El agua, la sangre y el vino
Sergio Gaut vel Hartman*
—¿Cuántos años tiene usted, patrón? Con todo respeto…
Don Moisés alzó unos ojos acuosos hacia Indalecio, el puestero de la finca “La Sarita”, que permanecía de pie ante él, manoseando su boina, y sonrió. Demasiados años, pensó, pero el fiel Indalecio estaba haciendo una pregunta concreta y merecía recibir una respuesta acorde.
—Ciento dos, hijo. Soy un hombre de tres siglos —agregó—. Nací el 31 de diciembre de 1899 en Kamianets-Podilskyi, Ucrania. Ciento dos años, Indalecio. No son pocos, ¿no?
—¡La pucha que no son pocos! ¿Y cuánto hace que se vino para acá?
El anciano se frotó los nudillos, abultados por la artritis. Nódulos de Bouchard, había dicho el doctor Jofré, y como don Moisés se jactaba de que los años le habían estropeado los huesos pero no le habían demolido la memoria, le pudo contestar a Indalecio con la misma seguridad de que hacía gala al recordar la denominación de su dolencia o referir los nombres de sus siete hijos, veintitrés nietos y la mayoría de sus bisnietos y tataranietos. Ahí ya era imposible; todos los meses nacía uno…
—Ochenta y seis. Vine a principios de 1915, con apenas dieciséis, cumplidos durante la travesía, muy poco antes de llegar a Buenos Aires. Me acuerdo perfectamente…
—¡Qué memoria! Dios se la conserve, patrón.
El anciano se relajó en la tumbona de ratán sintético que le había regalado su nieto Isaac, el arquitecto que vivía en Bruselas, y dejó que su vista fluyera por el mar verde de las viñas, derivando entre los surcos, glorificando cada racimo.
—Memoria —dijo don Moisés como si estuviera pronunciando la primera palabra de una letanía—. ¿Sabés por qué vine a jugarme el pellejo a esta tierra, siendo casi un niño, sin conocer el idioma?
—No —dijo Indalecio bajando los ojos y marcando un arco con la punta de la alpargata—. ¿Por qué se vino?
—La guerra y los cosacos, hijo. Los pogroms. ¿Sabés lo que son los pogroms?
—No, don Moisés. Yo no estudié mucho… Apenas si sé leer y sumar; hasta ahí llegué, nomás, y las cosas de la vida y la pobreza… usted ya sabe. Mi tata, que en paz descanse, también trabajó en “La Sarita”, usted ya sabe eso.
—Es cierto —replicó el anciano moviendo la cabeza—. Es bueno saber, recordar para no repetir la historia, aunque no siempre se logra. Y también es cierto que ustedes, la gente del campo, no tienen demasiadas oportunidades. No te voy a decir que me gusta, pero así son las cosas, ¿no?
Indalecio no quedó conforme con la respuesta, aunque jamás le pasaría por la cabeza discutir con el patrón. Así y todo, insistió con la pregunta.
—Pero no me dijo qué son los progroms, patrón —insistió el puestero, con timidez.
--Pogroms, no progroms. Es la palabra rusa que designa una masacre, la persecución a los judíos, la devastación de los pueblos. El antisemitismo, en especial en Rusia, pero también en otros lados, fue una plaga de la que uno solo se salvaba emigrando a países sin racismo, como este, ¿entendés?
—No mucho. ¿Y por qué los perseguían? ¿Es verdad que ustedes mataron a Nuestro Señor Jesucristo? Se lo pregunto con respeto, ya sabe.
—No hay problema —dijo don Moisés palmeándose el muslo—. No, no lo matamos nosotros. Y en todo caso, si lo mataron los judíos fue hace dos mil años. ¿Te parece que yo pude haber matado a alguien? Mirame las manos. ¿Son manos de matar?
Indalecio miró las manos de don Moisés como si las viera por primera vez. Y suspiró antes de responder.
—No, para nada, patrón. Y entonces, ¿por qué perseguían y mataban a los judíos? Además de eso, si hubieran crucificado a Jesús, él mismo los habría perdonado, ¿no le parece?
El anciano se encogió de hombros.
—Ya no importa. Siempre hay una buena excusa. Los judíos, mi pueblo, siempre han sido chivos expiatorios… Nos mataron los forajidos comandados por Emerich de Leiningen, en Renania, durante la Primera Cruzada; nos culparon de la peste negra que asoló Europa en el siglo catorce, argumentando que los judíos habían envenenado los pozos de agua y que eso era el origen de la plaga, y también nos persiguió la Inquisición española, nos masacraron los cosacos de Bogdan Chmielnicki en 1648…
—No sé qué es todo eso…
Don Moisés alzó la vista para encontrar los ojos aterrados del pobre Indalecio. ¡Claro que no sabía! El puestero tenía sus propias miserias, las de la pobre gente de aquella tierra bendita, a la que él había llegado hacía tanto tiempo, ignorando todo lo que era necesario saber: el clima, las costumbres, los lazos de afecto, los códigos de honor. No sabía nada; se había dedicado a trabajar sin descanso para ganarse el sustento, y a hacer trabajar a la peonada sin detenerse a pensar que ellos eran los verdaderos dueños… Alejó esas inoportunas ideas como si espantara una tropa de moscas y buscó en su morral de palabras algo que sirviera para tranquilizar y esclarecer a Indalecio.
—¿Vos pensás que nosotros vinimos a robarles la tierra, Indalecio?
El puestero dio un involuntario paso atrás, impactado por la pregunta, pero se recuperó de inmediato.
—¡Para nada, patrón! Ustedes vinieron a dar trabajo. Gracias a eso mi tata nos pudo criar, a mí y a mis hermanos, y yo pude criar a mis hijos; hasta estudios le pude dar. ¡No, no!
—No es para tanto —replicó don Moisés—. También he conocido judíos miserables y explotadores. Como de todas las razas y credos y nacionalidades, claro —agregó—. A ustedes los han maltratado desde que los primeros europeos llegaron a América, y nosotros, que veníamos huyendo de las persecuciones ni siquiera nos detuvimos a pensar en eso; necesitábamos matar el hambre y punto. Pero ya está hecho, ¿qué se puede cambiar?
—Usted y su familia hicieron lo que había que hacer, don Moisés. Mire esas viñas. Escuche. —Indalecio alzó los ojos al cielo y pareció recibir un mensaje—. No sé bien cómo es la historia, pero nuestro señor, que no es el suyo, ya lo sé, supo convertir el agua en vino.
—No es mi señor —dijo don Moisés—, es cierto, pero no te olvides que Yeshúa, ese es el nombre hebreo de Jesús de Nazaret, nació judío y tal vez nunca dejó de serlo, aunque sus seguidores hayan fundado una religión que se diferenció de la nuestra.
—¿Conoce la historia? Yo apenas recuerdo lo que dijo el padre Severo, en el catecismo, me parece, pero siempre supe que tenía algo que ver con usted.
—¿Conmigo? —Don Moisés sonrió—. ¡Claro que la conozco! Siempre me hice tiempo para leer de todo, y tus Evangelios no fueron la excepción. Conozco el episodio, y como bien señalaste, algo tiene que ver conmigo, con las viñas. Me parece que es el Evangelio de Juan, aunque no recuerdo el capítulo. Las bodas de Caná. La madre de Yeshúa advierte que no hay vino suficiente para todos los invitados y le ordena a su hijo que haga algo. Al principio él parece negarse, pero luego convierte en vino el agua de unas tinajas, y no parece ser cualquier vino, sino el mejor, como el que hacemos nosotros. —La risa del anciano se fue quebrando hasta convertirse en una tos seca y cascada.
—¿Está bien, don Moisés?
—Estoy bien, no te preocupes. Esto me pasa cada vez que trato de hacer un chiste.
—A mí no me pareció un chiste. El malbec Don Moisés es una delicia.
—No me halagues, bandido, no a mí, que sé todo lo que se puede saber sobre este asunto.
—Pero es un gran vino —insistió Indalecio, terco como una mula.
Don Moisés no respondió. Paseó la mirada por las hileras de vides pobladas de racimos listos para ser cosechados. Pero su mente no tardó en volar muy lejos de la finca, cruzó el océano y remontó la marea del tiempo. Estaba otra vez en Kamianets-Podilskyi, 1914. La guerra se expandía como una mancha de vino sobre un mantel de lino. Los judíos, que no podían ir a la universidad, no obstante eran reclutados como carne de cañón para engrosar el número de solados zaristas que iban a morir en el frente. La madre no quería. El padre no quería. Las hermanas, cinco —él era el único varón— se colgaban de sus brazos como anclas para que no pudiera partir. Pero nada ni nadie logró disuadirlo de que emprendiera un insensato recorrido de casi tres mil kilómetros hacia Burdeos, en Francia, para embarcarse en el Liger y llegar a Buenos Aires el 2 de enero de 1915… tras viajar otros… ¿diez mil, doce mil…?
La voz de Indalecio interrumpió el fluido curso de los recuerdos de don Moisés.
—Parece que volvió a la Rusia, patrón, y de nuevo tuvo que escaparse de un… progrom, se dice así, ¿no?
—No importa. —Los ojos del anciano se llenaron de lágrimas—. Sí, vine para no derramar mi sangre en una guerra estúpida, como todas; cruel y estúpida. En vez de permitir que derramaran mi sangre, como la de tantos otros de mi pueblo, antes y después, en la guerra o en un progrom, le entregué mi sangre a esta tierra.
—No lo entiendo, patrón. ¿Su sangre? ¿Usted peleó en una guerra, acá?
El anciano se hundió aún más en la tumbona, y reuniendo toda la energía que le quedaba, abarcó con la mano la verde inmensidad.
—No, Indalecio. Es una metáfora, una forma de decir. Pero mirá las viñas; ahí está mi sangre, en las uvas, en el vino. Bien que trabajé para ello, y ya que nunca supe cómo convertir el agua en vino, como tu Señor Jesús, regué las viñas con sudor, y alguna ayuda de la lluvia, no demasiada; como bien sabés, acá llueve bastante poco.
Indalecio rio, aunque tuvo la precaución de taparse la boca con la mano; no le gustaba mostrar los huecos en la dentadura. Don Moisés también rio, y el acceso de tos fue tan intenso que llegó a pensar que no faltaba mucho para dejar este mundo. Se levantó con esfuerzo y aceptó el brazo de Indalecio. Juntos caminaron hasta las hileras, arrancaron un racimo y compartieron las jugosas gemas, celebrando una comunión, varias comuniones, haciendo caso omiso de las diferencias, inevitables diferencias, que los separaban y a la vez los unían.
Don Moisés alzó unos ojos acuosos hacia Indalecio, el puestero de la finca “La Sarita”, que permanecía de pie ante él, manoseando su boina, y sonrió. Demasiados años, pensó, pero el fiel Indalecio estaba haciendo una pregunta concreta y merecía recibir una respuesta acorde.
—Ciento dos, hijo. Soy un hombre de tres siglos —agregó—. Nací el 31 de diciembre de 1899 en Kamianets-Podilskyi, Ucrania. Ciento dos años, Indalecio. No son pocos, ¿no?
—¡La pucha que no son pocos! ¿Y cuánto hace que se vino para acá?
El anciano se frotó los nudillos, abultados por la artritis. Nódulos de Bouchard, había dicho el doctor Jofré, y como don Moisés se jactaba de que los años le habían estropeado los huesos pero no le habían demolido la memoria, le pudo contestar a Indalecio con la misma seguridad de que hacía gala al recordar la denominación de su dolencia o referir los nombres de sus siete hijos, veintitrés nietos y la mayoría de sus bisnietos y tataranietos. Ahí ya era imposible; todos los meses nacía uno…
—Ochenta y seis. Vine a principios de 1915, con apenas dieciséis, cumplidos durante la travesía, muy poco antes de llegar a Buenos Aires. Me acuerdo perfectamente…
—¡Qué memoria! Dios se la conserve, patrón.
El anciano se relajó en la tumbona de ratán sintético que le había regalado su nieto Isaac, el arquitecto que vivía en Bruselas, y dejó que su vista fluyera por el mar verde de las viñas, derivando entre los surcos, glorificando cada racimo.
—Memoria —dijo don Moisés como si estuviera pronunciando la primera palabra de una letanía—. ¿Sabés por qué vine a jugarme el pellejo a esta tierra, siendo casi un niño, sin conocer el idioma?
—No —dijo Indalecio bajando los ojos y marcando un arco con la punta de la alpargata—. ¿Por qué se vino?
—La guerra y los cosacos, hijo. Los pogroms. ¿Sabés lo que son los pogroms?
—No, don Moisés. Yo no estudié mucho… Apenas si sé leer y sumar; hasta ahí llegué, nomás, y las cosas de la vida y la pobreza… usted ya sabe. Mi tata, que en paz descanse, también trabajó en “La Sarita”, usted ya sabe eso.
—Es cierto —replicó el anciano moviendo la cabeza—. Es bueno saber, recordar para no repetir la historia, aunque no siempre se logra. Y también es cierto que ustedes, la gente del campo, no tienen demasiadas oportunidades. No te voy a decir que me gusta, pero así son las cosas, ¿no?
Indalecio no quedó conforme con la respuesta, aunque jamás le pasaría por la cabeza discutir con el patrón. Así y todo, insistió con la pregunta.
—Pero no me dijo qué son los progroms, patrón —insistió el puestero, con timidez.
--Pogroms, no progroms. Es la palabra rusa que designa una masacre, la persecución a los judíos, la devastación de los pueblos. El antisemitismo, en especial en Rusia, pero también en otros lados, fue una plaga de la que uno solo se salvaba emigrando a países sin racismo, como este, ¿entendés?
—No mucho. ¿Y por qué los perseguían? ¿Es verdad que ustedes mataron a Nuestro Señor Jesucristo? Se lo pregunto con respeto, ya sabe.
—No hay problema —dijo don Moisés palmeándose el muslo—. No, no lo matamos nosotros. Y en todo caso, si lo mataron los judíos fue hace dos mil años. ¿Te parece que yo pude haber matado a alguien? Mirame las manos. ¿Son manos de matar?
Indalecio miró las manos de don Moisés como si las viera por primera vez. Y suspiró antes de responder.
—No, para nada, patrón. Y entonces, ¿por qué perseguían y mataban a los judíos? Además de eso, si hubieran crucificado a Jesús, él mismo los habría perdonado, ¿no le parece?
El anciano se encogió de hombros.
—Ya no importa. Siempre hay una buena excusa. Los judíos, mi pueblo, siempre han sido chivos expiatorios… Nos mataron los forajidos comandados por Emerich de Leiningen, en Renania, durante la Primera Cruzada; nos culparon de la peste negra que asoló Europa en el siglo catorce, argumentando que los judíos habían envenenado los pozos de agua y que eso era el origen de la plaga, y también nos persiguió la Inquisición española, nos masacraron los cosacos de Bogdan Chmielnicki en 1648…
—No sé qué es todo eso…
Don Moisés alzó la vista para encontrar los ojos aterrados del pobre Indalecio. ¡Claro que no sabía! El puestero tenía sus propias miserias, las de la pobre gente de aquella tierra bendita, a la que él había llegado hacía tanto tiempo, ignorando todo lo que era necesario saber: el clima, las costumbres, los lazos de afecto, los códigos de honor. No sabía nada; se había dedicado a trabajar sin descanso para ganarse el sustento, y a hacer trabajar a la peonada sin detenerse a pensar que ellos eran los verdaderos dueños… Alejó esas inoportunas ideas como si espantara una tropa de moscas y buscó en su morral de palabras algo que sirviera para tranquilizar y esclarecer a Indalecio.
—¿Vos pensás que nosotros vinimos a robarles la tierra, Indalecio?
El puestero dio un involuntario paso atrás, impactado por la pregunta, pero se recuperó de inmediato.
—¡Para nada, patrón! Ustedes vinieron a dar trabajo. Gracias a eso mi tata nos pudo criar, a mí y a mis hermanos, y yo pude criar a mis hijos; hasta estudios le pude dar. ¡No, no!
—No es para tanto —replicó don Moisés—. También he conocido judíos miserables y explotadores. Como de todas las razas y credos y nacionalidades, claro —agregó—. A ustedes los han maltratado desde que los primeros europeos llegaron a América, y nosotros, que veníamos huyendo de las persecuciones ni siquiera nos detuvimos a pensar en eso; necesitábamos matar el hambre y punto. Pero ya está hecho, ¿qué se puede cambiar?
—Usted y su familia hicieron lo que había que hacer, don Moisés. Mire esas viñas. Escuche. —Indalecio alzó los ojos al cielo y pareció recibir un mensaje—. No sé bien cómo es la historia, pero nuestro señor, que no es el suyo, ya lo sé, supo convertir el agua en vino.
—No es mi señor —dijo don Moisés—, es cierto, pero no te olvides que Yeshúa, ese es el nombre hebreo de Jesús de Nazaret, nació judío y tal vez nunca dejó de serlo, aunque sus seguidores hayan fundado una religión que se diferenció de la nuestra.
—¿Conoce la historia? Yo apenas recuerdo lo que dijo el padre Severo, en el catecismo, me parece, pero siempre supe que tenía algo que ver con usted.
—¿Conmigo? —Don Moisés sonrió—. ¡Claro que la conozco! Siempre me hice tiempo para leer de todo, y tus Evangelios no fueron la excepción. Conozco el episodio, y como bien señalaste, algo tiene que ver conmigo, con las viñas. Me parece que es el Evangelio de Juan, aunque no recuerdo el capítulo. Las bodas de Caná. La madre de Yeshúa advierte que no hay vino suficiente para todos los invitados y le ordena a su hijo que haga algo. Al principio él parece negarse, pero luego convierte en vino el agua de unas tinajas, y no parece ser cualquier vino, sino el mejor, como el que hacemos nosotros. —La risa del anciano se fue quebrando hasta convertirse en una tos seca y cascada.
—¿Está bien, don Moisés?
—Estoy bien, no te preocupes. Esto me pasa cada vez que trato de hacer un chiste.
—A mí no me pareció un chiste. El malbec Don Moisés es una delicia.
—No me halagues, bandido, no a mí, que sé todo lo que se puede saber sobre este asunto.
—Pero es un gran vino —insistió Indalecio, terco como una mula.
Don Moisés no respondió. Paseó la mirada por las hileras de vides pobladas de racimos listos para ser cosechados. Pero su mente no tardó en volar muy lejos de la finca, cruzó el océano y remontó la marea del tiempo. Estaba otra vez en Kamianets-Podilskyi, 1914. La guerra se expandía como una mancha de vino sobre un mantel de lino. Los judíos, que no podían ir a la universidad, no obstante eran reclutados como carne de cañón para engrosar el número de solados zaristas que iban a morir en el frente. La madre no quería. El padre no quería. Las hermanas, cinco —él era el único varón— se colgaban de sus brazos como anclas para que no pudiera partir. Pero nada ni nadie logró disuadirlo de que emprendiera un insensato recorrido de casi tres mil kilómetros hacia Burdeos, en Francia, para embarcarse en el Liger y llegar a Buenos Aires el 2 de enero de 1915… tras viajar otros… ¿diez mil, doce mil…?
La voz de Indalecio interrumpió el fluido curso de los recuerdos de don Moisés.
—Parece que volvió a la Rusia, patrón, y de nuevo tuvo que escaparse de un… progrom, se dice así, ¿no?
—No importa. —Los ojos del anciano se llenaron de lágrimas—. Sí, vine para no derramar mi sangre en una guerra estúpida, como todas; cruel y estúpida. En vez de permitir que derramaran mi sangre, como la de tantos otros de mi pueblo, antes y después, en la guerra o en un progrom, le entregué mi sangre a esta tierra.
—No lo entiendo, patrón. ¿Su sangre? ¿Usted peleó en una guerra, acá?
El anciano se hundió aún más en la tumbona, y reuniendo toda la energía que le quedaba, abarcó con la mano la verde inmensidad.
—No, Indalecio. Es una metáfora, una forma de decir. Pero mirá las viñas; ahí está mi sangre, en las uvas, en el vino. Bien que trabajé para ello, y ya que nunca supe cómo convertir el agua en vino, como tu Señor Jesús, regué las viñas con sudor, y alguna ayuda de la lluvia, no demasiada; como bien sabés, acá llueve bastante poco.
Indalecio rio, aunque tuvo la precaución de taparse la boca con la mano; no le gustaba mostrar los huecos en la dentadura. Don Moisés también rio, y el acceso de tos fue tan intenso que llegó a pensar que no faltaba mucho para dejar este mundo. Se levantó con esfuerzo y aceptó el brazo de Indalecio. Juntos caminaron hasta las hileras, arrancaron un racimo y compartieron las jugosas gemas, celebrando una comunión, varias comuniones, haciendo caso omiso de las diferencias, inevitables diferencias, que los separaban y a la vez los unían.
*Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires el 28 de septiembre de 1947. Entre otros, publicó los siguientes libros: Cuerpos descartables (1985). Las Cruzadas (2006), El universo de la ciencia ficción (2006), Espejos en fuga (2009), Sociedades secretas de la historia argentina (2010), Vuelos (2011), Avatares de un escarabajo pelotero (2017), Otro camino (2017), La quinta fase de la Luna (2018), El juego del tiempo (2018), Cuerpos descartados (2019) y Carne verdadera (2021). Ha compilado una veintena de antologías, entre las que se destacan Ficciones en los 64 cuadros (2004), Mañanas en sombras (2005), Ficciones en diez tiempos (2011), Tricentenario (2012), Todo el país en un libro (2014), Cien páginas de amor (2015), Minimalismos (2015), Peón envenenado (2016) y Espacio austral (2016).