El bucle y el gato con escarcha de nieve
Horacio D a n e l*
El retrato de Leonora es lo último que observo. Me pongo el pesado abrigo sobre los hombros y salgo en búsqueda de nuestro encuentro.
No debo regresar a este cementerio de cuatro paredes –pienso–, y pronuncio el falso nombre que ella suele usar como remitente. Cierro la puerta y comienzo mi marcha.
La calle parece extenderse. Cada paso estimula mi deseo de verla y atenuar mi solitaria vida sin ella. El rostro de la nieve es un desolado paraje y de golpe surgen caminos por doquier.
Mis huellas se desvanecen y resulta imposible alcanzar a verlas aunque acelere los pasos. En esta fría blancura mis manos se amoratan por no enfundarme los guantes que siempre traigo en el abrigo. Leo el último mensaje de Leonora y experimento un déjà vu.
Muchos caminos llevan al viejo puente donde nos citamos. Conecta a mi anodino pueblo con su ciudad, donde no falta el turismo. Esos derroteros se baten con el viento y se besan con infinidad de escaleras que esculpen los frontispicios de las casas.
La cuesta que anticipa el panteón municipal se resguarda a un gato salpicado de escarcha. Tañen los campanarios y el animal cruza veloz frente a mí. Provoca que todo me parezca menos desolado. Al calor de los primeros rayos del sol mi cuerpo cobra vigor. Aparto la vista del gato porque un ruidoso camión pasa cerca de mí.
Tomo por la ladera. El tiempo sin ver a Leonora se desvanece y apacigua mis ansias. La imagino enfundada en el abrigo que oculta su tatuaje en el brazo y su delgada figura como una línea. Pienso en su rostro y los lentes oscuros que usa para evitar exponer sus ojos inmensos. Evoco el color de su voz al susurrarme al oído: unas veces sobrecogida o atrevida, y otras con llanto.
El camión se alejó, pero su ruido persiste profundo y enfadoso como el aullido de chacales. En el cruce de las vías de ferrocarril se asoma la ladera donde empieza la ciudad y que desciende hasta el puente. Los abandonados depósitos ferroviarios parecen una cicatriz abriéndose a mi paso, y sobre mi cabeza, las ramas de los árboles se tocan entre sí, tétricas y ausentes de hojas.
Llego y por fin la veo. El viejo puente está ante mí elevándose por encima del río congelado y silencioso. Leonora lo observa como si añorara el rumor de su cauce apagado. Su rostro tiene un dejo de tristeza que contrasta con mi entusiasmo. Me le acerco y veo su bufanda. Quiero adivinar su largo cuello. Ella alza la mano y deja en el barandal una flor. Intento abrazarla pero se aparta y advierto su llanto. Comienza a alejarse. Le pido que se quede y me ignora. Quedo atónita e inmóvil hasta que Leonora se vuelve un lejano punto en la nieve.
Contemplo la flor que dejó y después me marcho. Mi paso se hace mecánico de nuevo. Diviso al ruidoso camión otra vez. Permanece detenido fuera del camino porque impactó contra un árbol. Los pasajeros descienden taciturnos y sacuden la cabeza. En el suelo yace un cadáver. Cierro los ojos; medito por un instante y decido pasar de largo. Llego a casa, fatigada y más solitaria que antes. Con el corazón deshecho me tiro en la dura cama y me pierdo.
En la mañana bebo una taza de té. El retrato de Leonora es lo último que miro. Me pongo el pesado abrigo negro sobre los hombros y salgo en búsqueda de nuestro encuentro. No debo regresar a este cementerio de cuatro paredes –pienso–, y pronuncio el falso nombre que ella suele usar como remitente. Cierro la puerta y comienzo mi marcha.
No debo regresar a este cementerio de cuatro paredes –pienso–, y pronuncio el falso nombre que ella suele usar como remitente. Cierro la puerta y comienzo mi marcha.
La calle parece extenderse. Cada paso estimula mi deseo de verla y atenuar mi solitaria vida sin ella. El rostro de la nieve es un desolado paraje y de golpe surgen caminos por doquier.
Mis huellas se desvanecen y resulta imposible alcanzar a verlas aunque acelere los pasos. En esta fría blancura mis manos se amoratan por no enfundarme los guantes que siempre traigo en el abrigo. Leo el último mensaje de Leonora y experimento un déjà vu.
Muchos caminos llevan al viejo puente donde nos citamos. Conecta a mi anodino pueblo con su ciudad, donde no falta el turismo. Esos derroteros se baten con el viento y se besan con infinidad de escaleras que esculpen los frontispicios de las casas.
La cuesta que anticipa el panteón municipal se resguarda a un gato salpicado de escarcha. Tañen los campanarios y el animal cruza veloz frente a mí. Provoca que todo me parezca menos desolado. Al calor de los primeros rayos del sol mi cuerpo cobra vigor. Aparto la vista del gato porque un ruidoso camión pasa cerca de mí.
Tomo por la ladera. El tiempo sin ver a Leonora se desvanece y apacigua mis ansias. La imagino enfundada en el abrigo que oculta su tatuaje en el brazo y su delgada figura como una línea. Pienso en su rostro y los lentes oscuros que usa para evitar exponer sus ojos inmensos. Evoco el color de su voz al susurrarme al oído: unas veces sobrecogida o atrevida, y otras con llanto.
El camión se alejó, pero su ruido persiste profundo y enfadoso como el aullido de chacales. En el cruce de las vías de ferrocarril se asoma la ladera donde empieza la ciudad y que desciende hasta el puente. Los abandonados depósitos ferroviarios parecen una cicatriz abriéndose a mi paso, y sobre mi cabeza, las ramas de los árboles se tocan entre sí, tétricas y ausentes de hojas.
Llego y por fin la veo. El viejo puente está ante mí elevándose por encima del río congelado y silencioso. Leonora lo observa como si añorara el rumor de su cauce apagado. Su rostro tiene un dejo de tristeza que contrasta con mi entusiasmo. Me le acerco y veo su bufanda. Quiero adivinar su largo cuello. Ella alza la mano y deja en el barandal una flor. Intento abrazarla pero se aparta y advierto su llanto. Comienza a alejarse. Le pido que se quede y me ignora. Quedo atónita e inmóvil hasta que Leonora se vuelve un lejano punto en la nieve.
Contemplo la flor que dejó y después me marcho. Mi paso se hace mecánico de nuevo. Diviso al ruidoso camión otra vez. Permanece detenido fuera del camino porque impactó contra un árbol. Los pasajeros descienden taciturnos y sacuden la cabeza. En el suelo yace un cadáver. Cierro los ojos; medito por un instante y decido pasar de largo. Llego a casa, fatigada y más solitaria que antes. Con el corazón deshecho me tiro en la dura cama y me pierdo.
En la mañana bebo una taza de té. El retrato de Leonora es lo último que miro. Me pongo el pesado abrigo negro sobre los hombros y salgo en búsqueda de nuestro encuentro. No debo regresar a este cementerio de cuatro paredes –pienso–, y pronuncio el falso nombre que ella suele usar como remitente. Cierro la puerta y comienzo mi marcha.
*Escritor mexicano. Incluido entre los ganadores del certamen internacional, Microrrelatos COVID-19, Innovarte, Chile (2020) y el concurso Lo que cuentan l@s marcian@s, FIL de Guadalajara (2019). Primera Mención Honorífica, Concurso Nacional de narrativa breve "Cuéntanos tu historia", INBAL/INAH (2018). Mención Honorífica, Premio Nacional Julio Verne, Ayuntamiento de Guadalajara; el FCE y la UdeG (2009). Algunas publicaciones con sus brevedades: Lo que cuentan los marcianos. Antología en honor a Ray Bradbury. FIL de Guadalajara (2020); #PoemadeGol. Ed. Librerías Gandhi (2019); Primera Revista de Ficción Breve Peruana Plesiosaurio. Antología de minificción española e hispanoamericana en redes: Año XII Vol. 3 (2019) y Edición X Aniversario (2018); Antología, Minificciones homenaje a David Bowie. Ed. La Tinta del Silencio, (2017).