar a una enfermera o la tenés entre ceja y ceja o a un doctor, pero si mirás atrás de ellos vas a ver a una persona que se sacrifica por vos, por un sueldo que podrían conseguir en un trabajo con menos responsabilidades, ves sacrificio, vocación y por sobre todo amor a los demás, en casi todos los casos. Habiendo resuelto el tema que me molestaba ahora estaba lo otro: qué iba a hacer para ayudar y cómo. Pensé en estudiar enfermería pero la verdad es que no sentía tener vocación. Entrar en una ONG podría ser la solución pero… ¿Cuál?
Llamé a Juan Héctor, mi amigo de la secundaria, y le pedí que pasara por casa para conversar un poco. Si alguien podía ayudarme era él, siempre tenía la palabra justa, era de poco hablar pero muy perspicaz a la hora de resolver problemas o ver los mismos. Cuando le conté lo que me andaba pasando, después de mirarme fijo por un rato me sorprendió con su respuesta, me dijo que yo era muy gracioso y ocurrente a la hora de la diversión y que por ahí tendría que buscar el camino. ¿Cómo? –le pregunté- Me dijo que, por ejemplo, yo era muy bueno contando películas, que muchas veces había visto las películas después de que yo se las cotara y se sintió decepcionado al verlas, que el entusiasmo y dinámica de mis relatos superaba por mucho a la realidad y que hubiese preferido no haber visto las pelis que yo le conté. “Hacé algo con eso” –me apremió-. Esa noche casi ni dormí pensando en lo que Juan Héctor me había dicho. Al otro día una idea se instaló en mi mente y me propuse desarrollarla. Contar películas… contar películas… ¡ya sé! –Me dije entusiasmadísimo- Voy a pedir permiso en el hospital en que estuve internado para hacerle compañía a algún internado que estuviera solo y así podría ayudar. Repasé dos o tres pelis y el viernes después del laburo rajé hacia el hospital. Después de saludar a las más que conocidas enfermeras les comenté acerca de mi inquietud y ganas de ayudar. Se miraron entre sí, se rieron también y después de deliberar entre ellas con señas y cierta picardía me dijeron que bueno, que podía empezar con el de la habitación 2, cama 1. Entusiasmado como pocos enfilé mientras una me deseaba suerte por lo bajo. Tenía que entrar con estilo y seguridad eso era fundamental, dando la idea de que hacia esto desde siempre. Entré a la habitación saludé a todos, los tres enfermos y los cuidadores de ellos y me acerque a la cama 1 que no era la primera sino la más alejada de la puerta (cosas de hospital) me presenté con el paciente y le comenté más o menos de qué se trataba mi visita, el tipo ni se inmutó pero yo proseguí con lo mío. Había decidido contarle Rambo 2 debido a que juzgué necesario levantarle el ánimo. Él seguía sin decir nada. Comencé tranqui: “Cuando Rambo estaba inmerso en su faena de romper piedras con una masa gigante, fue interrumpido por…” Ahí el paciente se da vueltas, me da la espalda y me raja una sonora e interminable batería de gases que hizo detener mi alocución en el acto, mientras todos estallaron en carcajadas incluso las enfermeras que espiaban una sobre otra desde el umbral de la puerta. Pude sentir como la cara se me incendiaba, levanté la carpeta que llevaba, salí lo más rápido que pude totalmente avergonzado y me fui sin levantar la cabeza a pesar de los llamados de las enfermeras para que regrese, porque había sido una broma. En casa y después de un rato, me calmé y empecé a reírme, me la habían hecho re bien las desgraciadas. Me mandaron al peor paciente que tenían, ¡que chicas estas!
Cuando el sábado me vieron llegar, no lo podían creer, estaban casi las mismas que el día anterior pero todas sabían muy bien lo sucedido. Entré al office y les dije: “chicas, yo vencí al cáncer, no me voy a achicar por una pavada, así que denme lo peor que tengan”. Al unísono dijeron “Habitación 2 cama 1”. “Ok”- les respondí- tragué saliva y encaré, una de las chicas me gritó: “lástima que no te sirva para cargar el auto” (haciendo referencia a los gases del tipo) todas se rieron con ganas. Nuevamente saludé y me senté al lado del paciente. Le pregunté irónicamente si se sentía mejor de los intestinos y continué en donde había empezado sin que el hombre pronunciara palabra ni siquiera me mirara. “Terminada su venganza Rambo es finalmente libre y decide perderse para siempre en el anonimato que le brinda la selva y un monasterio oriental” Me sorprendieron los aplausos de los otros pacientes y sus cuidadores. Volviendo el rostro hacia el paciente de la cama 1 tuve el reflejo como para esquivar la ola de pis que venía desde su papagayo que obviamente mantuvo entre las piernas mientras le contaba la película. “Hay que ajustar la puntería”, le dije mientras me marchaba. Le prometí que mañana volvería con otra y me marché. Mi pequeña venganza con las enfermeras fue ponerlas al tanto del derrame vesical que tenían que ir a limpiar.
El domingo preparé una romántica, “50 primeras citas” a ver si lo ablandaba, a mitad del relato comenzó a roncar audiblemente pero persistí hasta el final. Saludé y prometí volver el próximo fin de semana. Así pasaron semanas y semanas y nada, el tipo ni mu, era terminal e iba a permanecer allí hasta el último pero parecía que nunca iba a lograr llegar a él. Por otro lado, los otros pacientes y familiares de los mismos estaban encantados con la forma que contaba las películas, hasta apagaban el televisor de la habitación cuando yo llegaba, algunas veces hasta las enfermeras o algún doctor se arrimaban a escuchar. Con el tiempo los relatos se volvieron temáticos y a pedido. Viernes y sábado seguía mi itinerario y los domingos eran a elección. Se reían a carcajadas con las comedias y lloraban con los dramas. Cuando era el turno de una de terror, iba más tarde y apagábamos todas las luces para hacer más tétrico el ambiente, como si lo necesitara. El ciclo de cine mudo fue muy instructivo y pude encender en algunos el anhelo por el cine iraní que a mí tanto me gusta.
Un viernes cuando llegué al hospital las enfermeras me recibieron con una cara especial, se olía la tristeza y animo caído, el paciente al que le había dedicado meses, había fallecido y no pude ni siquiera lograr que me saludase en todo ese tiempo. Recuerdo que a modo de despedida relaté la hermosa y triste “Rescatando al soldado Ryan” y todos nos emocionamos. Cuando me despedía el paciente de la cama 2 me llamó y casi como si fuera un secreto de estado me entregó una carta que el fallecido había escrito y que le rogó que me la entregara en mano. No la abrí en el hospital tampoco en el auto, esperé llegar a casa. Ni bien entré, rompí el sobre y lo que leí me hizo llorar como no lo había hecho desde que era niño, cómo no lo iba a perdonar… esa carta permanecería para siempre como una de las cosas más preciadas de mi vida. ¡Qué emoción!
El jueves recibí un llamado de una señora que me pedía por favor si podía visitar a su marido que estaba enfermo en su casa y necesitaba ayuda. Me comentó que una amiga le había hablado de lo que yo hago y la animó a que me llamase porque pensaba que tal vez su esposo se sentiría mejor con una visita mía. Por un lado me resultó extraño, no era lo que había siquiera imaginado, eso de ir a domicilio, pero por otro lado me enorgulleció la trascendencia de mi terapia, llamémosle. Que más da, le dije que aceptaba y me pasó la dirección. Quedé en pasar el domingo antes de ir al hospital, al mediodía.
Estoy parado frente a la puerta en el centro, al lado de un conocido salón de fiestas. Debo confesar que siento nervios, ir a la casa de un perfecto desconocido a contarle una película… ¡de locos! –Diría mi amigo Lalo- abre la puerta una señora, me saluda y me invita a pasar, mientras camino por el pasillo no dejo de pensar si esto no es una locura pero ya es tarde, abre una puerta lateral y me invita a pasar. Ni bien entro, se encienden las luces y un griterío y aplausos ensordecedores me dejan perplejo y confundido. De a poco comienzo a reconocer rostros y voces, todos se acercan a saludarme y yo todavía petrificado. Me palmeaban los hombros, me daban la mano y me agradecían sin parar y comprendí que me habían engañado, era una fiesta sorpresa. “Perdón, perdón, les digo alzando la voz, no soy merecedor de esto, es demasiado”. La señora que me recibió se me acerca y me dice que no, que no es demasiado, “¿sabe quién soy yo?” “No, ¿cómo podría?”, “soy la hija del paciente de la habitación 2 cama 1” y me abrazó muy fuerte. Sin poder contestar solo la miro, entonces me comenta que su padre era así, que ella estaba en España y se enteró de lo de su padre un día antes de su muerte. “Papá me dejó una carta como a usted y me pidió que organizara esto, usted no lo sabe pero papá vivió unos meses más gracias a sus visitas pero no se permitió el lujo de demostrarle sus sentimientos, era así. Bueno, yo fui al hospital y hablé con las enfermeras –y me las señala con la mano- y juntas buscamos a los enfermos recuperados y sus familiares que tanto llegaron a apreciar lo que usted hace desinteresadamente. Y aquí estamos, usted se lo merece”. Con la voz entrecortada le agradezco y le comento que jamás pensé que lo que hago tuviera tanta importancia para algunas personas. “Usted tiene que hacer esto en televisión”, me dijo y todos se largaron a reír y aplaudir.
Cuantas caras conocidas y no tanto, que alegría siento de ver a muchos recuperados y a mis amigas enfermeras. Llamo a Juan Héctor para que se venga volando, él fue el de la idea y tiene que estar aquí. Comimos, tomamos, cantamos canciones y contamos anécdotas mientras filmaban todo para luego pasárselo a los internados y las enfermeras que no pudieron venir por estar de servicio. Llegó el momento de decir unas palabras y éstas fueron de agradecimiento y recuerdo para los que ya no estaban con nosotros. Como para romper con la melancolía, alguien gritó: “Que se cuente una” y todos los siguieron “que cuente una, que cuente una” hasta que accedí, les dije que les contaría la que había preparado para hoy: La de una mujer que cuida a un enfermo terminal hasta el fin dedicándole todo su tiempo: “Todo por amor” con Julia Roberts, varias veces paré para calmar la emoción que me embargaba, al finalizar todos aplaudieron, bajé y me abracé con cada uno de ellos. Al retirarme, las chicas, las enfermeras todas juntas hicieron ruido con sus bocas como tirándose gases, me di vuelta y se reían, la hija del de la pieza 2, cama 1, se sonrió y asintió con la cabeza, también lo sabía.
*Escritor y artista plástico argentino nacido en 1966 en la ciudad de Rosario. Autor de varios libros entre los que figuran: Cuentos Conmigo; las novelas El Pasadizo y Novela Guiada.
En la página de Facebook: "Cuentos y relatos" se pueden hallar muchos cuentos escritos por él.
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