Dalima
Karla Montalvo
Dalima tenía diecinueve años cuando su pueblo se llenó de "sís". Sí, al plan de aparecer en el mapa, sí a la transición, a la soberanía; sí al reconocimiento de los del Sur. Era 1970 y, en medio de esa alegría, la joven no pudo negarse a Jaso y a la propuesta de un huerto y varios hijos.
Durante once años Dalima fue paciente. No se quejó porque su esposo tardó en terminar la casa, no se desanimó cuando en el jardín —el de atrás, al fondo— no se dieron las flores amarillas, tampoco lloró durante el tiempo que no pudo embarazarse. Para cuando los del Oeste y los del Sur comenzaron la guerra, ella tenía dónde vivir, cultivar, y amamantaba a Nadín.
Algunos vecinos se amedrentaron por la llegada del Oeste y por las noticias del avance desde el Sur. Ellos, los del Sur, querían acabar con los independentistas, con esos que se habían permitido soñar los “sís”. Se decía que pasaban por los poblados con turbinas y hélices. Se decía que dejaban polvo donde antes había animales y plantas. Se decía que cubrían la tierra de mujeres muertas con hijos muertos en los brazos.
Llegaron dos varones más, una niña y el pequeño Amid. A pesar de las alarmas, los rezos y el avance de la guerra, Dalima no dejó de sorprenderse cada vez que, tras el parto, escuchó el llanto de sus hijos; cada vez pensó que aquel era el sonido más delgado y diáfano que había escuchado. Guardó en su memoria la edad en que cada uno caminó, y su primera palabra. Nadín dijo “agua”; Edul, el nombre de su hermano mayor; Olef, “leche”, y Zarai, la niña, “papá”. Dalima se preguntaba cuál sería la palabra de Amid. El bebé podía pasar horas sin llorar, mirando el techo con esos ojos enormes, oscuros como piedras de río.
Durante once años Dalima fue paciente. No se quejó porque su esposo tardó en terminar la casa, no se desanimó cuando en el jardín —el de atrás, al fondo— no se dieron las flores amarillas, tampoco lloró durante el tiempo que no pudo embarazarse. Para cuando los del Oeste y los del Sur comenzaron la guerra, ella tenía dónde vivir, cultivar, y amamantaba a Nadín.
Algunos vecinos se amedrentaron por la llegada del Oeste y por las noticias del avance desde el Sur. Ellos, los del Sur, querían acabar con los independentistas, con esos que se habían permitido soñar los “sís”. Se decía que pasaban por los poblados con turbinas y hélices. Se decía que dejaban polvo donde antes había animales y plantas. Se decía que cubrían la tierra de mujeres muertas con hijos muertos en los brazos.
Llegaron dos varones más, una niña y el pequeño Amid. A pesar de las alarmas, los rezos y el avance de la guerra, Dalima no dejó de sorprenderse cada vez que, tras el parto, escuchó el llanto de sus hijos; cada vez pensó que aquel era el sonido más delgado y diáfano que había escuchado. Guardó en su memoria la edad en que cada uno caminó, y su primera palabra. Nadín dijo “agua”; Edul, el nombre de su hermano mayor; Olef, “leche”, y Zarai, la niña, “papá”. Dalima se preguntaba cuál sería la palabra de Amid. El bebé podía pasar horas sin llorar, mirando el techo con esos ojos enormes, oscuros como piedras de río.
***
Tres días encerrados. Aunque el enfrentamiento se daba en las afueras, era cuestión de tiempo para que el Sur aprovechara y los atacara a ellos, los traidores, los que esperaban libertad y dejaban pasar al Oeste. Eran cuatro las familias que estaban en el refugio; cuatro familias rodeadas de luz artificial y de ecos. Desde ahí escuchaban los motores, las balas, las explosiones. Las caras de los niños suplicaban y Dalima con tan pocas manos y con tanto miedo. Miró el techo. Era como si entre sus hijos y el vaivén de llamas y estallidos hubiera una capa de mazapán, a punto de desmoronarse.
Al tercer día, en la tarde, los motores y los tronidos cesaron. Una hora después, pastoso, denso, el silencio seguía ahí. Poco a poco se incorporaron algunos sonidos, pasos, puertas, gritos de aviso. La voz del vecino sonó desde arriba: se acabó, pueden salir.
Camino a casa, vieron gente bajar la montaña, regresar al pueblo. El ataque había terminado.
Jaso y los niños limpiaron la estancia. Luego, cenaron juntos y se fueron a dormir. Dalima no soñó. Estaba cansada, le dolía el cuerpo.
Los aviones se escucharon a las once de la mañana; eran los del Sur. Tocaba el turno a los pobladores.
—No quiero ir al refugio.
—No podemos quedarnos aquí, sería esperar a que nos exploten.
Tronó una bomba en el jardín, el secreto, el del fondo, y no hubo alternativa, corrieron al refugio.
Ahí estuvieron, dándole imagen y cuerpo a los sonidos. Creían identificar qué casa había sido incendiada, qué huerto, qué camino. Creaban un mapa imaginario de la destrucción.
De pronto, una pausa. Jaso se animó a salir. Un hombre corría y le avisó:
—Son químicas.
El padre, entonces, se dio cuenta, debían buscar el aire, el sótano se llenaba de veneno.
—¡Vamos a la casa!
Afuera vieron mujeres en el piso, niños que dormían sobre su vómito, gatos inertes junto a hombres doblados sobre sí mismos, descalzos. Atrás, las nubes de polvo y las máquinas zumbando.
—Sube, es mejor estar en lo alto. —Dijo Jaso.
La esposa cargó al bebé con un brazo; con la mano libre mojó un pañuelo y se lo dio a la niña: póntelo en la nariz. Pero nadie llegó a la planta alta. Nadín, el mayor, gritaba, me quemo, mamá, me quemo. Dalima encontró una cobija y se la echó encima. Lo hizo aunque no había llamas, aunque no sabía qué ni cómo lo quemaba. El niño, acostado en el piso, se convulsionó bajo la manta. El bebé lloraba, mientras la madre se agachaba para tocar a Nadín.
El aire se hizo poco. Dalima quedó en el vacío, en la nada, en la mudez.
Al tercer día, en la tarde, los motores y los tronidos cesaron. Una hora después, pastoso, denso, el silencio seguía ahí. Poco a poco se incorporaron algunos sonidos, pasos, puertas, gritos de aviso. La voz del vecino sonó desde arriba: se acabó, pueden salir.
Camino a casa, vieron gente bajar la montaña, regresar al pueblo. El ataque había terminado.
Jaso y los niños limpiaron la estancia. Luego, cenaron juntos y se fueron a dormir. Dalima no soñó. Estaba cansada, le dolía el cuerpo.
Los aviones se escucharon a las once de la mañana; eran los del Sur. Tocaba el turno a los pobladores.
—No quiero ir al refugio.
—No podemos quedarnos aquí, sería esperar a que nos exploten.
Tronó una bomba en el jardín, el secreto, el del fondo, y no hubo alternativa, corrieron al refugio.
Ahí estuvieron, dándole imagen y cuerpo a los sonidos. Creían identificar qué casa había sido incendiada, qué huerto, qué camino. Creaban un mapa imaginario de la destrucción.
De pronto, una pausa. Jaso se animó a salir. Un hombre corría y le avisó:
—Son químicas.
El padre, entonces, se dio cuenta, debían buscar el aire, el sótano se llenaba de veneno.
—¡Vamos a la casa!
Afuera vieron mujeres en el piso, niños que dormían sobre su vómito, gatos inertes junto a hombres doblados sobre sí mismos, descalzos. Atrás, las nubes de polvo y las máquinas zumbando.
—Sube, es mejor estar en lo alto. —Dijo Jaso.
La esposa cargó al bebé con un brazo; con la mano libre mojó un pañuelo y se lo dio a la niña: póntelo en la nariz. Pero nadie llegó a la planta alta. Nadín, el mayor, gritaba, me quemo, mamá, me quemo. Dalima encontró una cobija y se la echó encima. Lo hizo aunque no había llamas, aunque no sabía qué ni cómo lo quemaba. El niño, acostado en el piso, se convulsionó bajo la manta. El bebé lloraba, mientras la madre se agachaba para tocar a Nadín.
El aire se hizo poco. Dalima quedó en el vacío, en la nada, en la mudez.
***
Lo primero que vio al despertar, fue el barandal de la camilla. Cerca, una enfermera hablaba una lengua incomprensible. No era su ciudad. No era su país. ¿Y el bebé? Se incorporó y buscó en las camas de los lados. No estaban Jaso ni sus hijos. ¿Quién me trajo? Quien la hubiera llevado tendría que saber sobre Amid, el bebé, al menos sobre él. Pero nadie le entendía. Cuando un voluntario tradujo sus dudas, no hubo respuesta. No sabían. El desorden y la confusión habían salvado a quienes encontraban al paso, sin registro, sin plan.
Cuando Dalima pudo levantarse, recorrió el hospital. Persiguió los llantos infantiles, las palabras de su idioma. El resultado fue un presagio de lo que vivió, tiempo después, al pie de las escaleras rumbo a la calle: la ligereza de no cargar a nadie, de no sentir ninguna fuerza sobre la falda o el brazo o la pierna; la nada en el puño, en el pecho. Sin el peso de los niños, la avenida se sintió enorme. Sin su esposo y sus cinco hijos, ella era pequeña, liviana.
Cuando Dalima pudo levantarse, recorrió el hospital. Persiguió los llantos infantiles, las palabras de su idioma. El resultado fue un presagio de lo que vivió, tiempo después, al pie de las escaleras rumbo a la calle: la ligereza de no cargar a nadie, de no sentir ninguna fuerza sobre la falda o el brazo o la pierna; la nada en el puño, en el pecho. Sin el peso de los niños, la avenida se sintió enorme. Sin su esposo y sus cinco hijos, ella era pequeña, liviana.
***
La espera en el hotel fue lo más difícil. Para conocer los resultados del ADN, Josué debía esperar que terminara la fiesta sagrada.
Su mamá no le ocultó que lo había encontrado en el piso, con los dedos metidos en la boca, a punto de morir. Esa historia había importado de algún modo, de un modo tangencial, difuso. Amaba a Aída, su madre. A sus hermanos. Pero saber del otro pueblo, de la otra cultura, de la tragedia, era algo que lo hacía especial, como tener una marca, un dolor.
En el hotel no dejó de pensar en Aída. Después del accidente, le habían amputado las piernas, a ella, que le gustaba estar de pie y dar paseos en una ciudad donde la gente no paseaba. Josué no fue a verla al hospital porque le dio miedo encontrarla rota. Incompleta. Gracias, mamá, le dijo por teléfono. Gracias siempre. Horas después, llegó el aviso de su muerte.
Llevaba cuatro años reclamándose no haber ido. Cuatro años solo. Cuatro años sin hablar con ella, sin sus historias. Cuatro años pensándose y contándole a la gente, me encontró en el suelo, comiéndome los dedos, a nada de morir.
—¿Por qué no buscas a tu familia? —Le preguntó alguien, alguna vez.
—Porque están muertos. Todos murieron.
Su madre lo había dado por hecho. Y él también. Hasta que un compañero le contó que había familias del Este que seguían buscando a sus hijos, hermanos, sobrinos. La soledad hizo que Josué imaginara esa posibilidad. Escuchar otras voces, reconocerse en ellas, descubrirse.
Mientras navegaba en la computadora, el tiempo se espesó. Le sorprendieron la cantidad de referencias, de blogs, de testimonios. Más de un año de ir de una página a otra, de una noticia a otra, de un sitio a otro, hasta que Josué dio con una organización que ayudaba a encontrar niños perdidos en la guerra. En la primera entrevista, creyó que no podría estar más nervioso. Pero luego supo que sí. Cada vez que le mandaban un correo o le hablaban para pedirle un dato, la adrenalina corría con mayor fuerza. En el hotel, cada instante era más intenso que el anterior, y, estaba seguro, al salir del cuarto, rumbo a saber, el corazón reaccionaría. Y el estómago y los nervios.
Los de la ONG decidieron que la vía fuera el gobierno. Varias gestiones, oficios y llamadas, y se lanzó la convocatoria por televisión. Un muchacho, que en el momento de la masacre tenía meses de nacido, buscaba a su familia.
Llegaron las respuestas. Todas de madres.
El hermano de Aída, fue al cuarto a entregarle un traje regional; Josué había decidido vestirlo para conocer a los suyos.
Tío y sobrino se quedaron parados frente a la ventana, mirando sin mirar la noche.
—Ella te quería más porque no eras suyo.
Josué lo sabía.
Esa noche no pudo dormir.
Se bañó de madrugada. Con el pelo todavía húmedo, se recostó sobre la cama y apenas dormitó.
Su mamá no le ocultó que lo había encontrado en el piso, con los dedos metidos en la boca, a punto de morir. Esa historia había importado de algún modo, de un modo tangencial, difuso. Amaba a Aída, su madre. A sus hermanos. Pero saber del otro pueblo, de la otra cultura, de la tragedia, era algo que lo hacía especial, como tener una marca, un dolor.
En el hotel no dejó de pensar en Aída. Después del accidente, le habían amputado las piernas, a ella, que le gustaba estar de pie y dar paseos en una ciudad donde la gente no paseaba. Josué no fue a verla al hospital porque le dio miedo encontrarla rota. Incompleta. Gracias, mamá, le dijo por teléfono. Gracias siempre. Horas después, llegó el aviso de su muerte.
Llevaba cuatro años reclamándose no haber ido. Cuatro años solo. Cuatro años sin hablar con ella, sin sus historias. Cuatro años pensándose y contándole a la gente, me encontró en el suelo, comiéndome los dedos, a nada de morir.
—¿Por qué no buscas a tu familia? —Le preguntó alguien, alguna vez.
—Porque están muertos. Todos murieron.
Su madre lo había dado por hecho. Y él también. Hasta que un compañero le contó que había familias del Este que seguían buscando a sus hijos, hermanos, sobrinos. La soledad hizo que Josué imaginara esa posibilidad. Escuchar otras voces, reconocerse en ellas, descubrirse.
Mientras navegaba en la computadora, el tiempo se espesó. Le sorprendieron la cantidad de referencias, de blogs, de testimonios. Más de un año de ir de una página a otra, de una noticia a otra, de un sitio a otro, hasta que Josué dio con una organización que ayudaba a encontrar niños perdidos en la guerra. En la primera entrevista, creyó que no podría estar más nervioso. Pero luego supo que sí. Cada vez que le mandaban un correo o le hablaban para pedirle un dato, la adrenalina corría con mayor fuerza. En el hotel, cada instante era más intenso que el anterior, y, estaba seguro, al salir del cuarto, rumbo a saber, el corazón reaccionaría. Y el estómago y los nervios.
Los de la ONG decidieron que la vía fuera el gobierno. Varias gestiones, oficios y llamadas, y se lanzó la convocatoria por televisión. Un muchacho, que en el momento de la masacre tenía meses de nacido, buscaba a su familia.
Llegaron las respuestas. Todas de madres.
El hermano de Aída, fue al cuarto a entregarle un traje regional; Josué había decidido vestirlo para conocer a los suyos.
Tío y sobrino se quedaron parados frente a la ventana, mirando sin mirar la noche.
—Ella te quería más porque no eras suyo.
Josué lo sabía.
Esa noche no pudo dormir.
Se bañó de madrugada. Con el pelo todavía húmedo, se recostó sobre la cama y apenas dormitó.
***
Delante de las madres se le atoró el aliento. Se buscaba entre aquellos rasgos afligidos.
Cuando dieron los resultados, Josué las abrazó a todas. A todas les besó las mejillas y les pidió perdón por haberlas ilusionado, por haberlas hecho albergar la esperanza de encontrar a su hijo. Sintió alivio cuando Dalima, entre risas y llanto, le enmarcó la cara con las manos y le dijo Amid, te llamas Amid. Lo entendió sin entender la lengua de la mujer. Porque los ojos de Dalima hablaban con más claridad que su boca.
Alguien le tradujo a Josué lo que su madre dijo a los periódicos: Después de lo que he padecido, ahora, con verlo, puedo morirme en paz. Lo abrazo y es como si los otros cuatro resucitaran entre mis brazos.
Esa noche, Josué, Amid, durmió en casa de sus parientes. Dalima se había vuelto a casar y había tenido más hijos. Todos sonrieron al hermano y le ofrecieron de beber y de comer.
Sobre esa cama, extraña y propia, Amid pensó en la fragilidad. Con un solo evento que no hubiera sucedido, él no estaría en el pueblo ni conocería a Dalima ni estaría sobre esa manta. Imaginó la escena, el tío convenciendo a Aída de ir a un psicólogo, a ese psicólogo, el que creyó bueno informar a Josué de la adopción.
—El psicólogo insistió, por eso te conté.
Regresó el accidente de Aída. Su ausencia. Josué, Amid, evocó la soledad, la sensación de extravío. Por eso el relato sobre las familias que buscaban a los niños perdidos había tenido tanto impacto. Cada blog, cada carta, cada testimonio en Internet participaba de aquello. Un solo evento distinto y él no estaría ahí.
Cuando dieron los resultados, Josué las abrazó a todas. A todas les besó las mejillas y les pidió perdón por haberlas ilusionado, por haberlas hecho albergar la esperanza de encontrar a su hijo. Sintió alivio cuando Dalima, entre risas y llanto, le enmarcó la cara con las manos y le dijo Amid, te llamas Amid. Lo entendió sin entender la lengua de la mujer. Porque los ojos de Dalima hablaban con más claridad que su boca.
Alguien le tradujo a Josué lo que su madre dijo a los periódicos: Después de lo que he padecido, ahora, con verlo, puedo morirme en paz. Lo abrazo y es como si los otros cuatro resucitaran entre mis brazos.
Esa noche, Josué, Amid, durmió en casa de sus parientes. Dalima se había vuelto a casar y había tenido más hijos. Todos sonrieron al hermano y le ofrecieron de beber y de comer.
Sobre esa cama, extraña y propia, Amid pensó en la fragilidad. Con un solo evento que no hubiera sucedido, él no estaría en el pueblo ni conocería a Dalima ni estaría sobre esa manta. Imaginó la escena, el tío convenciendo a Aída de ir a un psicólogo, a ese psicólogo, el que creyó bueno informar a Josué de la adopción.
—El psicólogo insistió, por eso te conté.
Regresó el accidente de Aída. Su ausencia. Josué, Amid, evocó la soledad, la sensación de extravío. Por eso el relato sobre las familias que buscaban a los niños perdidos había tenido tanto impacto. Cada blog, cada carta, cada testimonio en Internet participaba de aquello. Un solo evento distinto y él no estaría ahí.
***
Amid hace un anuncio:
—Quiero saber el idioma de mi casa, de mi madre.
La mujer se alegra al escuchar al traductor; mira a su esposo que, conmovido, asiente.
Después de todo, de la muerte y de los años, Dalima escuchará la primer palabra de su hijo.
Guarda silencio: agradece.
—Es un regalo de Dios.
—Quiero saber el idioma de mi casa, de mi madre.
La mujer se alegra al escuchar al traductor; mira a su esposo que, conmovido, asiente.
Después de todo, de la muerte y de los años, Dalima escuchará la primer palabra de su hijo.
Guarda silencio: agradece.
—Es un regalo de Dios.