El Pacto
Enrique González Rojo Arthur
El señor Sóstenes Malaparte llegó a pensar hasta en el suicidio. Y no era para menos. Su problema es que nació mal dotado de la parte del cuerpo que ustedes saben. Casi casi podría decirse que tenía todas las cualidades del mundo, menos esa. O bien vistas las cosas: menos dos: la que dije y la valentía que es la cualidad que hay que poner en juego para salir del mundo motu proprio. Atraía a las mujeres por su plática florida, su agilidad mental, sus ojos aniñados de pupilas acariciantes, sus manos suaves y nerviosas; pero a la hora de la verdad, que se presentaba demasiado pronto según sus gustos, resultaba un desencanto para ellas y una frustración para él. Por eso una buena parte de la adolescencia y del inicio de la madurez fue triste, amarga, opresiva, lo que lo condujo a pensar en el suicidio. Pero el destino, que a veces se halla inspirado, hizo que conociera a la señorita Esperanza Segura, una provinciana que, por lo menos en apariencia, no era demasiado exigente o ambiciosa en cuestiones de cama, ya que el primer mandamiento de su decálogo era: “hay que conformarse con lo que Dios nos da”. Estaban creadas así las condiciones para que pasara lo que tendría que pasar y pasó: el señor Malaparte y la señorita Segura contrajeron nupcias. El matrimonio le trajo la felicidad a ella —en la medida en que un matrimonio le puede traer la felicidad a alguien—, pero no a él. Y no hace falta tener mucha imaginación para saber los motivos.
Desesperado, después de haber vivido durante algunos meses su precaria situación, y más que desesperado aturdido y en plena ofuscación, una noche conjuró al demonio como el Fausto de Marlow o de Goethe. Pero su petición no se parecía en nada a la del sabio doctor en la obra del gran poeta alemán, sino más bien a la de ciertos violinistas prodigiosos como Giuseppe Tartini o, mejor, Nicola Paganini que vendieron su alma, dícese, a cambio de la exaltación hasta lo superlativo de una capacidad artística.
En ese bendito día la atmósfera carecía de estática y Sóstenes fue escuchado a la perfección por el Príncipe de las Tinieblas. Resultado: al día siguiente Malaparte amaneció dotadísimo. Podía hacer con su instrumento maravillas como el Tartini del “trino del diablo” o como el Paganini de los portentosos “caprichos”; el sitio que ya saben se le convirtió, de la noche a la mañana en una capacidad virtuosística espectacular.
La esposa, a todo, había escuchado tras de la puerta la desesperada petición de su marido y se rió en sus adentros y sus afueras de su ingenuidad. Pero esa misma noche, a la cama en punto, descubrió fascinada que la tenebrosa solicitud de su Sóstenes había sido atendida, y de qué manera. No lo podía creer, se restregaba los ojos, no dejaba en paz las manos y en plena disposición le dio la bienvenida al milagro.
Pero él, al cabo de algunas semanas, no se conformó con la esposa, que era un plato apetitoso pero condimentado con el aburrimiento de la repetición. Comprendió que las ciencias ocultas de Júpiter. Casanova o el Marqués de Bradomín, no era algo que sólo tuviera que ver con las bonitas palabras o las delicatesen de la lengua, y empezó, entusiasta, a formar su catálogo. Las mujeres lo requerían, los hombres lo envidiaban y Mefistófeles se frotaba las manos.
Pero la que estaba descontenta y puso su grito en el cielo o mejor en el infierno fue Doña Esperanza. Como había sido testigo de lo afortunado que había sido su esposo al elevar sus preces hacia el innombrable, juntó las manos, entrecerró los ojos y conjuró al demonio. Dio la casualidad que el diablo ese día se había limpiado cuidadosamente las orejas, había perseguido, inmisericorde, a la cerilla y logró oír muy bien las demandas de la señora. Esperanza Segura, desde el particular punto de vista de Satanás, era más atractiva que Sóstenes Malaparte porque siempre había sido más piadosa y recoleta, y ello hizo que el demonio estuviera dispuesto a conceder a la mujer lo que fuese. Así de simple.
La petición resultó inesperada hasta para Luzbel. Esperanza dijo entre dientes que entregaría su alma si y sólo si suspendiera el portento concedido a su marido que tan feliz lo había hecho a él y que tantos dolores de cabeza le habían acarreado a ella.
Gran problema para Satán: si cumplía el deseo de ella, traicionaba su palabra con él, si no, se quedaba sin ella: qué de migrañas padeció el pobre diablo en esos días.
Y esta fue la solución: Sóstenes conservaría con su esposa las virtudes del contrato y volvería a la etapa previa a éste con las demás féminas. Era como si Paganini tocara como Paganini en su casa y como Olga Breeskin en público.
Esperanza quedó complacida, aunque con el miedo de que su bienhechor se arrepintiera y el conjuro de adentro (que quedaba en familia) se realizara de nuevo afuera, y él también acabó por resignarse a la nueva situación, aunque añorando la diversidad, la prohibición y la aventura. Y así, con esta inteligente solución intermedia, fueron felices para siempre, como Dios manda.
Pero miento: fueron felices hasta el día en que los dos, cada uno a su tiempo, fueron arrojados a ocupar sus respectivos lugares en la infelicidad eterna.
Desesperado, después de haber vivido durante algunos meses su precaria situación, y más que desesperado aturdido y en plena ofuscación, una noche conjuró al demonio como el Fausto de Marlow o de Goethe. Pero su petición no se parecía en nada a la del sabio doctor en la obra del gran poeta alemán, sino más bien a la de ciertos violinistas prodigiosos como Giuseppe Tartini o, mejor, Nicola Paganini que vendieron su alma, dícese, a cambio de la exaltación hasta lo superlativo de una capacidad artística.
En ese bendito día la atmósfera carecía de estática y Sóstenes fue escuchado a la perfección por el Príncipe de las Tinieblas. Resultado: al día siguiente Malaparte amaneció dotadísimo. Podía hacer con su instrumento maravillas como el Tartini del “trino del diablo” o como el Paganini de los portentosos “caprichos”; el sitio que ya saben se le convirtió, de la noche a la mañana en una capacidad virtuosística espectacular.
La esposa, a todo, había escuchado tras de la puerta la desesperada petición de su marido y se rió en sus adentros y sus afueras de su ingenuidad. Pero esa misma noche, a la cama en punto, descubrió fascinada que la tenebrosa solicitud de su Sóstenes había sido atendida, y de qué manera. No lo podía creer, se restregaba los ojos, no dejaba en paz las manos y en plena disposición le dio la bienvenida al milagro.
Pero él, al cabo de algunas semanas, no se conformó con la esposa, que era un plato apetitoso pero condimentado con el aburrimiento de la repetición. Comprendió que las ciencias ocultas de Júpiter. Casanova o el Marqués de Bradomín, no era algo que sólo tuviera que ver con las bonitas palabras o las delicatesen de la lengua, y empezó, entusiasta, a formar su catálogo. Las mujeres lo requerían, los hombres lo envidiaban y Mefistófeles se frotaba las manos.
Pero la que estaba descontenta y puso su grito en el cielo o mejor en el infierno fue Doña Esperanza. Como había sido testigo de lo afortunado que había sido su esposo al elevar sus preces hacia el innombrable, juntó las manos, entrecerró los ojos y conjuró al demonio. Dio la casualidad que el diablo ese día se había limpiado cuidadosamente las orejas, había perseguido, inmisericorde, a la cerilla y logró oír muy bien las demandas de la señora. Esperanza Segura, desde el particular punto de vista de Satanás, era más atractiva que Sóstenes Malaparte porque siempre había sido más piadosa y recoleta, y ello hizo que el demonio estuviera dispuesto a conceder a la mujer lo que fuese. Así de simple.
La petición resultó inesperada hasta para Luzbel. Esperanza dijo entre dientes que entregaría su alma si y sólo si suspendiera el portento concedido a su marido que tan feliz lo había hecho a él y que tantos dolores de cabeza le habían acarreado a ella.
Gran problema para Satán: si cumplía el deseo de ella, traicionaba su palabra con él, si no, se quedaba sin ella: qué de migrañas padeció el pobre diablo en esos días.
Y esta fue la solución: Sóstenes conservaría con su esposa las virtudes del contrato y volvería a la etapa previa a éste con las demás féminas. Era como si Paganini tocara como Paganini en su casa y como Olga Breeskin en público.
Esperanza quedó complacida, aunque con el miedo de que su bienhechor se arrepintiera y el conjuro de adentro (que quedaba en familia) se realizara de nuevo afuera, y él también acabó por resignarse a la nueva situación, aunque añorando la diversidad, la prohibición y la aventura. Y así, con esta inteligente solución intermedia, fueron felices para siempre, como Dios manda.
Pero miento: fueron felices hasta el día en que los dos, cada uno a su tiempo, fueron arrojados a ocupar sus respectivos lugares en la infelicidad eterna.