Día de la Marina
J.R. Spinoza*
Pasé por mamá a las siete en punto. Había rentado un traje para la ocasión y mandé a lavar el auto. Me bajé del vehículo y toqué el timbre armado con un ramo de rosas.
Ella vestía una blusa azul rey con un grueso cinturón café y falda negra. Su cabello recogido. Parecía haberse peinado en algún salón. Lo tenía casi todo blanco, no se lo pintaba desde que murió papá.
—Hoy no es Día de las madres —me dijo, con esa mirada de rayos x, que usaba cuando niño para ver a través de mis mentiras.
—No lo es, es 1 de junio, Día de la Marina.
Le sostuve la mirada, y aunque lo intento, no pudo ver a través de mí. Yo sonreí complacido y la tomé del brazo. Caminamos hasta la puerta del copiloto, donde le abrí para que subiera.
—¿A dónde vamos? —dijo después de que yo encendiera el auto.
—Creo que nunca has ido, se llama Barricada.
—Escuché que es caro.
—Dime mamá, ¿te hace falta algo en la casa?
Ella me miró por unos momentos, luego bajo su vista pensativa.
—Desde que tu hermana y David se mudaron, tengo quien me haga las reparaciones. Aunque le he pedido que impermeabilice la casa, pero se ha estado haciendo el loco, a veces batallan por dinero, sabes. Aunque evitan pelear frente a mí.
Le dije que enseguida lo resolvía. Marqué con el manos libres al sujeto que se encarga de eso en mi casa y le pedí que fuera mañana a donde mi mamá.
Cuando llegamos al restaurante, me estacioné y antes de bajar, saqué mi cartera y le di a mamá el dinero que le cobraría el hombre por impermeabilizar la casa. Ella dudó, pero aceptó el dinero.
En la cena no dejé que viera el menú. Pedí dedos de queso como aperitivo y fajita como plato fuerte. Lo que sí le pasé fue la carta de bebidas.
—Pide la que quieras.
—¿Seguro? —preguntó mientras remojaba el dedo de queso en salsa de tomate. Le dio una mordida —¿por qué andas tan generoso?
—Pide lo que quieras. Es parte de lo que quiero hablarte hoy.
Mi madre pidió un litro de piña colada. Esperé a que se lo trajeran y diera el primer sorbo, antes de empezar a hablar.
—Me ascendieron —mentí.
—¡Es una gran noticia!
—Lo sé. Pero deberé mudarme —eso era verdad.
—¿Qué hay de Paulina?
—Irá conmigo —mentí —, ha conseguido por fin su plaza de enfermera—eso era verdad.
La fajita llegó. Después de darle un largo sorbo a su piña colada se sirvió un poco de carne. El restaurante tenía la reputación de tener los cortes más finos en la ciudad, reputación que debía ser cierta, pues mamá parecía complacida.
Yo la miraba comer. Durante los siguientes meses tuve el dulce recuerdo de hacerla feliz aquel día.
La cena continuó. Hablamos de papá, de nosotros, de mi hermana y su esposo. E hice lo posible por evitar el tema de Paulina. Pero de poco sirvió.
—¿Y cuándo me darán nietos?
—Pronto. Paulina debe establecerse, en un año o dos, tal vez.
—Ya he esperado bastante, tu padre se murió sin conocer a sus nietos.
Odiaba que me jugara la carta de papá. Pero no quería pelear con ella.
—Prometo trabajar en ello, quizá para el próximo año ya seas abuela —mentí descaradamente. Esperaba que mi hermana fuera quien le regalara nietos.
Apuré mi refresco y pedí la cuenta. Hice el mismo ritual de abrirle la puerta y todo eso. Una parte de mi quería que todo acabara, la otra, que durara por siempre.
—Y… ¿qué tal nos la pasamos el Día de la Marina?
—Gracias, hijo. Ha sido una maravillosa cena. Espero se vuelva una tradición —soltó una carcajada, «risa de anciana».
—Te amo, mamá —fue la última vez que se lo dije. Le besé la frente y me despedí de ella.
El cura me miró. Colocó la biblia en mi pecho y me sujetó la mano.
—Creí que me hablarías de tus pecados.
—Es justamente lo que le he estado contando. Hoy es el cumpleaños número 71 de mamá. Yo no llegaré a mis treinta y seis, pero me remuerde la conciencia sólo haberle festejado un Día de la Marina.
Ella vestía una blusa azul rey con un grueso cinturón café y falda negra. Su cabello recogido. Parecía haberse peinado en algún salón. Lo tenía casi todo blanco, no se lo pintaba desde que murió papá.
—Hoy no es Día de las madres —me dijo, con esa mirada de rayos x, que usaba cuando niño para ver a través de mis mentiras.
—No lo es, es 1 de junio, Día de la Marina.
Le sostuve la mirada, y aunque lo intento, no pudo ver a través de mí. Yo sonreí complacido y la tomé del brazo. Caminamos hasta la puerta del copiloto, donde le abrí para que subiera.
—¿A dónde vamos? —dijo después de que yo encendiera el auto.
—Creo que nunca has ido, se llama Barricada.
—Escuché que es caro.
—Dime mamá, ¿te hace falta algo en la casa?
Ella me miró por unos momentos, luego bajo su vista pensativa.
—Desde que tu hermana y David se mudaron, tengo quien me haga las reparaciones. Aunque le he pedido que impermeabilice la casa, pero se ha estado haciendo el loco, a veces batallan por dinero, sabes. Aunque evitan pelear frente a mí.
Le dije que enseguida lo resolvía. Marqué con el manos libres al sujeto que se encarga de eso en mi casa y le pedí que fuera mañana a donde mi mamá.
Cuando llegamos al restaurante, me estacioné y antes de bajar, saqué mi cartera y le di a mamá el dinero que le cobraría el hombre por impermeabilizar la casa. Ella dudó, pero aceptó el dinero.
En la cena no dejé que viera el menú. Pedí dedos de queso como aperitivo y fajita como plato fuerte. Lo que sí le pasé fue la carta de bebidas.
—Pide la que quieras.
—¿Seguro? —preguntó mientras remojaba el dedo de queso en salsa de tomate. Le dio una mordida —¿por qué andas tan generoso?
—Pide lo que quieras. Es parte de lo que quiero hablarte hoy.
Mi madre pidió un litro de piña colada. Esperé a que se lo trajeran y diera el primer sorbo, antes de empezar a hablar.
—Me ascendieron —mentí.
—¡Es una gran noticia!
—Lo sé. Pero deberé mudarme —eso era verdad.
—¿Qué hay de Paulina?
—Irá conmigo —mentí —, ha conseguido por fin su plaza de enfermera—eso era verdad.
La fajita llegó. Después de darle un largo sorbo a su piña colada se sirvió un poco de carne. El restaurante tenía la reputación de tener los cortes más finos en la ciudad, reputación que debía ser cierta, pues mamá parecía complacida.
Yo la miraba comer. Durante los siguientes meses tuve el dulce recuerdo de hacerla feliz aquel día.
La cena continuó. Hablamos de papá, de nosotros, de mi hermana y su esposo. E hice lo posible por evitar el tema de Paulina. Pero de poco sirvió.
—¿Y cuándo me darán nietos?
—Pronto. Paulina debe establecerse, en un año o dos, tal vez.
—Ya he esperado bastante, tu padre se murió sin conocer a sus nietos.
Odiaba que me jugara la carta de papá. Pero no quería pelear con ella.
—Prometo trabajar en ello, quizá para el próximo año ya seas abuela —mentí descaradamente. Esperaba que mi hermana fuera quien le regalara nietos.
Apuré mi refresco y pedí la cuenta. Hice el mismo ritual de abrirle la puerta y todo eso. Una parte de mi quería que todo acabara, la otra, que durara por siempre.
—Y… ¿qué tal nos la pasamos el Día de la Marina?
—Gracias, hijo. Ha sido una maravillosa cena. Espero se vuelva una tradición —soltó una carcajada, «risa de anciana».
—Te amo, mamá —fue la última vez que se lo dije. Le besé la frente y me despedí de ella.
El cura me miró. Colocó la biblia en mi pecho y me sujetó la mano.
—Creí que me hablarías de tus pecados.
—Es justamente lo que le he estado contando. Hoy es el cumpleaños número 71 de mamá. Yo no llegaré a mis treinta y seis, pero me remuerde la conciencia sólo haberle festejado un Día de la Marina.
*J. R. Spinoza. H. Matamoros, Tamaulipas, México (1990). Escritor y profesor mexicano. Egresado de la escuela Normal J. Guadalupe Mainero. Licenciado en Educación Primaria, ejerce como docente en la Secretaría de Educación Pública, desde 2013. Becario del PECDA (emisión 23), en la categoría de Jóvenes Creadores por novela. Asiste al Taller de Apreciación y Creación Literaria del Instituto Regional de Bellas Artes de Matamoros. Asiste al Ateneo Literario José Arrese de Matamoros. Libros Publicados: El regreso de los dioses, la batalla de Folkvangr (Caligrama, 2019). Pacto Maldito (Pathbooks, 2019). Las llaves de R’lyeh (Pathbooks, 2019). Para destruir el final y otros cuentos de fantasía y ciencia ficción (Kaus, 2019).