El beso de la serpiente
Karla Hernández Jiménez*
Julio R, se despertó muy temprano en la mañana con una potente sensación de incomodidad anidando en su estómago. Llevaba meses durmiendo mal, imaginando que alrededor de su cuerpo se iban amoldando las serpientes que tenían su nido debajo de su cama, las mismas que él creía que se mantenían agazapadas durante el día para salir a atormentarlo en la noche.
No, ya no podía seguir así, el miedo lo estaba consumiendo hasta dejarlo en un estado de constante incertidumbre, reduciéndolo a ser un manojo de nervios. ¿Cuándo había empezado a escuchar más de cerca a su febril imaginación?
Quizás todo comenzó cuando les avisó a sus amigos que ya no podía seguir viviendo en México, que quería seguir expandiendo sus horizontes más allá de los confines de un país que ya no apreciaba.
El día que abordó el barco que lo llevaría a Francia estaba nublado, y todos sus amigos fueron a despedirlo descorchando un champán barato que habían comprado exclusivamente para esa ocasión tan especial, presintiendo quizás que la mayoría de ellos jamás lo volverían a ver.
El viaje fue muy similar al que hizo durante su juventud, cuando decidió partir con rumbo a Alemania para aprender la técnica de todos aquellos pintores que únicamente había podido admirar en los catálogos y las reproducciones en miniatura que solían estar desperdigados por toda su casa. No obstante, incluso el ritmo del mar parecía advertirle que algo perverso estaba por ocurrir de un momento a otro. Prefirió ignorar las señales.
Las calles de París lucían más oscuras ahora que caminaba en ellas, no se parecían en nada a los relatos que circulaban todos los días en su grupo social, con unas avenidas siempre resplandecientes y llenas de vida. Al comparar el París de su imaginación con éste, era como hablar de dos entidades diferentes. Aun así, se instaló en su buhardilla sin rechistar, ya tendría ocasión de descubrir una faceta más agradable de las calles parisinas, primero necesitaba refrescarse y recuperar fuerzas luego de la travesía por la que había pasado en altamar.
Conforme pasaron los días, si situación mejoró un poco, pronto se acostumbró a ese aire sombrío que no se iba de su nuevo entorno. No obstante, el sentimiento de malestar no se iba por más que lo intentara. Creyó que una visita al museo bastaría para calmar el sentimiento que llevaba incomodándolo desde sus noches de insomnio en el barco, pero cuando vio la escultura de Clésinger con esa expresión entre el dolor y el éxtasis, con su cuerpo fundiéndose con la serpiente que la había envenenado con sus colmillos, Julio se sintió perturbado. No era la primera vez que veía la pieza, en otro tiempo incluso lo había inspirado en una ocasión para dibujar uno de sus títulos más recordados de la revista y uno de los más alabados por sus amigos. Pero esa ocasión era diferente, hasta ese día no había pensado en lo oscura que se veía la escultura. Se sintió aterrado.
Trató de calmarse acudiendo muy seguido al teatro para contemplar a las bailarinas danzando can-can o actuando en sus tandas. Durante un tiempo lo consiguió, pero todo se terminó el día en el que la bella Otero bailó en el teatro semidesnuda con una serpiente enrollada alrededor de su vientre y acompañada de unos ojos grandes y profundos que bien podrían ser producto de una dosis de belladona.
Julio se sintió extasiado cuando contempló la lustrosa piel de la Bella, pero el miedo revivió en él al observar al reptil y ver su eco en la bella bailarina que comenzó a moverse del mismo modo en el que lo hacía aquella serpiente de escamas verdes que se enredaba cada vez más en ella, hasta el punto de confundirse con el traje que apenas cubría aquel cuerpo femenino.
Poco faltó para que Julio gritara de terror, salió corriendo mientras la bailarina triunfaba con su erótico número ante la mirada asombrada del público recurrente y los parroquianos de rigor del teatro que veían con deleite aquella carne retorciéndose ante sus anhelantes ojos.
Esa noche, y muchas otras, Julio no logró conciliar el sueño, siempre que lo intentaba detrás de sus párpados cerrados con firmeza, ahí estaban los ojos feroces de la serpiente que pronto pasaban a convertirse en los de la bella Otero, pero la preciosa carne se mostraba amenazante, mezclada con las escamas verdes, reptando y arrastrándose como si en verdad fuera una auténtica mujer reptil, encarnando una belleza monstruosa que, desde entonces, acudía sin falta cada noche hasta el inconsciente de su amada presa.
Los días pasaban, y Julio se hallaba cada vez más pálido. Ya tenía miedo de dormir ante la segura presencia de la criatura feroz que se adueñaba de sus pesadillas, los estados febriles iban escalando cada vez más hasta dejarlo en una situación lamentable. Nadie de su pasado habría podido reconocerlo en esas circunstancias. Lo peor es que pronto recibiría una visita. No podía permitirse mostrar esa debilidad.
Sin saberlo, se quedó dormido entre los vapores del ajenjo que había pedido fiado esa mañana. Todo habría terminado en la inconsciencia de no ser porque unos labios escamosos se estamparon en los suyos, sintiendo como si su aliento mismo fuera devorado. La fiebre no tardó en aparecer.
Esa tarde, cuando estaba en el punto entre la crisis nerviosa y la inconsciencia, Juan T., querido amigo y viejo camarada de la revista, fue a verlo para comprobar cómo iba su salud, ya que no podía dejar a su fiel compañero de parrandas en un estado tan lamentable. Sin embargo, ya no hubo nada que hacer, los padecimientos ya estaban muy avanzados. Se acercaban las horas finales de Julio R.
Cuando el cuerpo finalmente se quedó quieto con la rigidez de la muerte entre los brazos del amigo, el proceso había llegado a su fin. Luego de unos instantes de lamentaciones lacrimógenas, Juan T. fue consciente del cuaderno de bocetos que en otro tiempo el difunto siempre llevaba consigo. Lo abrió por mera curiosidad entre las páginas finales, para observarlo como si fuera un recuento de los días finales de Julio.
Entre tantos bocetos difusos, notó que se repetía a lo largo de varias hojas la figura de una serpiente sinuosa con cara de mujer.
“Al final sucumbió ante los encantos de la mujer serpiente”, pensó Juan antes de cerrar de una vez los ojos del difunto, los cuales habían quedado abiertos e inyectados en sangre.
Después de unos cuantos días, el cuerpo de Julio R. ya estaba bajo tierra en el cementerio de Montparnasse. El certificado de defunción que recibió su familia en Zacatecas decía que la causa de muerte había sido una tuberculosis adquirida durante uno de los largos inviernos parisinos, pero Juan T intuía que detrás de la muerte de su amigo estaba el beso de la serpiente, aquel que había encaminado a ese ser melancólico hasta el camino de una muerte que siempre anheló.
Al final, el deseo de Julio se cumplió, aunque no del modo en que lo hubiera deseado.
No, ya no podía seguir así, el miedo lo estaba consumiendo hasta dejarlo en un estado de constante incertidumbre, reduciéndolo a ser un manojo de nervios. ¿Cuándo había empezado a escuchar más de cerca a su febril imaginación?
Quizás todo comenzó cuando les avisó a sus amigos que ya no podía seguir viviendo en México, que quería seguir expandiendo sus horizontes más allá de los confines de un país que ya no apreciaba.
El día que abordó el barco que lo llevaría a Francia estaba nublado, y todos sus amigos fueron a despedirlo descorchando un champán barato que habían comprado exclusivamente para esa ocasión tan especial, presintiendo quizás que la mayoría de ellos jamás lo volverían a ver.
El viaje fue muy similar al que hizo durante su juventud, cuando decidió partir con rumbo a Alemania para aprender la técnica de todos aquellos pintores que únicamente había podido admirar en los catálogos y las reproducciones en miniatura que solían estar desperdigados por toda su casa. No obstante, incluso el ritmo del mar parecía advertirle que algo perverso estaba por ocurrir de un momento a otro. Prefirió ignorar las señales.
Las calles de París lucían más oscuras ahora que caminaba en ellas, no se parecían en nada a los relatos que circulaban todos los días en su grupo social, con unas avenidas siempre resplandecientes y llenas de vida. Al comparar el París de su imaginación con éste, era como hablar de dos entidades diferentes. Aun así, se instaló en su buhardilla sin rechistar, ya tendría ocasión de descubrir una faceta más agradable de las calles parisinas, primero necesitaba refrescarse y recuperar fuerzas luego de la travesía por la que había pasado en altamar.
Conforme pasaron los días, si situación mejoró un poco, pronto se acostumbró a ese aire sombrío que no se iba de su nuevo entorno. No obstante, el sentimiento de malestar no se iba por más que lo intentara. Creyó que una visita al museo bastaría para calmar el sentimiento que llevaba incomodándolo desde sus noches de insomnio en el barco, pero cuando vio la escultura de Clésinger con esa expresión entre el dolor y el éxtasis, con su cuerpo fundiéndose con la serpiente que la había envenenado con sus colmillos, Julio se sintió perturbado. No era la primera vez que veía la pieza, en otro tiempo incluso lo había inspirado en una ocasión para dibujar uno de sus títulos más recordados de la revista y uno de los más alabados por sus amigos. Pero esa ocasión era diferente, hasta ese día no había pensado en lo oscura que se veía la escultura. Se sintió aterrado.
Trató de calmarse acudiendo muy seguido al teatro para contemplar a las bailarinas danzando can-can o actuando en sus tandas. Durante un tiempo lo consiguió, pero todo se terminó el día en el que la bella Otero bailó en el teatro semidesnuda con una serpiente enrollada alrededor de su vientre y acompañada de unos ojos grandes y profundos que bien podrían ser producto de una dosis de belladona.
Julio se sintió extasiado cuando contempló la lustrosa piel de la Bella, pero el miedo revivió en él al observar al reptil y ver su eco en la bella bailarina que comenzó a moverse del mismo modo en el que lo hacía aquella serpiente de escamas verdes que se enredaba cada vez más en ella, hasta el punto de confundirse con el traje que apenas cubría aquel cuerpo femenino.
Poco faltó para que Julio gritara de terror, salió corriendo mientras la bailarina triunfaba con su erótico número ante la mirada asombrada del público recurrente y los parroquianos de rigor del teatro que veían con deleite aquella carne retorciéndose ante sus anhelantes ojos.
Esa noche, y muchas otras, Julio no logró conciliar el sueño, siempre que lo intentaba detrás de sus párpados cerrados con firmeza, ahí estaban los ojos feroces de la serpiente que pronto pasaban a convertirse en los de la bella Otero, pero la preciosa carne se mostraba amenazante, mezclada con las escamas verdes, reptando y arrastrándose como si en verdad fuera una auténtica mujer reptil, encarnando una belleza monstruosa que, desde entonces, acudía sin falta cada noche hasta el inconsciente de su amada presa.
Los días pasaban, y Julio se hallaba cada vez más pálido. Ya tenía miedo de dormir ante la segura presencia de la criatura feroz que se adueñaba de sus pesadillas, los estados febriles iban escalando cada vez más hasta dejarlo en una situación lamentable. Nadie de su pasado habría podido reconocerlo en esas circunstancias. Lo peor es que pronto recibiría una visita. No podía permitirse mostrar esa debilidad.
Sin saberlo, se quedó dormido entre los vapores del ajenjo que había pedido fiado esa mañana. Todo habría terminado en la inconsciencia de no ser porque unos labios escamosos se estamparon en los suyos, sintiendo como si su aliento mismo fuera devorado. La fiebre no tardó en aparecer.
Esa tarde, cuando estaba en el punto entre la crisis nerviosa y la inconsciencia, Juan T., querido amigo y viejo camarada de la revista, fue a verlo para comprobar cómo iba su salud, ya que no podía dejar a su fiel compañero de parrandas en un estado tan lamentable. Sin embargo, ya no hubo nada que hacer, los padecimientos ya estaban muy avanzados. Se acercaban las horas finales de Julio R.
Cuando el cuerpo finalmente se quedó quieto con la rigidez de la muerte entre los brazos del amigo, el proceso había llegado a su fin. Luego de unos instantes de lamentaciones lacrimógenas, Juan T. fue consciente del cuaderno de bocetos que en otro tiempo el difunto siempre llevaba consigo. Lo abrió por mera curiosidad entre las páginas finales, para observarlo como si fuera un recuento de los días finales de Julio.
Entre tantos bocetos difusos, notó que se repetía a lo largo de varias hojas la figura de una serpiente sinuosa con cara de mujer.
“Al final sucumbió ante los encantos de la mujer serpiente”, pensó Juan antes de cerrar de una vez los ojos del difunto, los cuales habían quedado abiertos e inyectados en sangre.
Después de unos cuantos días, el cuerpo de Julio R. ya estaba bajo tierra en el cementerio de Montparnasse. El certificado de defunción que recibió su familia en Zacatecas decía que la causa de muerte había sido una tuberculosis adquirida durante uno de los largos inviernos parisinos, pero Juan T intuía que detrás de la muerte de su amigo estaba el beso de la serpiente, aquel que había encaminado a ese ser melancólico hasta el camino de una muerte que siempre anheló.
Al final, el deseo de Julio se cumplió, aunque no del modo en que lo hubiera deseado.
*Nacida en Veracruz, Ver, México. Licenciada en Lingüística y Literatura Hispánica. Lectora por pasión y narradora por convicción, ha publicado un par de relatos en páginas nacionales e internacionales y fanzines, pero siempre con el deseo de dar a conocer más de su narrativa.Actualmente es directora de la revista Cósmica Fanzine.