Del Canon cangrejo
Adriana Jiménez García
*
Las negras keres, las furias siniestras, acostumbran perseguir a los humanos para desatar sobre ellos sus venganzas sordas; con enorme frecuencia se posesionan de los cuerpos de los judiciales y de los oficiales y de los funcionarios y de los profesores y de los médicos y de las enfermeras para atormentar, para humillar y escarnecer, para borrar de la faz de la tierra a esos vivientes—luego de ordalías sin cuento y atroces manipulaciones con toletes, picanas, expedientes, exámenes orales, escalpelos, jeringas—; para masacrar sus delicadas existencias y eliminar también sus efímeras, ingenuas obras, pero nosotras no; la transfiguración ocurre sin que metamos nuestras manos, que suelen extravagar. Por sí mismo el libro va despegando sus capas húmedas, sus pieles saturadas de un agua enfermiza enfrente de nuestro temblor. La plasta es casi pura pulpa de papel, pero en los pliegos que se desadhieren se alcanzan a ver ristras de letras, pedazos de hoja de oro, colorines que van desvayéndose como las sangres que se deslíen en los líquidos volátiles de los sagrados nosocomios.
(Así hablaron las parcas enfermeras. Pero mentían, como comprobará después El Licenciado)
Los sagrados nosocomios, la pestilencia suntuosa de sus depósitos sépticos, ¿cómo se dispone allí de las vísceras evisceradas, de los tumores que los enfermos no quieren llevarse, de las placentas, de los embriones desprendidos por curetaje, de las quebradizas costras, de los pelos caídos por efluvio tras los traumatismos, de las venas varicosas —tubículos purpurinos extraídos de los cerosos muslos—, de las uñas, de los dientes, de tantas excretas como generan los diversos orificios, los infundíbulos, los divertículos, los diviesos?
Nosotras se los vamos a decir, dicen las parcas enfermeras (y esta vez no mienten).
(Así hablaron las parcas enfermeras. Pero mentían, como comprobará después El Licenciado)
Los sagrados nosocomios, la pestilencia suntuosa de sus depósitos sépticos, ¿cómo se dispone allí de las vísceras evisceradas, de los tumores que los enfermos no quieren llevarse, de las placentas, de los embriones desprendidos por curetaje, de las quebradizas costras, de los pelos caídos por efluvio tras los traumatismos, de las venas varicosas —tubículos purpurinos extraídos de los cerosos muslos—, de las uñas, de los dientes, de tantas excretas como generan los diversos orificios, los infundíbulos, los divertículos, los diviesos?
Nosotras se los vamos a decir, dicen las parcas enfermeras (y esta vez no mienten).
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Iris, la gentil profesora de Problemas II -piernilarga, revestida de saco y pantalón, tacones como torres, marcado con esmero el arco de cupido, ojos semicerrados muy bien maquillados- recibe de manos de Palmira Yáñez el trabajo sobre Inmigración y hacinamiento en zonas conurbadas.
—Me lo tienes que recibir, vengo bien desvelada.
—¿Tengo que? Tuvieron tiempo de sobra.
—No seas así. Mira.
Y Yáñez saca del morral una bolsa traslúcida y sellada donde se alcanza a ver algo como un rojísimo trozo de hígado.
—Es el tumor de mi madrina. Se lo acaban de sacar de la matriz. Qué cosa tan fuerte, ¿no? Tenía que llevarlo ahorita mismo al laboratorio para que lo analizaran —es que no saben todavía si es maligno— pero antes tenía que verte porque ya sé cómo eres de exigente.
Y lo balancea enfrente de los ojos de Iris Argandar, doctorante en Relaciones Internacionales y titular de Problemas Económicos y Sociopolíticos de México II.
Parpadea la docente lentamente, como si la velocidad con que abatiera las membranas de los ojos pudiera lastimar al cúmulo tumoral, al conglomerado de células rebeldes que se han negado por alguna razón inescrutable a la apoptosis.
—A Ruelas siempre le recibes todo, y él ni trabaja como yo, maestra. No seas así, y te consigo descuento en tu próxima química sanguínea, o un PAP de cortesía, no seas así.
Sin separar la vista de la bursa de polipapel, la tícher Iris extiende la mano hacia los pliegos que le presenta Yáñez Haro, Palmira María Yvette —técnica en radiología y muy regular estudiante—, quien da las gracias con las efusiones del caso y desaparece por el pasillo con el rotundo despojo.
¿Qué una cosa así no tendría que ir en un frasco opaco, en algún recipiente hermético? La profe Argandar tiene muy presente el tumor que acaba de matar a su padre; la masa malignizada reposaba discreta en una especie de contenedor etiquetado cuando se lo entregaron. Fue decisión de su hermano pedir que se los dieran, y decisión de ella asomarse y examinar el amasijo con todas sus protuberancias, su curiosa inervación, sus distintas tonalidades. El hospital donde había pasado casi todas las noches de los últimos meses era incapaz de las impudicias que se permitía el laboratorio donde trabajaba la desidiosa Yáñez, pero Iris había cedido a la tentación y ahora no podía quitarse esa imagen de la cabeza. No coincidía con la carnosidad que la tramposa de Yáñez le había mostrado. Pero ya se sabe que el cáncer es sólo un término que abarca tantas clases de crecimientos desordenados…
Ahora baila. Viernes después de junta semestral. Académicos al reven. Baldor la lleva limpiamente, ella se vuelve una extremidad más del buen Baldor, una prolongación graciosa de su brazo fortificante. Erasto Carlos, el amor eterno y frustrado de Iris, está presente en su memoria como siempre, pero desenfocado; un trazo débil su contorno, plana su imagen contra el fondo, hasta que empiezan a tocar las lentas, y de pronto la nebulosa se vuelve aparatosamente nítida, su olor insoportable y sabroso le penetra hasta el cerebro: un chavo que baila al lado con su morrita usa el mismo contratipo, una copia bajuna de Franela Gris, expedida en un tianguis de a dos por diez. A la doctorante se le contraen las mandíbulas, cree ver en esos chinos aceitados los arabescos sobre los que pasara los dedos tantas veces, con feliz pereza.
Eso no tiene remedio, lárgate de mi cabeza, piensa rápido y pasa a retirarse sólo poco después: al buen Baldor sólo le dice con un dejo de culpa: quedé en pasar mañana temprano por mi madre para llevarla a hacerse unos análisis.
La verdad es que va a ver al Imperativo Categórico. Le ha prometido trabajo en el periódico en el que ahora trabaja -habráse visto, un neomarxista al servicio de los pérfidos mass media- y ella no puede darse el lujo de desperdiciar tal oportunidad. La verdad es que no piensa dejar su plaza pero un ingreso extra le viene muy bien. Y si el Imperativo Categórico decidió ingresar al mundo real y la puede ayudar a ella a sacudirse un poco el polvo del cubículo, no sería de Dios darle la espalda a un buen billete. Pero mejor no decirle nada a Baldor; con qué cara explicarle que va a reportar el comportamiento de las acciones más rentables desde la Bolsa de Valores, mientras él anda organizándose con la banda para ir a la manifestación en contra de un funcionario que al parecer mandó matar a su chofer y al que se le acaba de descubrir un megafraude inmobiliario en colusión con unos inversionistas alemanes.
Las parcas enfermeras, desde su estación en el hospital, huelen la diversión en el aire. Cuando la docente Iris Argandar sepa que en lugar de hacer análisis financiero va a tener que infiltrarse en un hospital para espiar a la madre del funcionario de marras, se le va a atragantar el café; no falta mucho para que comprueben que la gastritis le ha hecho notabilísimas erosiones en el tracto digestivo superior.
—Me lo tienes que recibir, vengo bien desvelada.
—¿Tengo que? Tuvieron tiempo de sobra.
—No seas así. Mira.
Y Yáñez saca del morral una bolsa traslúcida y sellada donde se alcanza a ver algo como un rojísimo trozo de hígado.
—Es el tumor de mi madrina. Se lo acaban de sacar de la matriz. Qué cosa tan fuerte, ¿no? Tenía que llevarlo ahorita mismo al laboratorio para que lo analizaran —es que no saben todavía si es maligno— pero antes tenía que verte porque ya sé cómo eres de exigente.
Y lo balancea enfrente de los ojos de Iris Argandar, doctorante en Relaciones Internacionales y titular de Problemas Económicos y Sociopolíticos de México II.
Parpadea la docente lentamente, como si la velocidad con que abatiera las membranas de los ojos pudiera lastimar al cúmulo tumoral, al conglomerado de células rebeldes que se han negado por alguna razón inescrutable a la apoptosis.
—A Ruelas siempre le recibes todo, y él ni trabaja como yo, maestra. No seas así, y te consigo descuento en tu próxima química sanguínea, o un PAP de cortesía, no seas así.
Sin separar la vista de la bursa de polipapel, la tícher Iris extiende la mano hacia los pliegos que le presenta Yáñez Haro, Palmira María Yvette —técnica en radiología y muy regular estudiante—, quien da las gracias con las efusiones del caso y desaparece por el pasillo con el rotundo despojo.
¿Qué una cosa así no tendría que ir en un frasco opaco, en algún recipiente hermético? La profe Argandar tiene muy presente el tumor que acaba de matar a su padre; la masa malignizada reposaba discreta en una especie de contenedor etiquetado cuando se lo entregaron. Fue decisión de su hermano pedir que se los dieran, y decisión de ella asomarse y examinar el amasijo con todas sus protuberancias, su curiosa inervación, sus distintas tonalidades. El hospital donde había pasado casi todas las noches de los últimos meses era incapaz de las impudicias que se permitía el laboratorio donde trabajaba la desidiosa Yáñez, pero Iris había cedido a la tentación y ahora no podía quitarse esa imagen de la cabeza. No coincidía con la carnosidad que la tramposa de Yáñez le había mostrado. Pero ya se sabe que el cáncer es sólo un término que abarca tantas clases de crecimientos desordenados…
Ahora baila. Viernes después de junta semestral. Académicos al reven. Baldor la lleva limpiamente, ella se vuelve una extremidad más del buen Baldor, una prolongación graciosa de su brazo fortificante. Erasto Carlos, el amor eterno y frustrado de Iris, está presente en su memoria como siempre, pero desenfocado; un trazo débil su contorno, plana su imagen contra el fondo, hasta que empiezan a tocar las lentas, y de pronto la nebulosa se vuelve aparatosamente nítida, su olor insoportable y sabroso le penetra hasta el cerebro: un chavo que baila al lado con su morrita usa el mismo contratipo, una copia bajuna de Franela Gris, expedida en un tianguis de a dos por diez. A la doctorante se le contraen las mandíbulas, cree ver en esos chinos aceitados los arabescos sobre los que pasara los dedos tantas veces, con feliz pereza.
Eso no tiene remedio, lárgate de mi cabeza, piensa rápido y pasa a retirarse sólo poco después: al buen Baldor sólo le dice con un dejo de culpa: quedé en pasar mañana temprano por mi madre para llevarla a hacerse unos análisis.
La verdad es que va a ver al Imperativo Categórico. Le ha prometido trabajo en el periódico en el que ahora trabaja -habráse visto, un neomarxista al servicio de los pérfidos mass media- y ella no puede darse el lujo de desperdiciar tal oportunidad. La verdad es que no piensa dejar su plaza pero un ingreso extra le viene muy bien. Y si el Imperativo Categórico decidió ingresar al mundo real y la puede ayudar a ella a sacudirse un poco el polvo del cubículo, no sería de Dios darle la espalda a un buen billete. Pero mejor no decirle nada a Baldor; con qué cara explicarle que va a reportar el comportamiento de las acciones más rentables desde la Bolsa de Valores, mientras él anda organizándose con la banda para ir a la manifestación en contra de un funcionario que al parecer mandó matar a su chofer y al que se le acaba de descubrir un megafraude inmobiliario en colusión con unos inversionistas alemanes.
Las parcas enfermeras, desde su estación en el hospital, huelen la diversión en el aire. Cuando la docente Iris Argandar sepa que en lugar de hacer análisis financiero va a tener que infiltrarse en un hospital para espiar a la madre del funcionario de marras, se le va a atragantar el café; no falta mucho para que comprueben que la gastritis le ha hecho notabilísimas erosiones en el tracto digestivo superior.