El abrazo
Enrique González Rojo Arthur
En una pequeña iglesia de Badajoz, atestada de incienso, ángeles volando y polvo en desbandada, hay un catafalco de cristal con dos santos varones abrazados viéndose frente a frente y conservados a la perfección por obra y gracia de no sé qué embalsamador de maestría inigualable. Las personas mal pensadas que pasan por ahí, a pesar de la leyenda hagiográfica que explica quiénes son los santos del ataúd y por qué se encuentran como se encuentran, tras de verlos se sonríen, se echan miradas enigmáticas entre sí y salen del templo haciendo comentarios irrespetuosos.
La historia que, al pie del catafalco y en alto relieve, cuenta una plancha de mármol es la siguiente: “En otro siglo, el sacerdote Lorenzo Sánchez, víctima de morbos y dolencias extremas, vislumbró su recta final y pidió un cura confesor. Piadosos feligreses corrieron a buscarlo y, aunque también se hallaba enfermo y guardaba cama, lograron traer consigo al padre Rodrigo Landeros. Cuando el padre Landeros se puso la casulla y preparaba los santos óleos para lo que hubiera menester, le vino un paro cardiaco que lo hizo caer a los pies de la cama, todavía con vida. Los abates y monaguillos que contemplaron el desmayo, no hallaron mejor sitio para poner al padre Rodrigo que la cama donde yacía el sacerdote Lorenzo. Los dos moribundos se vieron azorados y con el alma entre los dientes. Cada uno quedó pidiendo, devastado y compungido, que el otro actuara como confesor y recibiera los pecados que se habían encubado en su ánima, para acceder al más allá sin manchas existenciales. El terror hizo temblar los cuerpos. Fue entonces –y hubo testigos que lo vieron- que descendió Cristo del grande crucifijo que se hallaba en el muro, se acercó al par de sacerdotes moribundos, los oyó con atención suprema y, tras de asegurarse que ambos abandonan esta vida, volvió a ascender al crucifijo”.
Otro padre, Monseñor Ginés, encargado de la iglesia posteriormente, tomando en cuenta la actitud de buena parte de la feligresía al pasar por el catafalco de los “santos abrazados”, decidió barrer del templo esa constante actitud profana y lindante con la lujuria, y mandó enterrar el ataúd en el campo santo contiguo a la iglesia en una tumba con una sola cruz, sin lápida e inscripciones.
Pero manos desconocidas, formaron un altar en la sepultura y los “abrazados” no cayeron en el olvido. Ahora, en nuestros días, es fama en todo Badajoz que estos santos son los más milagrosos del santoral. Pero según se dice sólo oyen los ruegos, las plegarias, el mal de amores de los homosexuales.
La historia que, al pie del catafalco y en alto relieve, cuenta una plancha de mármol es la siguiente: “En otro siglo, el sacerdote Lorenzo Sánchez, víctima de morbos y dolencias extremas, vislumbró su recta final y pidió un cura confesor. Piadosos feligreses corrieron a buscarlo y, aunque también se hallaba enfermo y guardaba cama, lograron traer consigo al padre Rodrigo Landeros. Cuando el padre Landeros se puso la casulla y preparaba los santos óleos para lo que hubiera menester, le vino un paro cardiaco que lo hizo caer a los pies de la cama, todavía con vida. Los abates y monaguillos que contemplaron el desmayo, no hallaron mejor sitio para poner al padre Rodrigo que la cama donde yacía el sacerdote Lorenzo. Los dos moribundos se vieron azorados y con el alma entre los dientes. Cada uno quedó pidiendo, devastado y compungido, que el otro actuara como confesor y recibiera los pecados que se habían encubado en su ánima, para acceder al más allá sin manchas existenciales. El terror hizo temblar los cuerpos. Fue entonces –y hubo testigos que lo vieron- que descendió Cristo del grande crucifijo que se hallaba en el muro, se acercó al par de sacerdotes moribundos, los oyó con atención suprema y, tras de asegurarse que ambos abandonan esta vida, volvió a ascender al crucifijo”.
Otro padre, Monseñor Ginés, encargado de la iglesia posteriormente, tomando en cuenta la actitud de buena parte de la feligresía al pasar por el catafalco de los “santos abrazados”, decidió barrer del templo esa constante actitud profana y lindante con la lujuria, y mandó enterrar el ataúd en el campo santo contiguo a la iglesia en una tumba con una sola cruz, sin lápida e inscripciones.
Pero manos desconocidas, formaron un altar en la sepultura y los “abrazados” no cayeron en el olvido. Ahora, en nuestros días, es fama en todo Badajoz que estos santos son los más milagrosos del santoral. Pero según se dice sólo oyen los ruegos, las plegarias, el mal de amores de los homosexuales.