Dosis
Paloma Kirchmann*
Después de que mi tía política me sacó de clases y me cambió el uniforme por un vestido negro y cuello de terciopelo blanco —me enamoré del negro ese día—, y me puso medias blancas y zapatos de charol. Tomamos un taxi al hospital. Bajamos al sótano. Justo al frente del ataúd me dijo: “Cuando crezcas sabrás la verdad”.
Fue la primera ocasión que me enfrentaba con el concepto de la muerte. Estaba impresionada. No entendía. No me asusté al ver el cuerpo a través de la pequeña ventana en una caja tan grande. Yo lo conocía. No pude quedarme a mirarlo mucho tiempo. El tío político que me levantó en vilo, me había dicho: “apúrate”. Todo era raro y nuevo. Una fila de personas cuyos rostros no conocía, lloraba. La tía política estrangulaba mis dedos con su mano húmeda. Con la izquierda se golpeaba el pecho, repetía una letanía ininteligible para mí. “¿Dónde están mis hermanos y mi madre?”, le pregunté. No contestó.
Todo ocurrió en el sótano del hospital. Con suelo embaldosado de blanco y negro. Me hubiera gustado estar a solas con la caja, sentía que era la única con derecho a estar ahí: ser la guardiana, mientras llegaba mi madre. Alguien dijo: “Lo trasladarán a la logia, al mediodía”. La tía política no me llevó a la logia.
Olvidé por completo lo que la mujer me dijo. Lo mismo pasó con otras muchas cosas que olvidé; debido a la ingesta involuntaria de unas dosis de mercurio hace algunos años, donde percibí el aliento de la muerte. Supongo que era el mismo en la caja fúnebre, ese olor particular que se tatuó hasta el día de hoy; y, que al leer el relato de Annie Ernaux surgió de súbito. Con él la duda. ¿De qué me enteraría cuando fuera grande?, o ¿me quedé sin saber?… como aquel día, enfrente de la ventanita por la cual traspasó mi mirada para observar a Tánatos. Tenía ocho años entonces y un ritual luctuoso en mi memoria…
Como les conté, mi remembranza es precaria, tengo vacíos a largo y corto plazo: “yo ya no soy yo, soy un fragmento de mí que se conserva en un museo abandonado…”, como diría Pessoa o soy la casa vacía, de Ximena Rivera. Me deprime mucho este estado, pues, he pasado por circunstancias engorrosas, y, también, de mucho dolor. Cuando logro juntar mis recuerdos en una secuencia más o menos coherente, realmente me sube el ánimo. Fue lo que me aconteció con el relato El lugar, de pronto, como si fueran olas llegó la información desde mi infancia. Una escueta espuma lamiendo la arena, pero justa; y se recogía como arañazo, avisándome que mi casa estaba vacía. Volvían con el pensamiento de Rivera: “estrecho, corto: que no sucede”, como el mío. No sé en qué momento, ni cómo, me encontré en las puertas de un orfanato, lo que espero contar luego, cuando el recuerdo aparezca como chispa o fantasma de memoria, da igual, en tanto, reviente como ola, en medio de esta desolación.
El ataúd giró en mi cabeza junto al vestido negro; al frío sótano y a la tía política que, sin explicación, soltó mi mano. Me dio la espalda y partió en silencio. Fue como mirar “el negativo de una persona que no había visto jamás”, como diría la Plath. Luego la casa volvió a estar vacía. Pero estoy clara que ese día, no lloré. Solo pensé en que quizás el muerto pasaría frío o tendría hambre, ¿Y qué tal si quería ir al baño? O tal vez lo habían castigado, como a mí, cuándo me encerraban en un cuarto, con tragaluz, y perdía la noción del tiempo, en tanto que, el pichí, me corría por las piernas. Si mi madre me oyera diciendo pichí, seguro diría: “pobre, tan ordinaria que saliste…” sumado a una represalia, obvio. Hoy puedo decirlo con libertad.
Así fue la muerte para mí. Soledad, silencio, indiferencia. Era llanto de gente desconocida, quizá lamentándose de sus propios dolores, más que por ver a un cuerpo encajonado que a duras penas conocían. El ambiente olía a flor de alhelí y a misterio. Una señora me trajo unas galletas y me dijo: “pobre, seguro que tienes hambre… ya vendrán por ti”, y agregó susurrándome en el oído: “no le entregues a nadie el fuego de tu alma”. Me dio un beso en la frente y se fue como los otros negativos. Me quedé pensando en cómo alargaba la ‘o’ de pobre y la ‘a’ de alma. Me seguía la supina expresión. Primero, mi madre —en ella era una constante—; luego, la mujer de las galletas, y los susurros que oía: “pobre niña…el futuro que le espera”, decían, meneando la cabeza. Yo no sabía qué era futuro. Cuando se inició el traslado, también lo expresaban los bisbiseos acompañados de miradas furtivas, de soslayo, las que evité mirando las migas en mi vestido. Era como me sentía: una miga. Mi corazón latió como un tambor africano. Apreté una galleta, que se hizo pasta en mi mano. ¿Y mi madre, por qué no llegaba?
Todos siguieron el féretro. Como hormigas bajo el sol, se movieron acarreando las flores. La primavera de los muertos. Me quedé sentada. No encontré a quién seguir ni a quién preguntar. Muchas espaldas. En el aire, el eco de tacos y rezos: “santa María, madre de Dios ruega por nosotros”.
Tras un tiempo sola en el sótano del hospital con suelo de mosaico, jugué con la dualidad de la vida. Nunca pisas solo una baldosa: en un momento pareces estar en la blanca, sin embargo, siempre habrá un ápice de negro bajo la suela. No obstante, al cambiar de la blanca a la negra, de un momento a otro, como un giro en la vida, todo parece diferente. Así es el ciclo perpetuo de expectativas y decepciones. Al menos lo fue para mí. No intuí el cambio. Jugué a saltar sin pisar, ni pensar. Fue imposible no juntar ambas: “cuando seas grande sabrás la verdad”. Blanca; “cuando seas grande sabrás la verdad”. Negra…
En ese momento entraron un hombre y una mujer con una maleta. Llegaron en silencio. Ese grave, que da miedo. Igual al que imponía mi madre al decir: “No te hablaré hasta que aprendas a expresarte como la gente… Pobre tonta”. Castigada. Así empezó a dolerme la vida, por las grietas de los tajos que se forjaron. “Vamos”, dijo el hombre. Su voz era —no sé—, acre. Recuerdo que ni siquiera me miró. “¿Dónde me llevan?”, no respondieron. Me subieron al vehículo. Llegamos. La entrada estaba llena de buganvilias multicolores que vestían un muro en todo su ancho y alto. El jardinero que cortaba las ramas, me guiñó un ojo. Me di cuenta de que el único sonido que rompía el silencio, era el roce de las ruedas en el camino de gravilla. Después de bajarnos del auto, atravesamos un largo pasillo. La paz daba botes entre el cielo y el suelo. Me dejaron sentada frente a una antigua y labrada puerta que decía: Biblioteca de las Moiras. No volví a verlos. Tampoco vi cómo el hombre llegaba a la luna ese día.
Pasaron trece años desde que una mujer me llevó a una pieza gigante que hacía las veces de dormitorio. En la puerta había una imagen de la virgen de los desamparados. “Cámbiate de ropa”, dijo. Me pasó un uniforme gris. Parecía un designio de Átropos, pero, entonces yo no lo sabía. “¿Qué tienes en la mano?”, preguntó. Vi que todavía tenía la galleta aplastada y me la comí. Fue una reacción desesperada, primitiva. Me tragaba el pasado. Guardé mi vestido negro con cuello blanco, junto con mis medias y zapatos de charol. Algunas noches, me lo ponía a escondidas en el baño, mientras pensaba el porqué de mi abandono. “No le entregues a nadie el brillo de tu alma”, repetía. Entonces, me tragaba el llanto. Hubo un momento en que ya no me cupo. Empecé a dormir abrazada a él como si fuera una muñeca. La que se quedó esperando en mi cama.
Una ventana pequeña daba a un patio de cemento rodeado de bancos blancos y negros, como un mosaico. Como la vida. Como el ataúd. Era lo más desolado que jamás vi. En numerosas ocasiones me quedé en una de sus esquinas. Me sentía hormiga atravesando un desierto. Las niñas eran el enemigo. Me ocultaba de ellas en el lugar más mágico para mí: la biblioteca. A veces veía al jardinero. Me hipnotizaban sus ojos azules y, sobre todo, la promesa de que algún día saldría de este encierro, “que no es para niñas como tú”, decía.
Era lunes. Me llamaron de dirección. La directora, una mujer tan gris como el uniforme que había vestido, me dijo: “Bueno, hoy cumples veintiún años, y ya no puedes permanecer con nosotras. Tu padre, que dios lo tenga en su gloria, —se persignó a la rápida—, dejó un fideicomiso a tu nombre, para ser entregado cuando cumplieras la mayoría de edad. El corazón lo tenía en la boca. Me corrieron las lágrimas. Con esfuerzo pregunté casi balbuceando por mi madre y mis hermanos. “Veo que nadie te ha explicado”. Carraspeó y agregó, “Tu madre, la verdadera, murió al nacer tú. La madre que conociste, era tu madrastra, la cual pagó tu estadía acá. Ya puedes irte, eres libre de ir donde quieras, niña”. Siguió hablando. Ya no me importó la lástima de los otros, —si algún día alguien la tuvo—, era libre. Me entregó la maleta y un sobre; me dio un abrazo a la rápida y me deseó buena suerte. Apreté la punta del chaleco. “Cuando seas grandes sabrás la verdad”, pensé. “…puedes ir donde quieras, eres libre”, repetía. Subí corriendo al dormitorio. Me senté no sabiendo si reír o llorar. Puse el vestido negro con cuello blanco y el resto de cosas en una bolsa. No me atreví a abrir la maleta. Miré por última vez a través de la ventana. Salí del cajón-orfanato sin despedirme, ni mirar hacia atrás. Estaba agitada y desorientada, más bien perdida. No tenía idea dónde ir. Las piernas me tiritaban.
“Te dije que algún día saldrías de aquí”, dijo una voz en mi espalda. Era el jardinero. Me llevó a su casa. A la madre me presentó como: la princesa solitaria. La madre me preparó un cuarto, luego de darme té y decirme: bienvenida. Yo pensé que saldría con lo de la pobre. Y cómo iba a estirar la ‘o’. Me equivoqué. Me quedé con ellos. Eran la familia que no había tenido. Era la princesa de la casa. Me casé con el jardinero. Después de cobrar el fideicomiso compramos una casa. El dejó el jardín de buganvilias. No me permitía hacer nada, ni la comida. “Tú, eres la reina”, decía mientras cocinaba ensaladas que fortalecía poniéndole dosis extras de vitaminas. “estás muy delgada princesa”, decía. En realidad, eran dosis de mercurio. Me derretí carámbano al sol. Desde aquellos episodios ha pasado algo más que un tiempo; no obstante, recuerdo que, el cajón se deslizaba lentamente dando pequeños tirones. Un calor abrasador surgía desde abajo. “Es el brillo de mi alma”, pensé.
Fue la primera ocasión que me enfrentaba con el concepto de la muerte. Estaba impresionada. No entendía. No me asusté al ver el cuerpo a través de la pequeña ventana en una caja tan grande. Yo lo conocía. No pude quedarme a mirarlo mucho tiempo. El tío político que me levantó en vilo, me había dicho: “apúrate”. Todo era raro y nuevo. Una fila de personas cuyos rostros no conocía, lloraba. La tía política estrangulaba mis dedos con su mano húmeda. Con la izquierda se golpeaba el pecho, repetía una letanía ininteligible para mí. “¿Dónde están mis hermanos y mi madre?”, le pregunté. No contestó.
Todo ocurrió en el sótano del hospital. Con suelo embaldosado de blanco y negro. Me hubiera gustado estar a solas con la caja, sentía que era la única con derecho a estar ahí: ser la guardiana, mientras llegaba mi madre. Alguien dijo: “Lo trasladarán a la logia, al mediodía”. La tía política no me llevó a la logia.
Olvidé por completo lo que la mujer me dijo. Lo mismo pasó con otras muchas cosas que olvidé; debido a la ingesta involuntaria de unas dosis de mercurio hace algunos años, donde percibí el aliento de la muerte. Supongo que era el mismo en la caja fúnebre, ese olor particular que se tatuó hasta el día de hoy; y, que al leer el relato de Annie Ernaux surgió de súbito. Con él la duda. ¿De qué me enteraría cuando fuera grande?, o ¿me quedé sin saber?… como aquel día, enfrente de la ventanita por la cual traspasó mi mirada para observar a Tánatos. Tenía ocho años entonces y un ritual luctuoso en mi memoria…
Como les conté, mi remembranza es precaria, tengo vacíos a largo y corto plazo: “yo ya no soy yo, soy un fragmento de mí que se conserva en un museo abandonado…”, como diría Pessoa o soy la casa vacía, de Ximena Rivera. Me deprime mucho este estado, pues, he pasado por circunstancias engorrosas, y, también, de mucho dolor. Cuando logro juntar mis recuerdos en una secuencia más o menos coherente, realmente me sube el ánimo. Fue lo que me aconteció con el relato El lugar, de pronto, como si fueran olas llegó la información desde mi infancia. Una escueta espuma lamiendo la arena, pero justa; y se recogía como arañazo, avisándome que mi casa estaba vacía. Volvían con el pensamiento de Rivera: “estrecho, corto: que no sucede”, como el mío. No sé en qué momento, ni cómo, me encontré en las puertas de un orfanato, lo que espero contar luego, cuando el recuerdo aparezca como chispa o fantasma de memoria, da igual, en tanto, reviente como ola, en medio de esta desolación.
El ataúd giró en mi cabeza junto al vestido negro; al frío sótano y a la tía política que, sin explicación, soltó mi mano. Me dio la espalda y partió en silencio. Fue como mirar “el negativo de una persona que no había visto jamás”, como diría la Plath. Luego la casa volvió a estar vacía. Pero estoy clara que ese día, no lloré. Solo pensé en que quizás el muerto pasaría frío o tendría hambre, ¿Y qué tal si quería ir al baño? O tal vez lo habían castigado, como a mí, cuándo me encerraban en un cuarto, con tragaluz, y perdía la noción del tiempo, en tanto que, el pichí, me corría por las piernas. Si mi madre me oyera diciendo pichí, seguro diría: “pobre, tan ordinaria que saliste…” sumado a una represalia, obvio. Hoy puedo decirlo con libertad.
Así fue la muerte para mí. Soledad, silencio, indiferencia. Era llanto de gente desconocida, quizá lamentándose de sus propios dolores, más que por ver a un cuerpo encajonado que a duras penas conocían. El ambiente olía a flor de alhelí y a misterio. Una señora me trajo unas galletas y me dijo: “pobre, seguro que tienes hambre… ya vendrán por ti”, y agregó susurrándome en el oído: “no le entregues a nadie el fuego de tu alma”. Me dio un beso en la frente y se fue como los otros negativos. Me quedé pensando en cómo alargaba la ‘o’ de pobre y la ‘a’ de alma. Me seguía la supina expresión. Primero, mi madre —en ella era una constante—; luego, la mujer de las galletas, y los susurros que oía: “pobre niña…el futuro que le espera”, decían, meneando la cabeza. Yo no sabía qué era futuro. Cuando se inició el traslado, también lo expresaban los bisbiseos acompañados de miradas furtivas, de soslayo, las que evité mirando las migas en mi vestido. Era como me sentía: una miga. Mi corazón latió como un tambor africano. Apreté una galleta, que se hizo pasta en mi mano. ¿Y mi madre, por qué no llegaba?
Todos siguieron el féretro. Como hormigas bajo el sol, se movieron acarreando las flores. La primavera de los muertos. Me quedé sentada. No encontré a quién seguir ni a quién preguntar. Muchas espaldas. En el aire, el eco de tacos y rezos: “santa María, madre de Dios ruega por nosotros”.
Tras un tiempo sola en el sótano del hospital con suelo de mosaico, jugué con la dualidad de la vida. Nunca pisas solo una baldosa: en un momento pareces estar en la blanca, sin embargo, siempre habrá un ápice de negro bajo la suela. No obstante, al cambiar de la blanca a la negra, de un momento a otro, como un giro en la vida, todo parece diferente. Así es el ciclo perpetuo de expectativas y decepciones. Al menos lo fue para mí. No intuí el cambio. Jugué a saltar sin pisar, ni pensar. Fue imposible no juntar ambas: “cuando seas grande sabrás la verdad”. Blanca; “cuando seas grande sabrás la verdad”. Negra…
En ese momento entraron un hombre y una mujer con una maleta. Llegaron en silencio. Ese grave, que da miedo. Igual al que imponía mi madre al decir: “No te hablaré hasta que aprendas a expresarte como la gente… Pobre tonta”. Castigada. Así empezó a dolerme la vida, por las grietas de los tajos que se forjaron. “Vamos”, dijo el hombre. Su voz era —no sé—, acre. Recuerdo que ni siquiera me miró. “¿Dónde me llevan?”, no respondieron. Me subieron al vehículo. Llegamos. La entrada estaba llena de buganvilias multicolores que vestían un muro en todo su ancho y alto. El jardinero que cortaba las ramas, me guiñó un ojo. Me di cuenta de que el único sonido que rompía el silencio, era el roce de las ruedas en el camino de gravilla. Después de bajarnos del auto, atravesamos un largo pasillo. La paz daba botes entre el cielo y el suelo. Me dejaron sentada frente a una antigua y labrada puerta que decía: Biblioteca de las Moiras. No volví a verlos. Tampoco vi cómo el hombre llegaba a la luna ese día.
Pasaron trece años desde que una mujer me llevó a una pieza gigante que hacía las veces de dormitorio. En la puerta había una imagen de la virgen de los desamparados. “Cámbiate de ropa”, dijo. Me pasó un uniforme gris. Parecía un designio de Átropos, pero, entonces yo no lo sabía. “¿Qué tienes en la mano?”, preguntó. Vi que todavía tenía la galleta aplastada y me la comí. Fue una reacción desesperada, primitiva. Me tragaba el pasado. Guardé mi vestido negro con cuello blanco, junto con mis medias y zapatos de charol. Algunas noches, me lo ponía a escondidas en el baño, mientras pensaba el porqué de mi abandono. “No le entregues a nadie el brillo de tu alma”, repetía. Entonces, me tragaba el llanto. Hubo un momento en que ya no me cupo. Empecé a dormir abrazada a él como si fuera una muñeca. La que se quedó esperando en mi cama.
Una ventana pequeña daba a un patio de cemento rodeado de bancos blancos y negros, como un mosaico. Como la vida. Como el ataúd. Era lo más desolado que jamás vi. En numerosas ocasiones me quedé en una de sus esquinas. Me sentía hormiga atravesando un desierto. Las niñas eran el enemigo. Me ocultaba de ellas en el lugar más mágico para mí: la biblioteca. A veces veía al jardinero. Me hipnotizaban sus ojos azules y, sobre todo, la promesa de que algún día saldría de este encierro, “que no es para niñas como tú”, decía.
Era lunes. Me llamaron de dirección. La directora, una mujer tan gris como el uniforme que había vestido, me dijo: “Bueno, hoy cumples veintiún años, y ya no puedes permanecer con nosotras. Tu padre, que dios lo tenga en su gloria, —se persignó a la rápida—, dejó un fideicomiso a tu nombre, para ser entregado cuando cumplieras la mayoría de edad. El corazón lo tenía en la boca. Me corrieron las lágrimas. Con esfuerzo pregunté casi balbuceando por mi madre y mis hermanos. “Veo que nadie te ha explicado”. Carraspeó y agregó, “Tu madre, la verdadera, murió al nacer tú. La madre que conociste, era tu madrastra, la cual pagó tu estadía acá. Ya puedes irte, eres libre de ir donde quieras, niña”. Siguió hablando. Ya no me importó la lástima de los otros, —si algún día alguien la tuvo—, era libre. Me entregó la maleta y un sobre; me dio un abrazo a la rápida y me deseó buena suerte. Apreté la punta del chaleco. “Cuando seas grandes sabrás la verdad”, pensé. “…puedes ir donde quieras, eres libre”, repetía. Subí corriendo al dormitorio. Me senté no sabiendo si reír o llorar. Puse el vestido negro con cuello blanco y el resto de cosas en una bolsa. No me atreví a abrir la maleta. Miré por última vez a través de la ventana. Salí del cajón-orfanato sin despedirme, ni mirar hacia atrás. Estaba agitada y desorientada, más bien perdida. No tenía idea dónde ir. Las piernas me tiritaban.
“Te dije que algún día saldrías de aquí”, dijo una voz en mi espalda. Era el jardinero. Me llevó a su casa. A la madre me presentó como: la princesa solitaria. La madre me preparó un cuarto, luego de darme té y decirme: bienvenida. Yo pensé que saldría con lo de la pobre. Y cómo iba a estirar la ‘o’. Me equivoqué. Me quedé con ellos. Eran la familia que no había tenido. Era la princesa de la casa. Me casé con el jardinero. Después de cobrar el fideicomiso compramos una casa. El dejó el jardín de buganvilias. No me permitía hacer nada, ni la comida. “Tú, eres la reina”, decía mientras cocinaba ensaladas que fortalecía poniéndole dosis extras de vitaminas. “estás muy delgada princesa”, decía. En realidad, eran dosis de mercurio. Me derretí carámbano al sol. Desde aquellos episodios ha pasado algo más que un tiempo; no obstante, recuerdo que, el cajón se deslizaba lentamente dando pequeños tirones. Un calor abrasador surgía desde abajo. “Es el brillo de mi alma”, pensé.
* Poeta, escritora. Ha publicado en las antologías: Poesía y Prosa (2017); A mar abierto (2020), obra de poesía, trilingüe, por Soc. Francesa de Beneficencia; publica en 2018, poemario A contraviento (GS Libros). En 2021, su primer libro de relatos: El cité de los muertos (GS Libros). Ha publicado en la Revista virtual Peuco Dañe. Su poema “Octubre”, fue traducido al francés y publicado en RR.SS. Huellas (poesía), en curso de edición y traducción al francés, por editorial les Venterniers, Francia. Antología Poética, en curso de edición por editorial El Nodo, Chile. Ha realizado estudios de Filosofía, estética y escritura creativa; destacándose entre otros el diplomado de Corrección y estilo, Universidad Autónoma de Barcelona e Instituto de Monterrey, Mexico; y el Simposio de Lingüística Española, Universidad de El Salvador, Arg.