Este hogar es muy católico
Guadalupe T. I. Ramírez *
Este hogar es muy católico, me dijo por tercera o cuarta vez en el día, mientras me pegaba con la vara de membrillo que parecía ser su favorita. No sé cómo vio, durante la misa, que el chófer de los vecinos, quién a veces nos ayuda a hacer mandados, deslizó algo en mi mano.
A pesar de su enojo, fingió no darse cuenta hasta que llegamos a la casa junto con sus hijas y las otras empleadas.
Apenas entré, corrí a esconder lo que traía bien guardado entre los pliegues del vestido, pero fue inútil, pues antes de bajar las escaleras que dan de la entrada principal a las habitaciones de la servidumbre, la señora me llamó a gritos y me exigió que le mostrara el paquetito.
Al negarme y decirle que no sabía de lo que hablaba, me soltó una cachetada y amenazó con ponerme de patitas en la calle si no le daba lo que me pedía.
Enseguida me llevó a mi habitación y me hizo desnudar casi por completo, aunque varias veces nos haya dicho que es impúdico mostrarse desnudo frente a otra persona, especialmente si uno no está atado a ese otro por el lazo del matrimonio. Claro que yo creo que está mintiendo cuando lo dice, pues me consta que ha visto a sus hijas como Dios las trajo al mundo, y a una que otra persona de las que va a cuidar y nos lleva para hacer lo más pesado, cuando hace labor comunitaria.
Ya con mi ropa en el piso, comenzó a buscar desesperadamente lo que me habían dado y no paró hasta haber registrado cada rincón de mi habitación, pues al hallar el paquetito, encontró un dulce de leche, de esos que traen una nuez enorme arriba y, también, una notita que decía: "A las siete, donde siempre".
— ¡Maldita la hora en que te enseñamos a leer, muchacha del demonio!
Así es, maldecía. La señora, que se golpeaba el pecho cuando oraba y que no pasaba por alto que alguien se saltara una misa, un rosario, una oración antes de comer o de dormir, maldecía y maldecía mucho.
En castigo, me dejó sin comer esa tarde y me encerró en mi habitación, que también era la de Laura y la de Diana. Ellas, a pesar de no saber nada referente al paquetito, le contaron a la señora no sé qué cosas, pues al rato de haberme encerrado, regresó a preguntarme a dónde me iba casi cada tarde y qué cochinadas estaría yo haciendo para que me citaran a solas y siempre me mandaran esa clase de regalitos.
Todas en la casa teníamos prohibido salir solas, por lo que, si alguna hacía algo malo, seguramente otra se daría cuenta y por quedar bien con la señora, le iría con el chisme luego luego; pero no, hasta ese día, nadie se había quejado de mí, en especial, ninguna de sus hijas, a quienes ya llevaba años ayudando en todo e incluso escuchando las lecciones junto a ellas, por si se les ofrecía algo.
De sus tres hijas, Paola, la mayor, era con quien mejor me llevaba, ya que tenemos casi la misma edad, y me gusta pensar que somos buenas amigas, pues lejos de tratarme como sus hermanas, ella a veces me daba de su comida o hasta de su postre, si le ayudaba a comer algo que no le gustara.
--Responde de buena vez, Marina, ¿a quién vas a ver y en dónde! Responde, si no quieres que le diga a mi marido la clase de muchacha que eres. Y eso sí, ni creas que vas a seguir junto a mis niñas si te dejamos quedar en esta casa. No vaya a ser que les enseñes alguna de tus mañas y que se olviden de las buenas costumbres que desde pequeñas les hemos inculcado.
Responderle era lo último que debía hacer, pues conocía de sobra su carácter y la manera en que había castigado por cosas minúsculas a las otras muchachas, e incluso, en ocasiones, a sus hijas.
Entonces no me quedó más remedio que inventar una historia, lo menos pecaminosa posible, en la que le confesé que me vi tentada a abandonar su casa después de que un joven, a quien prometí no volver a ver, me pidiera que me escapara con él.
Al final le juré que jamás volvería a fiarme de los hombres, aunque este, en particular, hubiera sido muy respetuoso conmigo y nunca me hubiese tocado. Además, le agradecí que me hiciera entrar en razón y le pedí que por favor me permitiera quedarme, y yo a cambio, ofrecería penitencias durante un año y le obedecería en todo.
A esto, me respondió que iba a pensarlo y me dejó a solas, meditando las consecuencias de mis acciones.
Poco después de que la señora me dejara, desde el otro lado de la puerta, Paola, en voz muy bajita, me preguntó:
– Marina, ¿qué decía el papelito!
– Que te espera las siete, en el lugar de siempre.
A pesar de su enojo, fingió no darse cuenta hasta que llegamos a la casa junto con sus hijas y las otras empleadas.
Apenas entré, corrí a esconder lo que traía bien guardado entre los pliegues del vestido, pero fue inútil, pues antes de bajar las escaleras que dan de la entrada principal a las habitaciones de la servidumbre, la señora me llamó a gritos y me exigió que le mostrara el paquetito.
Al negarme y decirle que no sabía de lo que hablaba, me soltó una cachetada y amenazó con ponerme de patitas en la calle si no le daba lo que me pedía.
Enseguida me llevó a mi habitación y me hizo desnudar casi por completo, aunque varias veces nos haya dicho que es impúdico mostrarse desnudo frente a otra persona, especialmente si uno no está atado a ese otro por el lazo del matrimonio. Claro que yo creo que está mintiendo cuando lo dice, pues me consta que ha visto a sus hijas como Dios las trajo al mundo, y a una que otra persona de las que va a cuidar y nos lleva para hacer lo más pesado, cuando hace labor comunitaria.
Ya con mi ropa en el piso, comenzó a buscar desesperadamente lo que me habían dado y no paró hasta haber registrado cada rincón de mi habitación, pues al hallar el paquetito, encontró un dulce de leche, de esos que traen una nuez enorme arriba y, también, una notita que decía: "A las siete, donde siempre".
— ¡Maldita la hora en que te enseñamos a leer, muchacha del demonio!
Así es, maldecía. La señora, que se golpeaba el pecho cuando oraba y que no pasaba por alto que alguien se saltara una misa, un rosario, una oración antes de comer o de dormir, maldecía y maldecía mucho.
En castigo, me dejó sin comer esa tarde y me encerró en mi habitación, que también era la de Laura y la de Diana. Ellas, a pesar de no saber nada referente al paquetito, le contaron a la señora no sé qué cosas, pues al rato de haberme encerrado, regresó a preguntarme a dónde me iba casi cada tarde y qué cochinadas estaría yo haciendo para que me citaran a solas y siempre me mandaran esa clase de regalitos.
Todas en la casa teníamos prohibido salir solas, por lo que, si alguna hacía algo malo, seguramente otra se daría cuenta y por quedar bien con la señora, le iría con el chisme luego luego; pero no, hasta ese día, nadie se había quejado de mí, en especial, ninguna de sus hijas, a quienes ya llevaba años ayudando en todo e incluso escuchando las lecciones junto a ellas, por si se les ofrecía algo.
De sus tres hijas, Paola, la mayor, era con quien mejor me llevaba, ya que tenemos casi la misma edad, y me gusta pensar que somos buenas amigas, pues lejos de tratarme como sus hermanas, ella a veces me daba de su comida o hasta de su postre, si le ayudaba a comer algo que no le gustara.
--Responde de buena vez, Marina, ¿a quién vas a ver y en dónde! Responde, si no quieres que le diga a mi marido la clase de muchacha que eres. Y eso sí, ni creas que vas a seguir junto a mis niñas si te dejamos quedar en esta casa. No vaya a ser que les enseñes alguna de tus mañas y que se olviden de las buenas costumbres que desde pequeñas les hemos inculcado.
Responderle era lo último que debía hacer, pues conocía de sobra su carácter y la manera en que había castigado por cosas minúsculas a las otras muchachas, e incluso, en ocasiones, a sus hijas.
Entonces no me quedó más remedio que inventar una historia, lo menos pecaminosa posible, en la que le confesé que me vi tentada a abandonar su casa después de que un joven, a quien prometí no volver a ver, me pidiera que me escapara con él.
Al final le juré que jamás volvería a fiarme de los hombres, aunque este, en particular, hubiera sido muy respetuoso conmigo y nunca me hubiese tocado. Además, le agradecí que me hiciera entrar en razón y le pedí que por favor me permitiera quedarme, y yo a cambio, ofrecería penitencias durante un año y le obedecería en todo.
A esto, me respondió que iba a pensarlo y me dejó a solas, meditando las consecuencias de mis acciones.
Poco después de que la señora me dejara, desde el otro lado de la puerta, Paola, en voz muy bajita, me preguntó:
– Marina, ¿qué decía el papelito!
– Que te espera las siete, en el lugar de siempre.
*Contadora, lectora, colaboradora...