Extractos de diario
Alejandro Zapata Espinosa*
Itagüí, julio 14 de 2023
Asidua —laica fundadora— a los eventos de una caja de compensación, intensa en sus participaciones, activa firmante y realizadora de cartas de agradecimiento a las instituciones, Doña —cuido su nombre porque no le pediré permiso para utilizarlo— ocupó uno de los asientos de la primera fila, bien a la vista del profesor, y fue sacando de un talego —con el logo descolorido de la Biblioteca EPM— una botella de agua con gas; una libreta comprada en alguna Parada Juvenil de la Lectura —no me atreví a averiguar qué número—; una taza personalizada con fotos familiares y un texto (el desembalador: «Eres importantísima. Sigue siendo como eres. Te amamos: tus hijos»), donde se sirve el tinto que regalan, y, vestida con telas suaves, combinadas en color y diseños, se va a mitad del taller a comprar —sacando billetes arrumados en su monedera—, en el cuarto piso, una libreta y otro talego en conmemoración al centenario de Manuel Mejía... Y como no puede quedarse con las ganas, comparte sus adquisiciones pasándolas a las compañeras interesadas en la cultura... (Interés semejante al de los acomodados en los cuentos de Chejov: aprendices del ocultismo y de la telepatía por descarte, por tener de qué hablar en el club: «Usted pregunta sobre mi vida. Acerca de qué manera transcurre nuestra vida aquí. Pues, de ninguna manera. Envejecemos, engordamos, nos dejamos estar. Día tras noche, noche tras día, la vida pasa opaca, sin impresiones, sin ideas...»)
¡Y por si todo ese equipamiento de taller fuera poco, cuelga los talegos de un gancho de mesa! Yo, que nunca vi uno en los lugares —de reuniones y de pupitres— que he estado, me encanté por la lógica de ese hallazgo... Dándole vueltas y pesándolo con la vista, supe que del círculo superior, sobre la superficie de la tabla, sale el gancho y gira verticalmente para engarfiar las tiras de lo que se le ponga...
¡La trotasalones, la perseguidora de celebridades lo tiene!
Más adelante, la clase discurrió sobre el Ficus benjamina que talarán; y ella se tenía que manifestar: alzó la mano y se enderezó:
—¡Es muy triste... muy triste, que talen un árbol patrimonio, el que le dio nombre al barrio Laureles! ¡Y más triste es que le digan falso laurel! ¡Porque no es falso!... ¡No! —sécase las lágrimas arbóreas.
—Doña, ese es el nombre del árbol: falso laurel. No es que sea...
—Mal hecho...
—... No es que sea falso; ese es su nombre; así se llama: falso laurel.
Con el lloriqueo absorbido por la entrada en razón, dijo:
—Pero cortarlo es cortar la historia, las raíces, el cuidado de la naturaleza...
Y si el profesor no daba datos concretos, ella nos pondría a repetir consignas de activista medioambiental: es patrimonio —valor estético y paisajístico—, tiene una herida en el tronco que lo pudre, lleva más de sesenta años ahí, mide veintidós metros de altura y el diámetro del tronco es de dos punto cinco.
Lo talarán y lo reemplazarán.
Doña siguió indignada, pero indignada sin los fundamentos que nos convencerían para llorar con ella.
¡Y por si todo ese equipamiento de taller fuera poco, cuelga los talegos de un gancho de mesa! Yo, que nunca vi uno en los lugares —de reuniones y de pupitres— que he estado, me encanté por la lógica de ese hallazgo... Dándole vueltas y pesándolo con la vista, supe que del círculo superior, sobre la superficie de la tabla, sale el gancho y gira verticalmente para engarfiar las tiras de lo que se le ponga...
¡La trotasalones, la perseguidora de celebridades lo tiene!
Más adelante, la clase discurrió sobre el Ficus benjamina que talarán; y ella se tenía que manifestar: alzó la mano y se enderezó:
—¡Es muy triste... muy triste, que talen un árbol patrimonio, el que le dio nombre al barrio Laureles! ¡Y más triste es que le digan falso laurel! ¡Porque no es falso!... ¡No! —sécase las lágrimas arbóreas.
—Doña, ese es el nombre del árbol: falso laurel. No es que sea...
—Mal hecho...
—... No es que sea falso; ese es su nombre; así se llama: falso laurel.
Con el lloriqueo absorbido por la entrada en razón, dijo:
—Pero cortarlo es cortar la historia, las raíces, el cuidado de la naturaleza...
Y si el profesor no daba datos concretos, ella nos pondría a repetir consignas de activista medioambiental: es patrimonio —valor estético y paisajístico—, tiene una herida en el tronco que lo pudre, lleva más de sesenta años ahí, mide veintidós metros de altura y el diámetro del tronco es de dos punto cinco.
Lo talarán y lo reemplazarán.
Doña siguió indignada, pero indignada sin los fundamentos que nos convencerían para llorar con ella.
Sábado, julio 15
—¿Quieres hacer algo?
—Tirarme a la cama a que me chupen la sangre los moscos y a que se me irriten los vasos sanguíneos de la esclerótica.
—Tirarme a la cama a que me chupen la sangre los moscos y a que se me irriten los vasos sanguíneos de la esclerótica.
***
«¡Hoy no saldré jamás!»: Sofía.
***
Hay ocasiones en la que siento perder mi tiempo: acumulo las lecturas, los pensamientos escriturables, los deberes y la motilada del shih tzu... Mas el concurso de televisión, que nadie ve porque reciben una visita, me dio a entender que hay gente que sí pierde, a punto de quedar en la quiebra, el tiempo.
Lo pierden a lo grande.
Presentadoras, camarógrafos, editores, participantes, el público —maltratando sus pómulos de forzar la risa y aplaudiendo sin aplaudir: el sonido lo agregan—, los capitanes disfrazados de zorro y armadillo, el viejo comediante que marean ochenta veces para cruzar una cuerda floja con dos sacos que lo tiran al agua, los apuestos salvavidas —unos modelos ideales del sexo masculino y femenino—, los jurados y los que idean los juegos...
Pero quienes más lo pierden, y sin notarlo y sin consignárseles nada a sus cuentas —aumentan lo que les vendrá en el recibo de la luz—, son los televidentes —esos marchitados.
Malgastan su vejez —porque acostarse a ver televisión es envejecerse— en la comedia de las celebridades, sus dientes relumbrosos, sus cirugías que poco mejoran, sus miradas a la cámara y sus acciones medidas, conscientes del público invisible y no del que gastó sus prendas y se acicaló en barberías para aparecer en la pantalla nacional —de trasfondo...
Viéndolos, el tiempo que perdí es ganancia.
Lo pierden a lo grande.
Presentadoras, camarógrafos, editores, participantes, el público —maltratando sus pómulos de forzar la risa y aplaudiendo sin aplaudir: el sonido lo agregan—, los capitanes disfrazados de zorro y armadillo, el viejo comediante que marean ochenta veces para cruzar una cuerda floja con dos sacos que lo tiran al agua, los apuestos salvavidas —unos modelos ideales del sexo masculino y femenino—, los jurados y los que idean los juegos...
Pero quienes más lo pierden, y sin notarlo y sin consignárseles nada a sus cuentas —aumentan lo que les vendrá en el recibo de la luz—, son los televidentes —esos marchitados.
Malgastan su vejez —porque acostarse a ver televisión es envejecerse— en la comedia de las celebridades, sus dientes relumbrosos, sus cirugías que poco mejoran, sus miradas a la cámara y sus acciones medidas, conscientes del público invisible y no del que gastó sus prendas y se acicaló en barberías para aparecer en la pantalla nacional —de trasfondo...
Viéndolos, el tiempo que perdí es ganancia.
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Los famosos me rehabilitan en mi carácter común, mi connatural disimulo. No tengo su dinero ni sus propiedades. Soy asiduo de la normalidad. A la del aseo y al celador los saludo; y aunque no me respondan —hablé pacito— los aprecio. Mis conocidos no salen de mi país, no rompen las disqueras, no reciben premios, no pertenecen a órdenes. Trabajan lo que les da la comida, el techo y la ropa (¿a qué maldición les sonará las cirugías estéticas, el castoril diseño de sonrisa, los fajos de billetes, la joyería lujosa y el mercadeo de las relaciones?) Y si se dan gustos, salen a que les sirvan en un restaurante; y en tal caso son tan serviles con los camareros que se apenan: reacción del que es servido por el de su clase.
Con oposiciones me defino, a la manera del Tao:
¿Qué es un hombre bueno?
El maestro de un hombre no-bueno.
¿Qué es un hombre no bueno?
Es la materia de un hombre bueno.
Con oposiciones me defino, a la manera del Tao:
¿Qué es un hombre bueno?
El maestro de un hombre no-bueno.
¿Qué es un hombre no bueno?
Es la materia de un hombre bueno.
Domingo, julio 15
—Diga ferrocarril.
—Fe-rro-ca-ril... ¡Parido!
—Fe-rro-ca-ril... ¡Parido!
***
Cláxones, ayer y hoy, con motivo del Día de la Virgen del Carmen. Se ornamentan los carros de bombas azules y blancas, de tiras, ramos de flores y estatuas de la Virgen coronada. Los camiones, los taxis, las motos son altares móviles. En Estepona la cargan sobre el agua... Darse un viaje para comparar la cultura marítima con la de carriles... Un viaje... (¿Estoy condenado, como Ekaterina, a «esta ciudad, [...] arrastrando esta inútil y vacía vida, que se torna intolerable para mí»?)
Profeta Elías, adoradores del monte Carmelo, san Simón o quien lea: en Pasto lincharon a un hombre, «al parecer con problemas mentales», por montarse a un camión que hacía parte de una caravana, el sábado, en honor de la Virgen. Le arrancó la cabeza al Niño Dios, la metió a un trapo, la sacó, los creyentes lo rodeaban, la grabadora: «¡Bájenlo! ¡Bájenlo!», y atacó a un ángel y a los pies de la Reina con la cabeza del Niño. Forcejeaba un pedazo de la estatua y se aflojó con él... Cayó, un policía ve cómo lo linchan —patadas y puños de fervorosos cobradores de la justicia divina—, el «enfermo» se protege con las manos en la nuca, el policía controla la situación extendiéndose, como el goloso que abarca todos los confites de la piñata, y el camión prosiguió su lento discurrir...
Profeta Elías, adoradores del monte Carmelo, san Simón o quien lea: en Pasto lincharon a un hombre, «al parecer con problemas mentales», por montarse a un camión que hacía parte de una caravana, el sábado, en honor de la Virgen. Le arrancó la cabeza al Niño Dios, la metió a un trapo, la sacó, los creyentes lo rodeaban, la grabadora: «¡Bájenlo! ¡Bájenlo!», y atacó a un ángel y a los pies de la Reina con la cabeza del Niño. Forcejeaba un pedazo de la estatua y se aflojó con él... Cayó, un policía ve cómo lo linchan —patadas y puños de fervorosos cobradores de la justicia divina—, el «enfermo» se protege con las manos en la nuca, el policía controla la situación extendiéndose, como el goloso que abarca todos los confites de la piñata, y el camión prosiguió su lento discurrir...
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«¡Ay no qué perezas qué solazos qué sueño!»: Ruth.
*Alejandro Zapata Espinosa (Colombia, 2002) es estudiante de Licenciatura en Literatura y Lengua Castellana del Tecnológico de Antioquia. Twitter: @zalejandro8e. Blog: https://alejandroze8.blogspot.com.