Como me lo contaron
Enrique González Rojo Arthur
El Profe, a sus 16 años, era el “intelectual” de la colonia. En su casa había decenas de libros y él se había aficionado a echarles un ojo. Sabía, por ejemplo, de la “cruzada de los niños”, de los “duelos decimonónicos” y de la “lapidación de los santos”. Estos conocimientos, que ornamentaban su sesera, vinieron en su ayuda en algunas ocasiones muy señaladas en la vida del barrio.
La nueva dulcería, propiedad de quién sabe quién, subió de repente los precios de sus mercancías al nivel en que la inmensa mayoría de los niños, quedaban excluidos de esos “trocitos de paraíso” que alegraban por unos segundos los tristes paladares de la cotidianidad. El Profe, ni tardo ni perezoso, organizó una “cruzada de niños” para ir al rescate del “santo recinto”. La chiquillada, no pudo lograr su propósito porque llegó de repente la policía y los agarró in fraganti. Lo único que consiguieron “expropiar”, como decía el Profe, fueron cuatro cajas de malvaviscos, de las cuales dos fueron vaciadas en un santiamén y las otras dos escondidas en un lugar del que sólo sabían el Profe y sus lugartenientes Juancho y Elpidio. El episodio no pasó a mayores.
Las quinceañeras Leticia y Úrsula se odiaban a más no poder. ¿Cómo era posible que dos chiquillas se aborrecieran tanto? Se cayeron mal desde que se conocieron. Los gestos, los ademanes, las sonrisas de la primera repugnaban a la segunda y viceversa. No podían vivir, para decirlo pronto, una sin la otra, aunque amalgamadas por el odio. No se atrevían, sin embargo, a llegar a las manos. La educación y el miedo les ataban el propósito. Pero hallaron el medio para enfrentarse y saldar cuentas en lo que podríamos llamar un “desafío delegado”. Leticia y Úrsula tenían como novios a Juancho y a Elpidio respectivamente. Y cada una azuzó a su enamorado para que, al salir de la escuela, se dieran en la madre. Ellos no tenían la menor avidez de intercambiar trompadas, pero los deseos de sus chavas se mudaban automáticamente en órdenes para ellos y, pues ni modo, estaban dispuestos a la refriega.
El Profe, líder de la chaviza, reprobó terminantemente que el encuentro fuera a puñetazos. “Eso es cosa de salvajes y nacos de barriada”, sentenció. Y pro-puso, muy en serio, que el enfrentamiento fuera un duelo a la vieja usanza. “No un duelo de pistolas”, dijo. “Eso es anacrónico, estúpido y peli-groso”. La pandilla le preguntó: “Entons ¿un duelo de qué maiz?” y el Profe aclaró: “de resorteras”.
A continuación explicó su idea: “el duelo debe ser muy de mañanita, en el bosque junto al río, a la hora en que los gallos “tiritan sus cantares” como dice la famosa canción de José Alfredo. Cada duelista debe tener su padrino. El “Espantamadres” puede ser el padrino de Juancho y el “Nomeolvides” el de Elpidio. Para que no haya preferencias, las resorteras –tenemos dos nuevecitas- deben ser sorteadas. Sugiero la forma más fácil de hacerlo: el volado. Y que la decisión sea tomada– añadió, poniéndose en trance lírico- por la astucia de un águila o el albedrío del sol. El duelo debe ser no a primera muerte, sino a primera sangre y el triunfador otorgará el símbolo de su victoria –la resortera del vencido- a la dueña de su amorcito corazón”. Todos estuvieron de acuerdo. Pero el día del evento, algo salió mal: a todos los que iban a participar, se les pegaron las sábanas y el duelo en vez de tener lugar a las 3:30 de la mañana, en el bosque río abajo, se efectuó a las doce del día en la plaza pública. Lo demás discurrió de la manera convenida. Pero no del todo, ya que lo que iba a ser un encuentro “lejos del mundanal ruido”, se convirtió en un acto espectacular que atrajo a medio mundo Ahí estaban, además de los duelistas, los padrinos y el Profe –con una batuta invisible en la mano-, Leticia, Úrsula, la abuelita de Leticia Doña Chole, el hermano loco de Úrsula el Panchurris y buena parte del barrio. Se arrojó hacia arriba la moneda y la resortera café oscuro le tocó a Juancho y la resortera café claro a Elpidio. La verdad es que estaban en igualdad de condiciones. Los duelistas se pusieron espalda con espalda, colocaron sendos guijarros en sus armas, contaron los consabidos pasos (veinticinco), estiraron las ligas y dispararon al unísono. Pero, ay, no dieron en el blanco. La piedra de Elpidio dio en un ojo de Doña Chole (la abuela de Leticia) y la dejó tuerta, la de Juancho atinó en la oreja de Pancho (el hermano de Úrsula) y lo dejó desorejado. Los únicos que escaparon a la confusión del momento fueron dos policías que, viendo los estropicios causados por el lance, se llevaron a la correccional a los malhadados contrincantes.
En los fríos días que pasaron en la correccional los artificiales enemigos corroboraron que no tenían nada el uno contra el otro. Ganados por la muina, fueron testigos de que el amor que sentían por ellas se venía abajo como un castillo de naipes. Y sin mucho trabajo cayeron en cuenta de quiénes eran las culpables del pleito y de las pérdidas de un ojo y de una oreja. De común acuerdo decidieron castigar a las novias inmediatamente después de que se les otorgara la libertad. Dicho y hecho, apenas salieron del reformatorio, se llevaron por la fuerza a las muchachas al sitio del bosque donde debería de haber tenido lugar el duelo y cada uno con su respectiva les dieron una buena tunda de nalgadas, tras lo cual les echaron una mirada de desprecio y las dejaron llorosas, adoloridas y tal vez excitadas. Las dos enemigas, al verse solas, se fueron olvidando de los inesperados correctivos manuales, y se lanzaron, ahora sí, una contra otra, se mordieron los brazos, forcejearon de lo lindo hasta que rodaron al suelo abrazadas. Era un duelo de verdad, una suerte de lucha libre sin límites, y así estuvieron un buen rato, propinándose golpes, apretándose, jadean- do, enroscadas por el odio. De pronto dejaron de moverse, como inánimes muñecas de trapo; sus rostros se hallaron de repente y respondiendo a sepa Dios qué impulso unieron sus bocas y sintieron que un beso, aunque permanecían vestidas, las desnudaba.
Cuántas cosas tuvieron que ocurrir –el duelo, el reformatorio, las nalgadas- para que las chavitas supieran que no podían vivir una sin la otra. Todos en el barrio se enteraron del nuevo idilio y pusieron el grito en la estratósfera. Sobre todo la iglesia y el viejerío de mochos y mochas. Alguien dijo: “deberían ser lapidadas”. Y esta frase, salida de la lengua viperina del fanatismo, fue escuchada por el Profe. quien decidió hacerse cargo de la sugerencia. Llamó a sus lugartenientes, reunió a su camarilla, citó a su cruzada de niños y todos fueron en busca de las infractoras del orden moral. Y llevaron consigo dos cajas llenas de proyectiles. Hallaron a las chicas tomadas de la mano en una silla del parque, con los ojos estrenando miradas y tocando a cuatro manos los arpegios de su dicha. A la voz de “duro con ellas”, los jóvenes las acribillaron a malvaviscos, dejando sus brazos no llenos de moretones sino de pequeños círculos de azúcar. Al terminar la faena, el profe dijo: así es como la juventud del barrio castiga las novedosas preferencias sexuales. Y todos, incluyendo las lapidadas, salieron abrazados y gritando y cantando y pisoteando los viejos, malolientes e inveterados prejuicios de ese barrio y muchos otros de nuestro Mexiquito lindo.
La nueva dulcería, propiedad de quién sabe quién, subió de repente los precios de sus mercancías al nivel en que la inmensa mayoría de los niños, quedaban excluidos de esos “trocitos de paraíso” que alegraban por unos segundos los tristes paladares de la cotidianidad. El Profe, ni tardo ni perezoso, organizó una “cruzada de niños” para ir al rescate del “santo recinto”. La chiquillada, no pudo lograr su propósito porque llegó de repente la policía y los agarró in fraganti. Lo único que consiguieron “expropiar”, como decía el Profe, fueron cuatro cajas de malvaviscos, de las cuales dos fueron vaciadas en un santiamén y las otras dos escondidas en un lugar del que sólo sabían el Profe y sus lugartenientes Juancho y Elpidio. El episodio no pasó a mayores.
Las quinceañeras Leticia y Úrsula se odiaban a más no poder. ¿Cómo era posible que dos chiquillas se aborrecieran tanto? Se cayeron mal desde que se conocieron. Los gestos, los ademanes, las sonrisas de la primera repugnaban a la segunda y viceversa. No podían vivir, para decirlo pronto, una sin la otra, aunque amalgamadas por el odio. No se atrevían, sin embargo, a llegar a las manos. La educación y el miedo les ataban el propósito. Pero hallaron el medio para enfrentarse y saldar cuentas en lo que podríamos llamar un “desafío delegado”. Leticia y Úrsula tenían como novios a Juancho y a Elpidio respectivamente. Y cada una azuzó a su enamorado para que, al salir de la escuela, se dieran en la madre. Ellos no tenían la menor avidez de intercambiar trompadas, pero los deseos de sus chavas se mudaban automáticamente en órdenes para ellos y, pues ni modo, estaban dispuestos a la refriega.
El Profe, líder de la chaviza, reprobó terminantemente que el encuentro fuera a puñetazos. “Eso es cosa de salvajes y nacos de barriada”, sentenció. Y pro-puso, muy en serio, que el enfrentamiento fuera un duelo a la vieja usanza. “No un duelo de pistolas”, dijo. “Eso es anacrónico, estúpido y peli-groso”. La pandilla le preguntó: “Entons ¿un duelo de qué maiz?” y el Profe aclaró: “de resorteras”.
A continuación explicó su idea: “el duelo debe ser muy de mañanita, en el bosque junto al río, a la hora en que los gallos “tiritan sus cantares” como dice la famosa canción de José Alfredo. Cada duelista debe tener su padrino. El “Espantamadres” puede ser el padrino de Juancho y el “Nomeolvides” el de Elpidio. Para que no haya preferencias, las resorteras –tenemos dos nuevecitas- deben ser sorteadas. Sugiero la forma más fácil de hacerlo: el volado. Y que la decisión sea tomada– añadió, poniéndose en trance lírico- por la astucia de un águila o el albedrío del sol. El duelo debe ser no a primera muerte, sino a primera sangre y el triunfador otorgará el símbolo de su victoria –la resortera del vencido- a la dueña de su amorcito corazón”. Todos estuvieron de acuerdo. Pero el día del evento, algo salió mal: a todos los que iban a participar, se les pegaron las sábanas y el duelo en vez de tener lugar a las 3:30 de la mañana, en el bosque río abajo, se efectuó a las doce del día en la plaza pública. Lo demás discurrió de la manera convenida. Pero no del todo, ya que lo que iba a ser un encuentro “lejos del mundanal ruido”, se convirtió en un acto espectacular que atrajo a medio mundo Ahí estaban, además de los duelistas, los padrinos y el Profe –con una batuta invisible en la mano-, Leticia, Úrsula, la abuelita de Leticia Doña Chole, el hermano loco de Úrsula el Panchurris y buena parte del barrio. Se arrojó hacia arriba la moneda y la resortera café oscuro le tocó a Juancho y la resortera café claro a Elpidio. La verdad es que estaban en igualdad de condiciones. Los duelistas se pusieron espalda con espalda, colocaron sendos guijarros en sus armas, contaron los consabidos pasos (veinticinco), estiraron las ligas y dispararon al unísono. Pero, ay, no dieron en el blanco. La piedra de Elpidio dio en un ojo de Doña Chole (la abuela de Leticia) y la dejó tuerta, la de Juancho atinó en la oreja de Pancho (el hermano de Úrsula) y lo dejó desorejado. Los únicos que escaparon a la confusión del momento fueron dos policías que, viendo los estropicios causados por el lance, se llevaron a la correccional a los malhadados contrincantes.
En los fríos días que pasaron en la correccional los artificiales enemigos corroboraron que no tenían nada el uno contra el otro. Ganados por la muina, fueron testigos de que el amor que sentían por ellas se venía abajo como un castillo de naipes. Y sin mucho trabajo cayeron en cuenta de quiénes eran las culpables del pleito y de las pérdidas de un ojo y de una oreja. De común acuerdo decidieron castigar a las novias inmediatamente después de que se les otorgara la libertad. Dicho y hecho, apenas salieron del reformatorio, se llevaron por la fuerza a las muchachas al sitio del bosque donde debería de haber tenido lugar el duelo y cada uno con su respectiva les dieron una buena tunda de nalgadas, tras lo cual les echaron una mirada de desprecio y las dejaron llorosas, adoloridas y tal vez excitadas. Las dos enemigas, al verse solas, se fueron olvidando de los inesperados correctivos manuales, y se lanzaron, ahora sí, una contra otra, se mordieron los brazos, forcejearon de lo lindo hasta que rodaron al suelo abrazadas. Era un duelo de verdad, una suerte de lucha libre sin límites, y así estuvieron un buen rato, propinándose golpes, apretándose, jadean- do, enroscadas por el odio. De pronto dejaron de moverse, como inánimes muñecas de trapo; sus rostros se hallaron de repente y respondiendo a sepa Dios qué impulso unieron sus bocas y sintieron que un beso, aunque permanecían vestidas, las desnudaba.
Cuántas cosas tuvieron que ocurrir –el duelo, el reformatorio, las nalgadas- para que las chavitas supieran que no podían vivir una sin la otra. Todos en el barrio se enteraron del nuevo idilio y pusieron el grito en la estratósfera. Sobre todo la iglesia y el viejerío de mochos y mochas. Alguien dijo: “deberían ser lapidadas”. Y esta frase, salida de la lengua viperina del fanatismo, fue escuchada por el Profe. quien decidió hacerse cargo de la sugerencia. Llamó a sus lugartenientes, reunió a su camarilla, citó a su cruzada de niños y todos fueron en busca de las infractoras del orden moral. Y llevaron consigo dos cajas llenas de proyectiles. Hallaron a las chicas tomadas de la mano en una silla del parque, con los ojos estrenando miradas y tocando a cuatro manos los arpegios de su dicha. A la voz de “duro con ellas”, los jóvenes las acribillaron a malvaviscos, dejando sus brazos no llenos de moretones sino de pequeños círculos de azúcar. Al terminar la faena, el profe dijo: así es como la juventud del barrio castiga las novedosas preferencias sexuales. Y todos, incluyendo las lapidadas, salieron abrazados y gritando y cantando y pisoteando los viejos, malolientes e inveterados prejuicios de ese barrio y muchos otros de nuestro Mexiquito lindo.