El río*
Miguel Pérez
Veo un punto de luz que se aleja, está cada vez más alto. Me rodea la oscuridad, hace frío. Siento que me jalan más profundo. Desciendo al fondo, al fango.
Me advirtieron que no escribiera de “ellos”. Que no me fuera por “esa” línea. Pero soy periodista. Eso hago, investigo, documento y publico.
Trabajo en un pequeño periódico local. Eso no le resta valor a lo que hago, por lo menos para mí significa todo, es mi profesión y la tomo muy en serio.
Al alcalde no le gusta lo que escribo, tampoco al gobernador. Minimizan mis palabras, intentan desacreditarlas, dicen que escribo calumnias, pero con evidencias no han podido desmentir ni una palabra.
No han faltado las amenazas, desde las sutiles hasta las directas. Un tipo en una moto se detuvo mientras caminaba al periódico, me habló por mi nombre, y dejó ver entre sus ropas un arma.
Me acosan, vigilan lo que hablo, lo que escribo. En lo público y lo privado. Me han llamado a casa, al celular, me dicen que me ande con cuidado. Me envían correos electrónicos, a mi familia también. Mi novia me terminó, decidió irse del puerto, de nuestra casa alquilada a pocos pasos de la playa; tiene miedo, me pide que deje de escribir, o que de menos no los mencione a “ellos”.
Salía de una fiesta, cuando unos sujetos me abordaron, me golpearon, robaron mi cámara y la grabadora, cuando estuve en el suelo uno de ellos me dijo “aquí tienes un recuerdito del gobernador” y me pateó en el rostro. Desperté en la Cruz Roja. Los hijos de puta también me quitaron el teléfono y la cartera.
Pasé una semana encerrado en mi casa, sofocado por el calor; no comía, apenas tomaba agua para tragar los analgésicos. No contestaba el teléfono ni revisaba el correo. Soy reportero, vivo al día, si no meto notas, no cobro. Sin dinero no surto la receta en la farmacia, ni compro comida ni pago la renta.
Quizá ya era tiempo de dejar de escribir de los políticos y sus nexos con empresarios, de políticos y sus nexos con criminales, de los negocios que hacen desde el gobierno con sus compadres. Quizá ya era tiempo de cubrir las notas de “sociales”. Pero no podría hacerlo. No les daría ese gusto. Quizá si iba a la capital todo cambiaría.
Tenía miedo, pero investigué, supe que los que me golpearon son policías, supe que el gobernador le hizo el encargo al alcalde. Lo pensé mucho antes de mandar la nota. Sabía que me jugaba la vida con esto. Temblaba, estaba aterrado, no sabía a ciencia cierta qué vendría después de esto. Vivía con miedo de todas maneras, entonces ¿por qué habría de callar?
Hice la denuncia en el MP y en la Comisión de Derechos Humanos. La nota salió al día siguiente a ocho columnas, una revista de circulación nacional la reprodujo. Me hablaron de la radio y la televisión desde la capital, ese era mi salvo conducto. Comencé a preparar las maletas, me iría esta noche.
Tiraron la puerta, entraron en estampida destruyendo todo a su paso, sólo sentí los golpes arremolinándose a mi alrededor. Eran 5 o 6 encapuchados, a pesar de eso reconocí al de la moto y a los que me habían golpeado anteriormente.
Me sacaron a la fuerza, con la ropa desgarrada y ensangrentado, me treparon a culatazos en una camioneta negra. Me pusieron una bolsa de plástico en cabeza, algo me quedó claro: no me matarían asfixiado, pues cuando comenzaba a desvanecerme la retiraban.
Dieron vueltas y vueltas, alternando el castigo de la bolsa con golpes. Se detuvieron afuera de la ciudad, donde desemboca el río. Me bajaron a jalones, de los cabellos, de los jirones que quedaron de mi ropa.
— ¡Párate, cabrón! ¡Muy picudo escribiendo tus pendejadas! ¡Párate, hijo de la chingada! Ahora sí ya te cargó la verga — vociferaba uno de ellos, mientras los otros cortaban cartucho.
— ¡Te metiste con gente muy poderosa, pendejo! — Alcanzó a decir otro. Esto último me llenó de rabia, me levanté como impulsado por un resorte.
Sonaron los disparos. Por increíble que parezca, aún tenía consciencia, me dieron por muerto, se burlaban de mí. Me cargaron como a un bulto, me subieron a una lancha y me llevaron a donde están las pozas, lo más profundo antes del delta que sale al mar. Ahí me tiraron.
Me hundo, estoy consciente, todo se oscurece, veo la luna como un destello de luz que se aleja, y sé que cuando ese punto luminoso deje de verse, todo habrá terminado.
*En el estado de Veracruz se han registrado 14 periodistas asesinados a la fecha, durante el gobierno de Javier Duarte, a la memoria de todos ellos.
Me advirtieron que no escribiera de “ellos”. Que no me fuera por “esa” línea. Pero soy periodista. Eso hago, investigo, documento y publico.
Trabajo en un pequeño periódico local. Eso no le resta valor a lo que hago, por lo menos para mí significa todo, es mi profesión y la tomo muy en serio.
Al alcalde no le gusta lo que escribo, tampoco al gobernador. Minimizan mis palabras, intentan desacreditarlas, dicen que escribo calumnias, pero con evidencias no han podido desmentir ni una palabra.
No han faltado las amenazas, desde las sutiles hasta las directas. Un tipo en una moto se detuvo mientras caminaba al periódico, me habló por mi nombre, y dejó ver entre sus ropas un arma.
Me acosan, vigilan lo que hablo, lo que escribo. En lo público y lo privado. Me han llamado a casa, al celular, me dicen que me ande con cuidado. Me envían correos electrónicos, a mi familia también. Mi novia me terminó, decidió irse del puerto, de nuestra casa alquilada a pocos pasos de la playa; tiene miedo, me pide que deje de escribir, o que de menos no los mencione a “ellos”.
Salía de una fiesta, cuando unos sujetos me abordaron, me golpearon, robaron mi cámara y la grabadora, cuando estuve en el suelo uno de ellos me dijo “aquí tienes un recuerdito del gobernador” y me pateó en el rostro. Desperté en la Cruz Roja. Los hijos de puta también me quitaron el teléfono y la cartera.
Pasé una semana encerrado en mi casa, sofocado por el calor; no comía, apenas tomaba agua para tragar los analgésicos. No contestaba el teléfono ni revisaba el correo. Soy reportero, vivo al día, si no meto notas, no cobro. Sin dinero no surto la receta en la farmacia, ni compro comida ni pago la renta.
Quizá ya era tiempo de dejar de escribir de los políticos y sus nexos con empresarios, de políticos y sus nexos con criminales, de los negocios que hacen desde el gobierno con sus compadres. Quizá ya era tiempo de cubrir las notas de “sociales”. Pero no podría hacerlo. No les daría ese gusto. Quizá si iba a la capital todo cambiaría.
Tenía miedo, pero investigué, supe que los que me golpearon son policías, supe que el gobernador le hizo el encargo al alcalde. Lo pensé mucho antes de mandar la nota. Sabía que me jugaba la vida con esto. Temblaba, estaba aterrado, no sabía a ciencia cierta qué vendría después de esto. Vivía con miedo de todas maneras, entonces ¿por qué habría de callar?
Hice la denuncia en el MP y en la Comisión de Derechos Humanos. La nota salió al día siguiente a ocho columnas, una revista de circulación nacional la reprodujo. Me hablaron de la radio y la televisión desde la capital, ese era mi salvo conducto. Comencé a preparar las maletas, me iría esta noche.
Tiraron la puerta, entraron en estampida destruyendo todo a su paso, sólo sentí los golpes arremolinándose a mi alrededor. Eran 5 o 6 encapuchados, a pesar de eso reconocí al de la moto y a los que me habían golpeado anteriormente.
Me sacaron a la fuerza, con la ropa desgarrada y ensangrentado, me treparon a culatazos en una camioneta negra. Me pusieron una bolsa de plástico en cabeza, algo me quedó claro: no me matarían asfixiado, pues cuando comenzaba a desvanecerme la retiraban.
Dieron vueltas y vueltas, alternando el castigo de la bolsa con golpes. Se detuvieron afuera de la ciudad, donde desemboca el río. Me bajaron a jalones, de los cabellos, de los jirones que quedaron de mi ropa.
— ¡Párate, cabrón! ¡Muy picudo escribiendo tus pendejadas! ¡Párate, hijo de la chingada! Ahora sí ya te cargó la verga — vociferaba uno de ellos, mientras los otros cortaban cartucho.
— ¡Te metiste con gente muy poderosa, pendejo! — Alcanzó a decir otro. Esto último me llenó de rabia, me levanté como impulsado por un resorte.
Sonaron los disparos. Por increíble que parezca, aún tenía consciencia, me dieron por muerto, se burlaban de mí. Me cargaron como a un bulto, me subieron a una lancha y me llevaron a donde están las pozas, lo más profundo antes del delta que sale al mar. Ahí me tiraron.
Me hundo, estoy consciente, todo se oscurece, veo la luna como un destello de luz que se aleja, y sé que cuando ese punto luminoso deje de verse, todo habrá terminado.
*En el estado de Veracruz se han registrado 14 periodistas asesinados a la fecha, durante el gobierno de Javier Duarte, a la memoria de todos ellos.