Dylan en segunda persona, la parte de Bruce-Alder
Hugo Corona Amador*
Para Bruce Springsteen solo hay un hogar, está íntimamente ligado a Patti –su esposa-, Evan, Jess y Sam –sus tres hijos-. Como padres, Patti y Bruce nunca obligaron a sus muchachos a escuchar música en casa. Pero en las venas llevan la sangre de uno de los grandes talentos del siglo XX, inevitablemente una voz dentro de todos despertó y pese a que habían vivido alejados del oficio que había hecho famoso a papá, todos descubrieron “esa canción” que los asomo al universo de bandas, guitarras eléctricas y el palpitar de la batería.
Evan, quien es el hijo mayor de Bruce, encontró su lugar escuchando bandas de punk, Jess se convirtió en guardián del top 10 de las listas de popularidad en la residencia Springsteen, y Sam… con él, hay que hablar del rock clásico, como “Creedence Clearwater”, “The Beatles”. Sam tenía entre 10 u 11 años cuando conoció a Dylan; lo vio en televisión, actuando en el festival de New Port, el niño volteó a ver a papá, “¿Quién es ese tipo?” preguntó atónito. Para responderle, Bruce le obsequió algunos álbumes del viejo trovador.
Una noche, mientras iba caminando por un pasillo rumbo a su dormitorio, Bruce Springsteen escuchó un silbido escueto sonando a través del vestíbulo, conocía bien aquella voz, la armonía, la letra. Siguió el compás y llegó a la habitación de Sam, encontró a su hijo, en cama con los brazos cruzados bajo la cabeza, mirando absorto hacia el techo de la casa; un vinilo giraba desde una esquina poco iluminaba y emitía “Chimes of freedom” de Bob Dylan.
Bruce se vio a sí mismo como era hacía muchos años, cuando en su adolescencia descansaba en la oscuridad de su cuarto, buscando las respuestas de las grandes interrogantes juveniles, en el ritmo de un tocadiscos. Sumergido en el candor de Roy Orbinson, Phil Spector y Bob Dylan. Bruce entró en los aposentos de su hijo, despacio, cuidadoso de no interrumpir el concierto. Encontró un buen lugar al borde de la cama, tomo asiento y le preguntó a su hijo: “¿Qué opinas?”. La voz del niño se abrió paso entre la oscuridad: “Épico”, le contestó a papá.
Dejó a su hijo disfrutar de la sesión y se marchó a su alcoba. Entró a la cama y descubrió a Patti durmiendo entre las sábanas. Bruce tomó el cobertor y lo arrastró para esconder los hombros de su esposa. De momento era él quien miraba hacia el techo, yaciendo callado en las tinieblas. Pensaba en sus años de músico aficionado, en el fondo aún se sentía aquel muchacho de Jersey, entusiasmado por sus héroes, sus discos y la idea de convertirse en un músico de verdad.
En la época en que tocaba en clubes abarrotados de vividores, cínicos y alcohólicos, se preocupaba solamente por conseguir la oportunidad de tocar al día siguiente para emocionar a la afluencia del bar. Vivía a la espera de un buen contrato, de una carrera y del renombre. Para eso debía ganarse la oportunidad con su voz, su guitarra y sus canciones; pero enfrentaba problemas considerables. En principio, Bruce no era un cantante excepcional, sus habilidades como guitarrista no eran deslumbrantes, apenas si era un músico con una formación elemental. Si quería ser “grandioso” debía sumar puntos como autor. El planteamiento de Bruce era simple: “En el mundo abundaban los buenos guitarristas, muchos de ellos iguales o mejores que yo, pero ¿Cuántos grandes autores de canciones había?”. Ya tenía las bases, la actitud, el ímpetu, pero necesitaba una voz y algo que decir. Debía aprender a contar sus experiencias, sus aspiraciones, su miedo y canalizarlo a la pauta de una canción.
En ese tema, Dylan sobresalía como nadie más, era el big bang, lo había iniciado todo y al final de la historia, todo regresaría a él. Dylan era un faro centelleante que invadía la rebeldía juvenil de los 60. Bruce Springsteen decidió que quería seguir aquella llama para ser más que el resto de los rockeros. Cuando eres solo obstinado, estilo dandy, cargas una guitarra eléctrica y no tienes más, eres solo vanidad; pero si además tienes algo que decir, tienes la oportunidad de ser más que bueno, más que rico… podrías ser genial. Dylan era para Bruce, como para muchos otros apóstoles, un maestro de la literatura en el rock. Logró que sus adeptos reflexionaran sobre la importancia de los textos que escuchaban o los que iban a cantar. Hablar de Dylan es hablar de un aporte vital a la cultura musical del siglo anterior y del que continúa en curso.
Los muchachos de 16, 18, 20 años necesitan en que creer; podrán pasar los años y conservarán, en lo profundo de su espíritu, aquella película que los asombró, el libro que más amaron y la canción que interpretaban en la intimidad de su habitación, sumidos en la profunda oscuridad de su inexperiencia. Dylan nos enseñó que había un camino por el cual andar y que incluso, los exiliados, los descuidados, los intolerables… podían decir algo. Abrió la puerta para el mundo en el que personas como Bruce Springsteen podían ser importantes. Los muchachos de hoy se enfrentan a un problema, es porque no tienen un Bob Dylan que hable por ellos.
Entre el blues, el folk, el rock y la literatura, Bob Dylan había puesto su bota para echar raíces a una alteración profunda en la cultura popular. Bruce Springsteen lo conoció como la mayoría, como un fan y muchos años después de su primer contacto con él, le confesaría: "Gracias, Bob. Quiero decirte que no estaría aquí si no hubiera sido por ti, decirte que no hay nadie que no tenga que estarte agradecido y, para robar una línea de una de tus canciones —tanto si te gusta como si no—: "Tú fuiste el hermano que nunca tuve" .
En 1997, la carrera de Bob Dylan fue considerada merecedora del “Premio Kennedy” para artistas escénicos. Bruce pudo interpretar “The Times They Are A-Changin'” en la ceremonia –En 2009, Bruce Springsteen pudo recibir su propio premio Kennedy-. Dylan y Springsteen se encontraron durante un momento de la entrega tras el escenario. Bob le agradeció su presencia y le dijo: “Si alguna vez puedo hacer algo por ti, házmelo saber”. Bruce sonrió, por un momento bajó el rostro y le contestó: “Ya lo hiciste”.
Evan, quien es el hijo mayor de Bruce, encontró su lugar escuchando bandas de punk, Jess se convirtió en guardián del top 10 de las listas de popularidad en la residencia Springsteen, y Sam… con él, hay que hablar del rock clásico, como “Creedence Clearwater”, “The Beatles”. Sam tenía entre 10 u 11 años cuando conoció a Dylan; lo vio en televisión, actuando en el festival de New Port, el niño volteó a ver a papá, “¿Quién es ese tipo?” preguntó atónito. Para responderle, Bruce le obsequió algunos álbumes del viejo trovador.
Una noche, mientras iba caminando por un pasillo rumbo a su dormitorio, Bruce Springsteen escuchó un silbido escueto sonando a través del vestíbulo, conocía bien aquella voz, la armonía, la letra. Siguió el compás y llegó a la habitación de Sam, encontró a su hijo, en cama con los brazos cruzados bajo la cabeza, mirando absorto hacia el techo de la casa; un vinilo giraba desde una esquina poco iluminaba y emitía “Chimes of freedom” de Bob Dylan.
Bruce se vio a sí mismo como era hacía muchos años, cuando en su adolescencia descansaba en la oscuridad de su cuarto, buscando las respuestas de las grandes interrogantes juveniles, en el ritmo de un tocadiscos. Sumergido en el candor de Roy Orbinson, Phil Spector y Bob Dylan. Bruce entró en los aposentos de su hijo, despacio, cuidadoso de no interrumpir el concierto. Encontró un buen lugar al borde de la cama, tomo asiento y le preguntó a su hijo: “¿Qué opinas?”. La voz del niño se abrió paso entre la oscuridad: “Épico”, le contestó a papá.
Dejó a su hijo disfrutar de la sesión y se marchó a su alcoba. Entró a la cama y descubrió a Patti durmiendo entre las sábanas. Bruce tomó el cobertor y lo arrastró para esconder los hombros de su esposa. De momento era él quien miraba hacia el techo, yaciendo callado en las tinieblas. Pensaba en sus años de músico aficionado, en el fondo aún se sentía aquel muchacho de Jersey, entusiasmado por sus héroes, sus discos y la idea de convertirse en un músico de verdad.
En la época en que tocaba en clubes abarrotados de vividores, cínicos y alcohólicos, se preocupaba solamente por conseguir la oportunidad de tocar al día siguiente para emocionar a la afluencia del bar. Vivía a la espera de un buen contrato, de una carrera y del renombre. Para eso debía ganarse la oportunidad con su voz, su guitarra y sus canciones; pero enfrentaba problemas considerables. En principio, Bruce no era un cantante excepcional, sus habilidades como guitarrista no eran deslumbrantes, apenas si era un músico con una formación elemental. Si quería ser “grandioso” debía sumar puntos como autor. El planteamiento de Bruce era simple: “En el mundo abundaban los buenos guitarristas, muchos de ellos iguales o mejores que yo, pero ¿Cuántos grandes autores de canciones había?”. Ya tenía las bases, la actitud, el ímpetu, pero necesitaba una voz y algo que decir. Debía aprender a contar sus experiencias, sus aspiraciones, su miedo y canalizarlo a la pauta de una canción.
En ese tema, Dylan sobresalía como nadie más, era el big bang, lo había iniciado todo y al final de la historia, todo regresaría a él. Dylan era un faro centelleante que invadía la rebeldía juvenil de los 60. Bruce Springsteen decidió que quería seguir aquella llama para ser más que el resto de los rockeros. Cuando eres solo obstinado, estilo dandy, cargas una guitarra eléctrica y no tienes más, eres solo vanidad; pero si además tienes algo que decir, tienes la oportunidad de ser más que bueno, más que rico… podrías ser genial. Dylan era para Bruce, como para muchos otros apóstoles, un maestro de la literatura en el rock. Logró que sus adeptos reflexionaran sobre la importancia de los textos que escuchaban o los que iban a cantar. Hablar de Dylan es hablar de un aporte vital a la cultura musical del siglo anterior y del que continúa en curso.
Los muchachos de 16, 18, 20 años necesitan en que creer; podrán pasar los años y conservarán, en lo profundo de su espíritu, aquella película que los asombró, el libro que más amaron y la canción que interpretaban en la intimidad de su habitación, sumidos en la profunda oscuridad de su inexperiencia. Dylan nos enseñó que había un camino por el cual andar y que incluso, los exiliados, los descuidados, los intolerables… podían decir algo. Abrió la puerta para el mundo en el que personas como Bruce Springsteen podían ser importantes. Los muchachos de hoy se enfrentan a un problema, es porque no tienen un Bob Dylan que hable por ellos.
Entre el blues, el folk, el rock y la literatura, Bob Dylan había puesto su bota para echar raíces a una alteración profunda en la cultura popular. Bruce Springsteen lo conoció como la mayoría, como un fan y muchos años después de su primer contacto con él, le confesaría: "Gracias, Bob. Quiero decirte que no estaría aquí si no hubiera sido por ti, decirte que no hay nadie que no tenga que estarte agradecido y, para robar una línea de una de tus canciones —tanto si te gusta como si no—: "Tú fuiste el hermano que nunca tuve" .
En 1997, la carrera de Bob Dylan fue considerada merecedora del “Premio Kennedy” para artistas escénicos. Bruce pudo interpretar “The Times They Are A-Changin'” en la ceremonia –En 2009, Bruce Springsteen pudo recibir su propio premio Kennedy-. Dylan y Springsteen se encontraron durante un momento de la entrega tras el escenario. Bob le agradeció su presencia y le dijo: “Si alguna vez puedo hacer algo por ti, házmelo saber”. Bruce sonrió, por un momento bajó el rostro y le contestó: “Ya lo hiciste”.
*Lector apasionado, colaborador en medios escritos desde hace dos años, estudiante de arquitectura, interesado en el rescate del patrimonio histórico construido, melómano, cinéfilo de antaño, entusiasta del comic, proscrito del arte.