Cotard
René Ostos
Me es difícil aceptarlo, aunque la angustia que sentía ha disminuido, la sensación no se ha ido por completo. ¿Cómo saber si desperté de la pesadilla o sigo en ella?
Trabajaba como cuidador en la morgue de un pequeño hospital privado, era un trabajo sencillo: se trataba de recibir, cuidar y dar salida a los cuerpos que llegaban. Pese a la monotonía, el frío y el continuo olor a desinfectante, me resultaba agradable estar ahí.
En una ocasión, me recosté un poco sobre el escritorio y me quedé dormido. Me despertó el timbre de la puerta. Era un camillero que traía otro cuerpo. Lo puso sobre una de las planchas y abrió la bolsa para que yo pudiera ver. “Masculino. 87 años” decía la etiqueta.
Es curioso, en el tiempo que tenía trabajando ahí, ni una sola vez me dio por observar detenidamente a los muertos, siempre que llegaba alguno miraba fugazmente, sólo para cerciorarme que estaban entregándome lo que decía la etiqueta y no otra cosa. En esa ocasión, después de acompañar al camillero a la puerta, caminé directo hasta la plancha donde el recién llegado descansaba, para cerrar la bolsa que, en un descuido, había quedado abierta. En lugar de hacer eso, me quedé mirando el rostro niño del cadáver. Tenía un par horas de muerto, y sin embargo, parecía estar dormido, su expresión era de completa paz, como si el hecho de haber fallecido lo liberara de una pesada carga. Al estarlo observando, me sentí parte de aquella calma. Pasé largo rato embelesado con su semblante, contagiado de su profunda tranquilidad.
Ojalá no hubiera hecho por mirar. Después de aquel episodio, se me hizo costumbre observar detenidamente la faz de los difuntos. Tenía su encanto, sí, mas no volví a ver un rostro que me produjera la misma sensación de bienestar; y peor aún, con frecuencia llegaban cuerpos cuyo semblante era tan atroz que me obligaba a cerrar inmediatamente la bolsa y dudar en abrir la siguiente.
Así como el efecto de una droga se va apagando, el impulso que sentía por observar a los muertos fue disminuyendo poco a poco, dejándome una sensación de vacío. Me invadió una profunda tristeza, pero traté de llevar mi vida con cotidianidad.
Una mañana, mientras me daba un baño, noté que un hedor nauseabundo emanaba de mi boca. Me lavé los dientes, hice gárgaras con enjuague bucal y antiséptico, pero el fétido olor no se fue. Cerré la llave de la regadera y fui a verme al espejo, me asustó la lividez de mi cara, mis ojos hundidos y el color violáceo de mis venas. Caminé trabajosamente hasta mi cama y me recosté. Atento a lo que pasaba en mi cuerpo, me di cuenta que mis órganos habían dejado de funcionar, mi corazón no latía, mi sangre no circulaba; mis pulmones se volvieron de piedra, dejé de respirar; y en mi estómago e intestinos podía sentir cómo las reacciones químicas iban formado gases que terminarían por reventar mis vísceras. No tardé mucho en saber lo que me estaba sucediendo: me había contagiado de la muerte.
Ya no pude levantarme de la cama. Perdí la noción de todo hasta que escuché que abrían la puerta de mi casa, era el casero, detrás de él, entraron dos policías y un paramédico, fueron hasta mi cama y me preguntaron por qué gritaba --¿Qué acaso no veían las larvas de mosca dándose un festín con mi carne? ¿no percibían el olor de mi cuerpo pudriéndose?-- Me tomaron los signos vitales. Trajeron una camilla, me subieron a ella --el rigor mortis les facilitó las cosas-- y me llevaron hasta la ambulancia, ante la mirada atónita de vecinos y curiosos. No prendieron la sirena, no tenía ningún caso, yo ya no tenía remedio. Uno de los paramédicos me inyectó algo. Después de eso, todo fue imágenes intermitentes, un río de pensamientos desordenados, los últimos pulsos eléctricos de mis neuronas apagándose. Al fin moría mi consciencia.
Luego todo estaba oscuro, de pronto un golpe de luz me dio en la cara, era el camillero del hospital bajando el cierre de mi bolsa, era yo mirándome detenidamente por horas, con una tonta expresión de tranquilidad. Sentí el filo del bisturí cortándome la carne, era el forense haciéndome la autopsia. De nuevo oscuridad, la temperatura comenzó a bajar cada vez más… eso es lo último que recuerdo.
El resto ya lo sabe. Me desperté aquí, doctor, en esta cama, con usted preguntándome si recuerdo quién soy, diciéndome que padezco delirio de negación, que he sido tratado durante dos meses con terapia electro convulsiva y un coctel de medicamentos antipsicóticos. Y que tal vez pronto, muy pronto, si el tratamiento funciona, pueda volver a mi vida normal, lejos de la morgue.
Trabajaba como cuidador en la morgue de un pequeño hospital privado, era un trabajo sencillo: se trataba de recibir, cuidar y dar salida a los cuerpos que llegaban. Pese a la monotonía, el frío y el continuo olor a desinfectante, me resultaba agradable estar ahí.
En una ocasión, me recosté un poco sobre el escritorio y me quedé dormido. Me despertó el timbre de la puerta. Era un camillero que traía otro cuerpo. Lo puso sobre una de las planchas y abrió la bolsa para que yo pudiera ver. “Masculino. 87 años” decía la etiqueta.
Es curioso, en el tiempo que tenía trabajando ahí, ni una sola vez me dio por observar detenidamente a los muertos, siempre que llegaba alguno miraba fugazmente, sólo para cerciorarme que estaban entregándome lo que decía la etiqueta y no otra cosa. En esa ocasión, después de acompañar al camillero a la puerta, caminé directo hasta la plancha donde el recién llegado descansaba, para cerrar la bolsa que, en un descuido, había quedado abierta. En lugar de hacer eso, me quedé mirando el rostro niño del cadáver. Tenía un par horas de muerto, y sin embargo, parecía estar dormido, su expresión era de completa paz, como si el hecho de haber fallecido lo liberara de una pesada carga. Al estarlo observando, me sentí parte de aquella calma. Pasé largo rato embelesado con su semblante, contagiado de su profunda tranquilidad.
Ojalá no hubiera hecho por mirar. Después de aquel episodio, se me hizo costumbre observar detenidamente la faz de los difuntos. Tenía su encanto, sí, mas no volví a ver un rostro que me produjera la misma sensación de bienestar; y peor aún, con frecuencia llegaban cuerpos cuyo semblante era tan atroz que me obligaba a cerrar inmediatamente la bolsa y dudar en abrir la siguiente.
Así como el efecto de una droga se va apagando, el impulso que sentía por observar a los muertos fue disminuyendo poco a poco, dejándome una sensación de vacío. Me invadió una profunda tristeza, pero traté de llevar mi vida con cotidianidad.
Una mañana, mientras me daba un baño, noté que un hedor nauseabundo emanaba de mi boca. Me lavé los dientes, hice gárgaras con enjuague bucal y antiséptico, pero el fétido olor no se fue. Cerré la llave de la regadera y fui a verme al espejo, me asustó la lividez de mi cara, mis ojos hundidos y el color violáceo de mis venas. Caminé trabajosamente hasta mi cama y me recosté. Atento a lo que pasaba en mi cuerpo, me di cuenta que mis órganos habían dejado de funcionar, mi corazón no latía, mi sangre no circulaba; mis pulmones se volvieron de piedra, dejé de respirar; y en mi estómago e intestinos podía sentir cómo las reacciones químicas iban formado gases que terminarían por reventar mis vísceras. No tardé mucho en saber lo que me estaba sucediendo: me había contagiado de la muerte.
Ya no pude levantarme de la cama. Perdí la noción de todo hasta que escuché que abrían la puerta de mi casa, era el casero, detrás de él, entraron dos policías y un paramédico, fueron hasta mi cama y me preguntaron por qué gritaba --¿Qué acaso no veían las larvas de mosca dándose un festín con mi carne? ¿no percibían el olor de mi cuerpo pudriéndose?-- Me tomaron los signos vitales. Trajeron una camilla, me subieron a ella --el rigor mortis les facilitó las cosas-- y me llevaron hasta la ambulancia, ante la mirada atónita de vecinos y curiosos. No prendieron la sirena, no tenía ningún caso, yo ya no tenía remedio. Uno de los paramédicos me inyectó algo. Después de eso, todo fue imágenes intermitentes, un río de pensamientos desordenados, los últimos pulsos eléctricos de mis neuronas apagándose. Al fin moría mi consciencia.
Luego todo estaba oscuro, de pronto un golpe de luz me dio en la cara, era el camillero del hospital bajando el cierre de mi bolsa, era yo mirándome detenidamente por horas, con una tonta expresión de tranquilidad. Sentí el filo del bisturí cortándome la carne, era el forense haciéndome la autopsia. De nuevo oscuridad, la temperatura comenzó a bajar cada vez más… eso es lo último que recuerdo.
El resto ya lo sabe. Me desperté aquí, doctor, en esta cama, con usted preguntándome si recuerdo quién soy, diciéndome que padezco delirio de negación, que he sido tratado durante dos meses con terapia electro convulsiva y un coctel de medicamentos antipsicóticos. Y que tal vez pronto, muy pronto, si el tratamiento funciona, pueda volver a mi vida normal, lejos de la morgue.