El poeta
Fausto Leyva
Es común ver salir camiones militares de Santa María del Oro, ahí está el primer retén contra los alzados de Guerrero, es su paso. Los alzados creen que tomar el camino de la sierra para trasladar armamento es seguro, pero ya los tienen bien identificados. Ahí es el paso obligado para ir de Durango a Chihuahua, y como decía antes, ahí está el retén militar, bajo el pretexto de ser una zona estratégica contra el narcotráfico. Puras mentiras.
La base más cercana es la de Parral, cada dos semanas traen a los soldados para los cambios de guardia, y el general Guadarrama es el encargado del traslado. Esa tarde, en los movimientos de rutina, un camión lleno de federales, 40 para ser precisos, se trasladaba a Santa María del Oro, pero el general indicó que primero debían pasar a otro lado, dizque por un encarguito.
En la cabina del camión venían el chofer, el general y “el Poeta”, un soldado raso. Así le decían por tres cosas: hablaba rimando –cantadito–, siempre traía un libro de poesía y, a la hora de torturar a alguien, recitaba algún poema; pero fueron sus métodos brutales y efectivos para hacer cantar a los detenidos, los que le dieron fama. Diego Daza, el poeta, no gozaba de tratos especiales, ni se le podía otorgar un rango mayor como capitán o general, ya que se le consideraba un demente y, por tanto, pondría en riesgo a la honorable institución. Pero venía en la cabina del camión porque entre sus compañeros no era bien recibido. En su encargo había hervido a un par de generales para que confesaran su vínculo con narcos del bando contrario, y a los del batallón que dirigían los mutiló de piernas y brazos, algunos pasaron por toques eléctricos, incluso a uno, que era su amigo, le echó un par de perros de pelea, que lo desbarataron hasta la muerte, todo esto mientras Diego leía en voz alta a García Lorca. Eso entre soldados, estimado Diego, es traición.
—¿Pa dónde vamos?— pregunto Diego.
—A Torreón de Cañas— contestó el general.
—¿Paqué vamos a Torreón de Cañas? / si nos queda reteharto lejos / pa mí usted tiene muy malas mañas / nomás quiere hacernos pendejos— cantó el poeta.
—Habla bien, cabrón, o te mando con tus amiguitos pa que te den una calentadita— El general lo miró fijamente esperando a que Diego le contestara.
—Ta hueno.
Pasando la desviación para llegar a Cañas, en medio de la sierra, al menos unas quince camionetas salieron al paso del camión, este se detuvo de golpe. Los soldados que venían atrás chocaron entre ellos y en medio del desconcierto tomaron sus armas y posición de combate. Las camionetas los rodearon y de ellas asomaron armas y sombreros, pero nadie disparó. De la camioneta más cercana salió un sujeto alto, con sombrero, camisa fina, pantalón de mezclilla, lentes oscuros y una metralleta.
—¡Tranquilos, si venimos en son de paz!— Gritó el sombrerudo. Todos estaban tensos, apuntando a las cabezas, respirando agitatos, como esperando la embestida de un toro.
—¿Quiénes son ustedes?— gritó el general sin asomar la cabeza por la ventana y con su escuadra .45 en la mano.
—Soy Antonio Beltrán, pa servir a Dios y a usté.
—¿El Bazuca? — gritó el general. Le temblaban las manos y sudaba frío. ¡Ah qué mi general! tan falto de valor.
—El mismito, así que bajen sus armas y relájense que no va pasar nada. Síganos que ya estamos por llegar.
El general dio la orden de guardar armas y dijo al chofer que siguiera a las camionetas. Poco antes de entrar al poblado de Torreón de Cañas las camionetas se metieron por un camino de terracería y el camión los siguió.
—Mi general, hay que tener cuidado / mire usté que por estos canijos / torturé al Pérez y Granado / generales con esposa e hijos…
—¡Que hables bien, con una chingada!— dijo Guadarrama soltando una cachetada— ya sé quiénes son, y ese es el encargo que tengo que hacer. Pero tú estate abusado, que no me confío. Pásate patrás y avísale a los otros.
Diego pasó con sus compañeros, nadie le dijo nada, dio la indicación pertinente y todos siguieron en silencio. ¡Caray! Todos lo miraban con odio, pero nadie se atrevió siquiera a decir algo, creo que era más su miedo, se les notaba en la cara. El poeta sacó un cigarro de mota, de la hidropónica, de la que pega fuerte. En estas circunstancias siempre hay que estar bien puesto para aguantar el asunto. Sus compañeros lo observaron, aún no les daban su respectiva dosis, se la entregarían llegando a Santa María del Oro, pero el poeta siempre trae una buena reserva, al menos unos diez chirritos. Se dio cuenta del cambio de sus compañeros, dejaron de verlo con odio para contemplarlo con terror y súplica. Necesitaban de un toque o dos para tranquilizar los nervios y aflojar las manos del gatillo. Diego, sin pensarlo sacó sus cigarros y los ofreció, los otros luego luego los tomaron, incluso algunos agradecieron y elogiaron al poeta “eres grande, Dios te dé más” y comenzaron a fumar. El terror pronto pasaría.
Cuando llegaron enfrente de un bodegón, el Bazuca le dijo al general que bajara a su gente, que adentro habría comida y cerveza para ellos, que se sirvieran en lo que ellos arreglaban el asunto que los tenía allí. Guadarrama así dio la orden y todos entraron. Justo había lo que prometieron, si viera, estimado lector, que buena se veía la comida, una especie de pozole y chelas bien frías. Guadarrama y Bazuca se fueron a un cuarto.
—Ahí está el encargo— el Bazuca le señaló al general una hielera en medio de una mesa. El general se acercó y abrió: tres cabezas. Casi vomita por el olor.
—¡Carajo! No era necesario que me dieras esto, con unas fotos bastaba.
—No, mi general, es pa que vean que hay buena voluntad y que no queremos problemas con el preciso. Justo como lo ordenaron, ahí están las cabezas de los Galicia. Otra piedrita menos en el zapato— sonrió el Bazuca.
—¿Y los cuerpos?— Bazuca tomó del hombro a Guadarrama y lo llevó afuera del cuarto, luego señaló las cazuelas de comida, ya casi vaciadas por los soldados.
—¡No seas cabrón! ¿es en serio?— De nuevo casi vomita el general, mientras escucha a uno de los soldados agradeciendo al buena comida.
—Así es mi general Guadarrama. Lamento haber tomado esta acción, pero da coraje que ustedes no reciban un poquito de castigo por estarnos matando a la gente. Pérez y Granados, no me importan, pero entre los que se echaron estaban mi sobrino y un amigo, no se vale.
En ese momento, el poeta se acercó y preguntó al general si quería un plato de rico pozole, Guadarrama no aguantó más y comenzó a vomitar.
—¡No jodas! Poeta, son personas las que te estás tragando— trataba de decir el general entre sollozos y arcadas—. Reúne a la gente y súbela al camión— En ese momento el Bazuca detuvo a Diego por el hombro y tronó los dedos, de pronto un centenar de hombres armados entraron y apuntaron a los soldados.
—¿Con que tú eres el mentado poeta?— giró a Diego y fijó su mirada en él —¿Qué cree mi general? Cambio de planes. Ustedes no se van de aquí sin antes cumplirme un caprichito y más vale que lo hagan o aquí se mueren todos, los hago en pozole como el que se acaban de tragar y se los doy de comida a sus familias ¿Cómo ven?
Todos palidecieron de un momento a otro, no sabían de qué se trataba el asunto. Algunos empezaron a vomitar y a mentar la madre, pero nadie se atrevió a levantar su arma. Sabía que a la primera provocación, todos terminarías muertos a tiros.
—¿Sabías que tu mataste a mi sobrino, que tu amigo me habló de ti?— le dijo a Diego al oído, luego fue con uno de sus matones, le dio indicaciones en voz baja y este salió corriendo.
—¿Qué es lo que quiere?— preguntó el general mientras se limpiaba la boca y se arreglaba el uniforme. En ese momento entró el matón con el encargo dentro de un sombrero y se lo entregó a Bazuca.
—Muy sencillo, que este cabrón se trague esto— del sombrero sacó un escorpión: negro y grande. Diego pegó grito.
¿Por qué palideces Diego? ¿Te sorprende que sepan tu secreto? Por eso mataste a tu amigo de esa manera, porque querías vengarte de esa broma pesada que te hizo: un alacrán en la bota. Te duele que usara esa fobia que le confesaste cuando contaste la historia de tu hermano muerto por picadura de alacrán. Dormían juntos y nunca se dieron cuenta del nido de alacranes que tenías abajo de la cama. Cuando abriste los ojos lo primero que viste fue salir un insecto de la boca de tu hermano y cuando levantaste la sábana él ya estaba casi morado y con varios animalejos en el cuerpo ¿Te sorprende que el Bazuca lo sepa? ¿Por qué no contar una anécdota tan curiosa? ¡Ey! Tranquilo, no te vayas a desmayar.
—Si no te lo tragas, voy a matar a tus compañeros. Cada minuto que pase uno de ellos morirá. Y pa que veas que hablo en serio — en ese momento tronó los dedos y entraron otro par de sujetos con cuatro Rottweiler: enormes, salvajes, con los ojos encendidos, parecieran sacados del mismo infierno. Señaló hacia los soldados y otros dos matones, tomaron a uno de ellos y lo llevaron a una esquina de la bodega—. Ve, ¿esto se te hace familiar?
Diego empezó a implorar perdón, lloraba, se retorcía en el suelo. Se tapó los oídos cuando escuchó gritar al soldado que era atacado por los perros. Le estaban destrozando los brazos y las piernas, uno se le fue al cuello y le arrancaba pedazos de carne de la cara. Gritaba por auxilio, suplicaba a Diego que se tragara el insecto y salvara su vida, lloraba del dolor. Ni tapándose los oídos se podía evitar escuchar la cruenta súplica del soldado devorado por los perros. También los otros empezaron a gritarle, lo amenazaban y lloraban desesperados, sabían que no tenían oportunidad de defenderse, uno incluso se ofreció para obligar al poeta a que se tragara el insecto, pero Bazuca tomó su pistola y le dio un tiro en la cabeza. Dando la orden de que sólo por voluntad propia Diego debe comerse el escorpión. Los gritos del soldado en el hocico de los perros se hacían más fuerte, pero ahogados, como si la sangre estuviera llenando las palabras. Los demás suplicaban a Diego que lo hiciera, algunos ofrecían respeto, dinero, a sus mujeres e hijas, con tal de que les salvara la vida. Hasta el general Guadarrama, lo trató de hijo y le ofrecía un mejor puesto dentro de la institución. Pero el poeta seguía tirado en el suelo, en un estado catatónico.
—Yo también me sé algunos versitos: pica que pica el alacrán / mastícalo bien fuerte / o vivos de aquí no saldrán— se burló el Bazuca— ¿Así está bien?— pateó a Diego como para que reaccionara— Este cabrón no entiende. El que sigue— Los matones ya llevaban un cuchillo grande justo a la garganta de un soldado, cuando el poeta tomo el sombrero y sacó insecto tomándolo por la cola.
En su mirada se veía demencia, y sin pensarlo, se metió el alacrán en la boca y comenzó a masticar. Los soldados comenzaron a darle gracias, a llenarlo de bendiciones, a decirle que era un santo. Diego sentía como el insecto tronaba entre sus dientes, las patas se crispaban en su lengua y las tenazas se movían en sus cachetes, era una sensación de muerte, con un sabor repugnante.
El Bazuca los liberó. Todos salieron corriendo del lugar, se olvidaron del cuerpo de su compañero con el balazo en la cabeza y del que aún seguía siendo masticado por los perros, ya no se quejaba pero tampoco se quedaron a ver si seguía vivo. Ya en el camión, todos se sentaron alrededor del poeta. Este estaba tirado, retorciéndose del dolor, nadie decía o hacía algo por él. El veneno del alacrán comenzó a surtir efecto, Diego se retorcía de dolor y comenzó a vomitar sangre. De repente lo tomaron de las piernas y los brazos, lo balancearon un poco y lo lanzaron al camino en medio de la sierra. El general Guadarrama vio todo por el retrovisor y no dijo nada. Siguieron su camino en silencio.
La base más cercana es la de Parral, cada dos semanas traen a los soldados para los cambios de guardia, y el general Guadarrama es el encargado del traslado. Esa tarde, en los movimientos de rutina, un camión lleno de federales, 40 para ser precisos, se trasladaba a Santa María del Oro, pero el general indicó que primero debían pasar a otro lado, dizque por un encarguito.
En la cabina del camión venían el chofer, el general y “el Poeta”, un soldado raso. Así le decían por tres cosas: hablaba rimando –cantadito–, siempre traía un libro de poesía y, a la hora de torturar a alguien, recitaba algún poema; pero fueron sus métodos brutales y efectivos para hacer cantar a los detenidos, los que le dieron fama. Diego Daza, el poeta, no gozaba de tratos especiales, ni se le podía otorgar un rango mayor como capitán o general, ya que se le consideraba un demente y, por tanto, pondría en riesgo a la honorable institución. Pero venía en la cabina del camión porque entre sus compañeros no era bien recibido. En su encargo había hervido a un par de generales para que confesaran su vínculo con narcos del bando contrario, y a los del batallón que dirigían los mutiló de piernas y brazos, algunos pasaron por toques eléctricos, incluso a uno, que era su amigo, le echó un par de perros de pelea, que lo desbarataron hasta la muerte, todo esto mientras Diego leía en voz alta a García Lorca. Eso entre soldados, estimado Diego, es traición.
—¿Pa dónde vamos?— pregunto Diego.
—A Torreón de Cañas— contestó el general.
—¿Paqué vamos a Torreón de Cañas? / si nos queda reteharto lejos / pa mí usted tiene muy malas mañas / nomás quiere hacernos pendejos— cantó el poeta.
—Habla bien, cabrón, o te mando con tus amiguitos pa que te den una calentadita— El general lo miró fijamente esperando a que Diego le contestara.
—Ta hueno.
Pasando la desviación para llegar a Cañas, en medio de la sierra, al menos unas quince camionetas salieron al paso del camión, este se detuvo de golpe. Los soldados que venían atrás chocaron entre ellos y en medio del desconcierto tomaron sus armas y posición de combate. Las camionetas los rodearon y de ellas asomaron armas y sombreros, pero nadie disparó. De la camioneta más cercana salió un sujeto alto, con sombrero, camisa fina, pantalón de mezclilla, lentes oscuros y una metralleta.
—¡Tranquilos, si venimos en son de paz!— Gritó el sombrerudo. Todos estaban tensos, apuntando a las cabezas, respirando agitatos, como esperando la embestida de un toro.
—¿Quiénes son ustedes?— gritó el general sin asomar la cabeza por la ventana y con su escuadra .45 en la mano.
—Soy Antonio Beltrán, pa servir a Dios y a usté.
—¿El Bazuca? — gritó el general. Le temblaban las manos y sudaba frío. ¡Ah qué mi general! tan falto de valor.
—El mismito, así que bajen sus armas y relájense que no va pasar nada. Síganos que ya estamos por llegar.
El general dio la orden de guardar armas y dijo al chofer que siguiera a las camionetas. Poco antes de entrar al poblado de Torreón de Cañas las camionetas se metieron por un camino de terracería y el camión los siguió.
—Mi general, hay que tener cuidado / mire usté que por estos canijos / torturé al Pérez y Granado / generales con esposa e hijos…
—¡Que hables bien, con una chingada!— dijo Guadarrama soltando una cachetada— ya sé quiénes son, y ese es el encargo que tengo que hacer. Pero tú estate abusado, que no me confío. Pásate patrás y avísale a los otros.
Diego pasó con sus compañeros, nadie le dijo nada, dio la indicación pertinente y todos siguieron en silencio. ¡Caray! Todos lo miraban con odio, pero nadie se atrevió siquiera a decir algo, creo que era más su miedo, se les notaba en la cara. El poeta sacó un cigarro de mota, de la hidropónica, de la que pega fuerte. En estas circunstancias siempre hay que estar bien puesto para aguantar el asunto. Sus compañeros lo observaron, aún no les daban su respectiva dosis, se la entregarían llegando a Santa María del Oro, pero el poeta siempre trae una buena reserva, al menos unos diez chirritos. Se dio cuenta del cambio de sus compañeros, dejaron de verlo con odio para contemplarlo con terror y súplica. Necesitaban de un toque o dos para tranquilizar los nervios y aflojar las manos del gatillo. Diego, sin pensarlo sacó sus cigarros y los ofreció, los otros luego luego los tomaron, incluso algunos agradecieron y elogiaron al poeta “eres grande, Dios te dé más” y comenzaron a fumar. El terror pronto pasaría.
Cuando llegaron enfrente de un bodegón, el Bazuca le dijo al general que bajara a su gente, que adentro habría comida y cerveza para ellos, que se sirvieran en lo que ellos arreglaban el asunto que los tenía allí. Guadarrama así dio la orden y todos entraron. Justo había lo que prometieron, si viera, estimado lector, que buena se veía la comida, una especie de pozole y chelas bien frías. Guadarrama y Bazuca se fueron a un cuarto.
—Ahí está el encargo— el Bazuca le señaló al general una hielera en medio de una mesa. El general se acercó y abrió: tres cabezas. Casi vomita por el olor.
—¡Carajo! No era necesario que me dieras esto, con unas fotos bastaba.
—No, mi general, es pa que vean que hay buena voluntad y que no queremos problemas con el preciso. Justo como lo ordenaron, ahí están las cabezas de los Galicia. Otra piedrita menos en el zapato— sonrió el Bazuca.
—¿Y los cuerpos?— Bazuca tomó del hombro a Guadarrama y lo llevó afuera del cuarto, luego señaló las cazuelas de comida, ya casi vaciadas por los soldados.
—¡No seas cabrón! ¿es en serio?— De nuevo casi vomita el general, mientras escucha a uno de los soldados agradeciendo al buena comida.
—Así es mi general Guadarrama. Lamento haber tomado esta acción, pero da coraje que ustedes no reciban un poquito de castigo por estarnos matando a la gente. Pérez y Granados, no me importan, pero entre los que se echaron estaban mi sobrino y un amigo, no se vale.
En ese momento, el poeta se acercó y preguntó al general si quería un plato de rico pozole, Guadarrama no aguantó más y comenzó a vomitar.
—¡No jodas! Poeta, son personas las que te estás tragando— trataba de decir el general entre sollozos y arcadas—. Reúne a la gente y súbela al camión— En ese momento el Bazuca detuvo a Diego por el hombro y tronó los dedos, de pronto un centenar de hombres armados entraron y apuntaron a los soldados.
—¿Con que tú eres el mentado poeta?— giró a Diego y fijó su mirada en él —¿Qué cree mi general? Cambio de planes. Ustedes no se van de aquí sin antes cumplirme un caprichito y más vale que lo hagan o aquí se mueren todos, los hago en pozole como el que se acaban de tragar y se los doy de comida a sus familias ¿Cómo ven?
Todos palidecieron de un momento a otro, no sabían de qué se trataba el asunto. Algunos empezaron a vomitar y a mentar la madre, pero nadie se atrevió a levantar su arma. Sabía que a la primera provocación, todos terminarías muertos a tiros.
—¿Sabías que tu mataste a mi sobrino, que tu amigo me habló de ti?— le dijo a Diego al oído, luego fue con uno de sus matones, le dio indicaciones en voz baja y este salió corriendo.
—¿Qué es lo que quiere?— preguntó el general mientras se limpiaba la boca y se arreglaba el uniforme. En ese momento entró el matón con el encargo dentro de un sombrero y se lo entregó a Bazuca.
—Muy sencillo, que este cabrón se trague esto— del sombrero sacó un escorpión: negro y grande. Diego pegó grito.
¿Por qué palideces Diego? ¿Te sorprende que sepan tu secreto? Por eso mataste a tu amigo de esa manera, porque querías vengarte de esa broma pesada que te hizo: un alacrán en la bota. Te duele que usara esa fobia que le confesaste cuando contaste la historia de tu hermano muerto por picadura de alacrán. Dormían juntos y nunca se dieron cuenta del nido de alacranes que tenías abajo de la cama. Cuando abriste los ojos lo primero que viste fue salir un insecto de la boca de tu hermano y cuando levantaste la sábana él ya estaba casi morado y con varios animalejos en el cuerpo ¿Te sorprende que el Bazuca lo sepa? ¿Por qué no contar una anécdota tan curiosa? ¡Ey! Tranquilo, no te vayas a desmayar.
—Si no te lo tragas, voy a matar a tus compañeros. Cada minuto que pase uno de ellos morirá. Y pa que veas que hablo en serio — en ese momento tronó los dedos y entraron otro par de sujetos con cuatro Rottweiler: enormes, salvajes, con los ojos encendidos, parecieran sacados del mismo infierno. Señaló hacia los soldados y otros dos matones, tomaron a uno de ellos y lo llevaron a una esquina de la bodega—. Ve, ¿esto se te hace familiar?
Diego empezó a implorar perdón, lloraba, se retorcía en el suelo. Se tapó los oídos cuando escuchó gritar al soldado que era atacado por los perros. Le estaban destrozando los brazos y las piernas, uno se le fue al cuello y le arrancaba pedazos de carne de la cara. Gritaba por auxilio, suplicaba a Diego que se tragara el insecto y salvara su vida, lloraba del dolor. Ni tapándose los oídos se podía evitar escuchar la cruenta súplica del soldado devorado por los perros. También los otros empezaron a gritarle, lo amenazaban y lloraban desesperados, sabían que no tenían oportunidad de defenderse, uno incluso se ofreció para obligar al poeta a que se tragara el insecto, pero Bazuca tomó su pistola y le dio un tiro en la cabeza. Dando la orden de que sólo por voluntad propia Diego debe comerse el escorpión. Los gritos del soldado en el hocico de los perros se hacían más fuerte, pero ahogados, como si la sangre estuviera llenando las palabras. Los demás suplicaban a Diego que lo hiciera, algunos ofrecían respeto, dinero, a sus mujeres e hijas, con tal de que les salvara la vida. Hasta el general Guadarrama, lo trató de hijo y le ofrecía un mejor puesto dentro de la institución. Pero el poeta seguía tirado en el suelo, en un estado catatónico.
—Yo también me sé algunos versitos: pica que pica el alacrán / mastícalo bien fuerte / o vivos de aquí no saldrán— se burló el Bazuca— ¿Así está bien?— pateó a Diego como para que reaccionara— Este cabrón no entiende. El que sigue— Los matones ya llevaban un cuchillo grande justo a la garganta de un soldado, cuando el poeta tomo el sombrero y sacó insecto tomándolo por la cola.
En su mirada se veía demencia, y sin pensarlo, se metió el alacrán en la boca y comenzó a masticar. Los soldados comenzaron a darle gracias, a llenarlo de bendiciones, a decirle que era un santo. Diego sentía como el insecto tronaba entre sus dientes, las patas se crispaban en su lengua y las tenazas se movían en sus cachetes, era una sensación de muerte, con un sabor repugnante.
El Bazuca los liberó. Todos salieron corriendo del lugar, se olvidaron del cuerpo de su compañero con el balazo en la cabeza y del que aún seguía siendo masticado por los perros, ya no se quejaba pero tampoco se quedaron a ver si seguía vivo. Ya en el camión, todos se sentaron alrededor del poeta. Este estaba tirado, retorciéndose del dolor, nadie decía o hacía algo por él. El veneno del alacrán comenzó a surtir efecto, Diego se retorcía de dolor y comenzó a vomitar sangre. De repente lo tomaron de las piernas y los brazos, lo balancearon un poco y lo lanzaron al camino en medio de la sierra. El general Guadarrama vio todo por el retrovisor y no dijo nada. Siguieron su camino en silencio.