Crónica de una morgue vedada
Araceli Rodríguez
El día que me tocó hacer una crónica sobre la morgue, estuve a punto de mentir y decirles a mis compañeros que me había tocado escribir un cuento. Aunque enseguida pasaron por mi mente todas las series policiacas que he visto, tenía una vaga idea de cómo es ese lugar. Así que me puse a investigar en internet para saber más acerca del tema, y me di cuenta que no sabía nada. Los videos y fotografías fueron tan explícitos que me hicieron tener pesadillas durante varias noches.
Pese a mis temores, una amiga me contactó con una perito forense. La perito y yo nos mensajeamos, dijo que no sabía si darme la cita el sábado en la mañana o en la tarde, ya que a cualquier hora puede llegar la muerte. En uno de los mensajes, escribió “Tú dime a qué hora llegas, a lo mejor tienes suerte y sale un homicidio”. Dios mío, no podía ser, mi “buena suerte” dependía de la mala suerte de otro. Quedamos que nos veríamos a las doce.
Llegué a la hora indicada y telefonee a la perito, dijo que tenía diez minutos de haberse ido, que trató de alargar el tiempo para que me fuera con ella y su equipo y, así, pudiera conocer cómo es una “escena del crimen”. Habría podido explicarme su trabajo, mas no fue posible porque si sale un crimen o accidente, enseguida “hay que agarrar camino”. La esperé un par de horas, pero no regresó en ese tiempo.
Como estaba muy cerca del Instituto de Ciencias Forenses (INCIFO), fui a ver si me dejaban conocer sus instalaciones. Al preguntar, me atendió un policía mal encarado. Entre su prisa por atenderme, me dijo que regresara el lunes a las diez de la mañana y sacara una cita en el piso de Enseñanza. Así lo hice. La recepcionista me puso en claro que los estudiantes de creación literaria no tenemos posibilidad alguna de entrar a la morgue, únicamente los estudiantes de derecho, medicina y criminalística pueden entrar. O bien, mediante una solicitud de alguna institución educativa que explique las razones que justifiquen la visita, pero no solo eso, sino que en caso de ser aceptada dicha solicitud, la visita tendría un costo de tres mil pesos. Di las gracias y me fui muy decepcionada, aunque he de confesar que sentí cierto alivio, pues todavía me daba temor entrar a una morgue.
Recordé que tengo un contacto que se dedica a embalsamar, opción a la que no quería recurrir, porque su trabajo no es propiamente en una morgue, pero era lo más cercano que tenía en ese momento. Llamé a esta persona y propuso que nos viéramos ese mismo día en el metro Hidalgo. Fui con Mario Pantoja, compañero de Monociclo. Cuando llegamos, el embalsamador ya estaba allí. Le dije que me interesaría conocer cómo es un embalsamamiento. Nos explicó que la empresa en la que trabaja no permite que personas ajenas a su establecimiento, a menos que sean familiares, entren a presenciar la manita de gato que se le hace al difunto. Así que entraríamos de contrabando. El embalsamador insistía mucho en que no sabía si yo iba a aguantar y me confesó su temor porque me desmayara al estar frente a un cuerpo en mal estado.
Lo vimos un domingo a las siete de la noche afuera de la funeraria donde trabaja. Marqué a su celular y colgué para que supiera que ya estábamos ahí. Nervioso, salió y nos metió por el estacionamiento. Una vez adentro, esperamos largo rato en una pequeña oficina a que terminara un velorio. Llegué a pensar que si esperábamos más tiempo, descubrirían al embalsamador y lo meteríamos en problemas. A ratos, pasaban sus compañeros y lo saludaban, y Mario y yo nos hacíamos pasar por clientes. Terminado el velorio, nos dirigimos a la sala donde arreglan los cuerpos. Estaba nerviosa, no sabía cuál sería mi reacción al ver un embalsamamiento.
La puerta del lugar es de fierro, muy gruesa. Olía a cloro. Aquel sitio parece una sala de operaciones. En medio, una plancha de metal. En la pared, un estante guarda formoles e instrumentos con los que el embalsamador hace su trabajo. Cerca de la puerta cuelgan una bata y un mandil de hule. En el suelo, las botas de trabajo. A unos centímetros de la plancha está la máquina succionadora de fluidos; más allá, el clorador, que purifica los desechos que se van directo al drenaje. Encima de una mesa de metal se ve la bomba electro-inyectora, la cual tiene un vaso, como de licuadora, que está impregnado de sangre. La blancura del cuarto hace que se vea mucha más luz y se respire limpieza, mas quité luego-luego mi mano cuando noté restos de sangre en la plancha en que me había recargado. Mientras esperábamos a que saliera un servicio (un cuerpo a embalsamar), el arreglador de muertos nos dijo que él entiende por morgue que es el lugar a donde van a dar todos aquellos cuerpos que les practicaron una autopsia o una necropsia. Cuando se trata de autopsia, es porque estuvieron en el hospital; cuando se trata de necropsia, es porque estuvieron en el forense, ya que se trata de una muerte violenta. Dice que no es fácil reconstruir estos últimos porque “suelen derramarse”.
Llevábamos un par de horas ahí, todo parecía indicar que esa noche no habría ningún servicio. Otra vez mi mala suerte: no pude entrar a una morgue, ni ver el trabajo de los peritos forenses, y tampoco presenciar un embalsamamiento. No quería irme con las manos vacías, así que le pedí al embalsamador que me dejara hacerle una entrevista: él aceptó.
Pese a mis temores, una amiga me contactó con una perito forense. La perito y yo nos mensajeamos, dijo que no sabía si darme la cita el sábado en la mañana o en la tarde, ya que a cualquier hora puede llegar la muerte. En uno de los mensajes, escribió “Tú dime a qué hora llegas, a lo mejor tienes suerte y sale un homicidio”. Dios mío, no podía ser, mi “buena suerte” dependía de la mala suerte de otro. Quedamos que nos veríamos a las doce.
Llegué a la hora indicada y telefonee a la perito, dijo que tenía diez minutos de haberse ido, que trató de alargar el tiempo para que me fuera con ella y su equipo y, así, pudiera conocer cómo es una “escena del crimen”. Habría podido explicarme su trabajo, mas no fue posible porque si sale un crimen o accidente, enseguida “hay que agarrar camino”. La esperé un par de horas, pero no regresó en ese tiempo.
Como estaba muy cerca del Instituto de Ciencias Forenses (INCIFO), fui a ver si me dejaban conocer sus instalaciones. Al preguntar, me atendió un policía mal encarado. Entre su prisa por atenderme, me dijo que regresara el lunes a las diez de la mañana y sacara una cita en el piso de Enseñanza. Así lo hice. La recepcionista me puso en claro que los estudiantes de creación literaria no tenemos posibilidad alguna de entrar a la morgue, únicamente los estudiantes de derecho, medicina y criminalística pueden entrar. O bien, mediante una solicitud de alguna institución educativa que explique las razones que justifiquen la visita, pero no solo eso, sino que en caso de ser aceptada dicha solicitud, la visita tendría un costo de tres mil pesos. Di las gracias y me fui muy decepcionada, aunque he de confesar que sentí cierto alivio, pues todavía me daba temor entrar a una morgue.
Recordé que tengo un contacto que se dedica a embalsamar, opción a la que no quería recurrir, porque su trabajo no es propiamente en una morgue, pero era lo más cercano que tenía en ese momento. Llamé a esta persona y propuso que nos viéramos ese mismo día en el metro Hidalgo. Fui con Mario Pantoja, compañero de Monociclo. Cuando llegamos, el embalsamador ya estaba allí. Le dije que me interesaría conocer cómo es un embalsamamiento. Nos explicó que la empresa en la que trabaja no permite que personas ajenas a su establecimiento, a menos que sean familiares, entren a presenciar la manita de gato que se le hace al difunto. Así que entraríamos de contrabando. El embalsamador insistía mucho en que no sabía si yo iba a aguantar y me confesó su temor porque me desmayara al estar frente a un cuerpo en mal estado.
Lo vimos un domingo a las siete de la noche afuera de la funeraria donde trabaja. Marqué a su celular y colgué para que supiera que ya estábamos ahí. Nervioso, salió y nos metió por el estacionamiento. Una vez adentro, esperamos largo rato en una pequeña oficina a que terminara un velorio. Llegué a pensar que si esperábamos más tiempo, descubrirían al embalsamador y lo meteríamos en problemas. A ratos, pasaban sus compañeros y lo saludaban, y Mario y yo nos hacíamos pasar por clientes. Terminado el velorio, nos dirigimos a la sala donde arreglan los cuerpos. Estaba nerviosa, no sabía cuál sería mi reacción al ver un embalsamamiento.
La puerta del lugar es de fierro, muy gruesa. Olía a cloro. Aquel sitio parece una sala de operaciones. En medio, una plancha de metal. En la pared, un estante guarda formoles e instrumentos con los que el embalsamador hace su trabajo. Cerca de la puerta cuelgan una bata y un mandil de hule. En el suelo, las botas de trabajo. A unos centímetros de la plancha está la máquina succionadora de fluidos; más allá, el clorador, que purifica los desechos que se van directo al drenaje. Encima de una mesa de metal se ve la bomba electro-inyectora, la cual tiene un vaso, como de licuadora, que está impregnado de sangre. La blancura del cuarto hace que se vea mucha más luz y se respire limpieza, mas quité luego-luego mi mano cuando noté restos de sangre en la plancha en que me había recargado. Mientras esperábamos a que saliera un servicio (un cuerpo a embalsamar), el arreglador de muertos nos dijo que él entiende por morgue que es el lugar a donde van a dar todos aquellos cuerpos que les practicaron una autopsia o una necropsia. Cuando se trata de autopsia, es porque estuvieron en el hospital; cuando se trata de necropsia, es porque estuvieron en el forense, ya que se trata de una muerte violenta. Dice que no es fácil reconstruir estos últimos porque “suelen derramarse”.
Llevábamos un par de horas ahí, todo parecía indicar que esa noche no habría ningún servicio. Otra vez mi mala suerte: no pude entrar a una morgue, ni ver el trabajo de los peritos forenses, y tampoco presenciar un embalsamamiento. No quería irme con las manos vacías, así que le pedí al embalsamador que me dejara hacerle una entrevista: él aceptó.