El estúpido afelpado
Elena Blake*
Es noviembre y hace frío en la habitación, resulta inusual visitar el sitio que algún día fue mi refugio. Desde la muerte de mi madre no quise volver a mi antiguo hogar, quizás son las pelusas que cubren los muebles las que me hacen enterrar todo lo que fui. Es terriblemente triste estar en casa y sentirse ajeno.
Echo un ojo por el lugar, los recuerdos florecen en el momento que mis dedos rozan el polvo. Estoy en el centro de mi infancia, juego con las crayolas rotas y mi mirada se detiene en un pequeño oso de peluche…
El oso afelpado vive en mi habitación desde hace años, desde entonces él ha visto y ha invadido mi intimidad, no ha dejado de observar mis movimientos. ¡Que incómodo! Nunca había sido tan repulsivo aquel pequeño afelpado, pero ahora con su mirada fija en mí, no podía creer lo mucho que él pudo presenciar en aquella habitación, era mi cómplice desde años atrás, muchos años, él sin duda podría sacar provecho de toda la información vergonzosa que tiene sobre mí, que descaro de su parte y yo sin haberme dado cuenta.
Era incómodo estar en el mismo lugar, era como si él supiera que yo nunca quise que su esponjoso trasero estuviese en mi vida; pero, ¿cómo negarse ante un obsequio a los ocho años y, sobre todo, cuando la persona que te lo ha dado espera que te guste y le brindes una sonrisa en agradecimiento? Vaya responsabilidad para tu corta existencia, algo en ti brota y comienzas a nadar algo torpe en el mar inmenso de sentimientos, sientes aquello que llamamos empatía y es entonces que decides aceptar el obsequio, abrirlo y sonreír. ¡Puff! te alegras, al menos no fueron calcetines.
Desde aquel primer día, en que el afelpado se volvió un intruso en mi vida, he esperado los veranos suficientes para cobrar venganza de los días convertidos en una comedia: comprimida, cosida y llena de algodón.
Lo miró fijamente y decido deshacerme de él, su presencia es repugnante, pero ¡ja! al contacto, su esponjoso trasero hace algo mágico contra mí, al tocarlo mi mente se llena de recuerdos, me subo en un tren del cual no puedo bajar, y ¡pum! ahí estamos los dos matando zombies con un revólver. El maldito sabe lo que ha provocado en mí, soy víctima de su esponjosidad, me dedica una sonrisa maliciosa. Sabe que esta vez, no podrá alejarme de aquel pasado oculto, aquel que procuro ignorar.
En una especie de mensaje telepático, me revela que nunca toqué un arma, dice ser mi mejor aliado y debo confiar en él. ¿Cómo hacerlo si sigue empecinado en restar cualquier tipo de ensoñación a mis días, a un pasado que he dejado junto a las pelusas de los muebles de una habitación que se niega a ser refugio?
Le tengo miedo, juega con mi sistema nervioso, mi paz se nubla en el instante que me regala una visión de mi infancia. Ahí estaba mi padre, visitando mi cuarto para regalarme un beso antes de dormir. Se despide de mí para atender a mi madre, tiene cáncer y no puede levantarse ni sonreír desde hace meses. Ella se acerca, me abraza, coloca al afelpado junto a mí, en breve, mi padre se une a aquella escena. Ambos me observan, ocultan las lagrimas y al fin dice mi madre "Descuida, papá estará aquí para cuidarte cuando tenga que partir". Él me dedica una sonrisa, sabe que se aproximan largos días de trabajo, pues alguien debe mantener la casa, los sueños de ambos.
Ahora el pasado tiene sentido, las ausencias y las pesadillas tienen una explicación y lo sé, al fin lo sé todo… no existen zombies, solo personas con ojos tristes, no debí ser tan cruel y ponerle un apodo tan feo a mi padre. Nunca quise odiarle, sólo quería tenerlo cerca. Pronto, mi alma se estremece, los recuerdos se vuelven dulces fantasmas y, aunque dudo, veo al pequeño afelpado, descubro que su aparición no es casualidad: su existencia converge en darle sentido a esos años que no pasaron de largo y siguen viviendo en mí.
Echo un ojo por el lugar, los recuerdos florecen en el momento que mis dedos rozan el polvo. Estoy en el centro de mi infancia, juego con las crayolas rotas y mi mirada se detiene en un pequeño oso de peluche…
El oso afelpado vive en mi habitación desde hace años, desde entonces él ha visto y ha invadido mi intimidad, no ha dejado de observar mis movimientos. ¡Que incómodo! Nunca había sido tan repulsivo aquel pequeño afelpado, pero ahora con su mirada fija en mí, no podía creer lo mucho que él pudo presenciar en aquella habitación, era mi cómplice desde años atrás, muchos años, él sin duda podría sacar provecho de toda la información vergonzosa que tiene sobre mí, que descaro de su parte y yo sin haberme dado cuenta.
Era incómodo estar en el mismo lugar, era como si él supiera que yo nunca quise que su esponjoso trasero estuviese en mi vida; pero, ¿cómo negarse ante un obsequio a los ocho años y, sobre todo, cuando la persona que te lo ha dado espera que te guste y le brindes una sonrisa en agradecimiento? Vaya responsabilidad para tu corta existencia, algo en ti brota y comienzas a nadar algo torpe en el mar inmenso de sentimientos, sientes aquello que llamamos empatía y es entonces que decides aceptar el obsequio, abrirlo y sonreír. ¡Puff! te alegras, al menos no fueron calcetines.
Desde aquel primer día, en que el afelpado se volvió un intruso en mi vida, he esperado los veranos suficientes para cobrar venganza de los días convertidos en una comedia: comprimida, cosida y llena de algodón.
Lo miró fijamente y decido deshacerme de él, su presencia es repugnante, pero ¡ja! al contacto, su esponjoso trasero hace algo mágico contra mí, al tocarlo mi mente se llena de recuerdos, me subo en un tren del cual no puedo bajar, y ¡pum! ahí estamos los dos matando zombies con un revólver. El maldito sabe lo que ha provocado en mí, soy víctima de su esponjosidad, me dedica una sonrisa maliciosa. Sabe que esta vez, no podrá alejarme de aquel pasado oculto, aquel que procuro ignorar.
En una especie de mensaje telepático, me revela que nunca toqué un arma, dice ser mi mejor aliado y debo confiar en él. ¿Cómo hacerlo si sigue empecinado en restar cualquier tipo de ensoñación a mis días, a un pasado que he dejado junto a las pelusas de los muebles de una habitación que se niega a ser refugio?
Le tengo miedo, juega con mi sistema nervioso, mi paz se nubla en el instante que me regala una visión de mi infancia. Ahí estaba mi padre, visitando mi cuarto para regalarme un beso antes de dormir. Se despide de mí para atender a mi madre, tiene cáncer y no puede levantarse ni sonreír desde hace meses. Ella se acerca, me abraza, coloca al afelpado junto a mí, en breve, mi padre se une a aquella escena. Ambos me observan, ocultan las lagrimas y al fin dice mi madre "Descuida, papá estará aquí para cuidarte cuando tenga que partir". Él me dedica una sonrisa, sabe que se aproximan largos días de trabajo, pues alguien debe mantener la casa, los sueños de ambos.
Ahora el pasado tiene sentido, las ausencias y las pesadillas tienen una explicación y lo sé, al fin lo sé todo… no existen zombies, solo personas con ojos tristes, no debí ser tan cruel y ponerle un apodo tan feo a mi padre. Nunca quise odiarle, sólo quería tenerlo cerca. Pronto, mi alma se estremece, los recuerdos se vuelven dulces fantasmas y, aunque dudo, veo al pequeño afelpado, descubro que su aparición no es casualidad: su existencia converge en darle sentido a esos años que no pasaron de largo y siguen viviendo en mí.