Fanatismo de Altura
Enrique González Rojo Arthur
Me llama la atención que me inviten. ¿Por qué desean estos místicos y gentes de iglesia que en su Congreso haya una persona como yo? No tengo para ello una respuesta precisa e indudable, pero sospecho que se quieren presentar como abiertos y liberales, y un individuo como yo, ateo recalcitrante, les cae de perlas. En una palabra, me pretenden utilizar. Esto último me tiene sin cuidado si lo comparo con la gran oportunidad que el Congreso le ofrece a mi curiosidad para conocer de viva voz las concepciones actuales de las diferentes religiones y credos y cómo polemizan entre sí.
Me detengo frente al enorme edificio. Vuelvo los ojos hacia arriba, recorro las ventanas, y advierto que el rascacielos se pierde en las nubes. Entro en la majestuosa construcción y me dirijo con presteza a la ventanilla de Informes a preguntar dónde se hallan los elevadores, ya que voy al Congreso sobre las creencias religiosas de la actualidad que, según me habían aclarado, tendría lugar en el último piso.
El encargado de los informes me comenta que antes de mí llegaron muchos participantes del Congreso. Por lo que platicaron —me comunica— me parece que uno era bu-dista, otro mahometano, otro hinduista y otro partidario de ¿cómo se llama? ah sí, de Lao Tsé. Me informa además que los elevadores se encuentran en la planta baja a la cual se llega subiendo tres escaleras. Me dispongo a acceder a los elevadores y me llama la atención que, en las escaleras, mientras las personas que ascendemos somos pocos, un número grande de hombres, a los que identifico como albañiles y maestros de obra, descienden y casi tropiezan conmigo.
Corro a uno de los elevadores y puedo acceder a él, no sin trabajo, casi abriéndome paso a codazos entre la turbamulta de quince o veinte personas que entra conmigo. La elevadorista, una mujer fea pero con sonrisa reconfortante, pregunta: ¿a qué piso van? Casi todos responden que se dirigen al salón en que tendrá lugar el Congreso. Al último piso —dice ella—. Sí asientan los congresistas. La elevadorista, que habla hasta por los codos, nos informa que todos los elevadores del edificio están en funciones llevando más que nada a los creyentes a su Congreso.
De pronto el elevador se detiene entre un piso y otro con un ruidoso golpe seco. Hay una plena oscuridad y de algunos labios se oye un medroso “Dios mío” que apenas nace se retira avergonzado. La elevadorista, acostumbrada a esos percances, alza la voz para calmar a su pasaje, dice que es un corto circuito, y prende una luz pobre, de pilas, que lleva siempre consigo por si llega a ocurrir lo que está ocurriendo. Al parecer, se han parado de golpe todos los elevadores en diferentes sitios y en ellos probablemente ocurren reacciones similares a las que tienen lugar en nuestro semioscuro cubículo. La elevadorista dice que los técnicos no tardarán en componer la avería, pero por más que toca el timbre de alarma, no hay respuesta. Por lo visto, va para largo —asienta—. Pónganse cómodos y tengamos paciencia.
Todos nos quedamos en silencio por unos minutos. Pero un hombre con gran barba y una verruga en el ojo, alza la voz y hace la siguiente sugerencia: aprovechemos estos momentos para presentarnos, porque noto que no nos conocemos y que sería útil llegar al Congreso sabiendo quiénes somos. Como la lengua oficial del Congreso es el inglés, supongo que todos podemos usar ahora este idioma. ¿De acuerdo? Voy a comenzar conmigo. Mi nombre es Normand Phillipson y soy pastor luterano de Bavaria. Yo me llamo Carrit Kodaly —musitó otro— y podría decirse que soy teólogo calvinista proveniente de Hungría. Yo —terció un hombrecillo que compensaba en personalidad lo que le faltaba de estatura— tengo como apelativo Camilo Kostas y soy prelado de la iglesia ortodoxa griega. Un hombre alto y pecoso tomó la palabra para decir: Yo me llamo Ramiro de Santibáñez y soy obispo católico de una pequeña región de Andalucía. Como estos cuatro cristianos, se fueron presentando los demás, incluyéndome a mí, que no tuve recelos para decir mi nombre y mis opiniones contrapuestas a toda religión, y tres muchachos jóvenes, que dijeron precipitadamente sus nombres y que hicieron énfasis en que ellos no venían al Congreso, sino que eran albañiles de profesión y que iban a la parte superior del edificio a continuar la construcción.
Normand Phillipson volvió a tomar la palabra y dijo: Yo traigo una ponencia escrita deliberadamente para el Congreso, se titula: “La polémica de Agustín con Pelagio”, y seré feliz si se lee y discute allá arriba. Carrit Kodaly arriesgó esta opinión: ¿Serás de los que pretenden salvar el libre albedrío del irrefrenable imperio de la predestinación? Santibáñez, alzó un dedo hacia lo alto, como Platón en el famoso cuadro de Rafael, y sentenció: Dios otorgó al hombre el libre albedrío, fue un regalo, un don, y ello quebró (por decisión divina) la pretendida acción de una fatal conducta predestinada. No sé quién dijo: Pero un hombre condenado por disposición divina a ser libre ¿es libre? Y luego luego se arrepintió al parecer de su intromisión. Es difícil imaginar lo que sucedió a continuación: los hombres empezaron a gritarse, a tomarse de las solapas, a interrumpirse violentamente. Yo, entristecido, pensé que esto que veía era un avance de lo por venir, era un pequeño congreso, una muestra de la imposibilidad de los hombres de ponerse de acuerdo... En ese momento, se prendieron las luces, se oyó de nuevo un golpe seco y el elevador retomó su camino. Descendimos finalmente en el último piso. Varios elevadores como el nuestro llegaron al mismo lugar y vomitaron la gente que traían en su entraña. El pequeño grupo de los recién llegados fue víctima de la sorpresa al ver que ahí no se hallaba el Congreso, se había evaporado; sólo estaban dos o tres afanadoras barriendo el suelo, unas cuantas sillas en desorden y un corro de albañiles que nos esperaban al centro del salón. ¿Qué ha ocurrido?, preguntaron algunos. ¿Dónde está el Congreso? Los albañiles responden: están arriba. Los señores decidieron dejar este piso e irse al nuevo porque está más alto. Un albañil, en un tono que no dejaba de ser satírico y burlón, añadió: dicen que desde mero arriba están como en una torre donde pueden ver mejor los alrededores y también que, internados en el cielo, esperan que el pensamiento se les despeje y puedan ver más y mejor al codearse con la verdad.
Subimos atropelladamente por las escaleras —todavía no había servicio de elevador para el nuevo último piso— y nos hallamos de golpe con el Congreso en pleno. Discutían ferozmente sobre todo lo habido y por haber. Argumentaban como si se les fuese en ello la vida. Dado que los micrófonos eran escasos, se los arrebataban para hacer oír sus opiniones. El griterío fue subiendo de tono hasta el grado de que ya nadie podía escuchar a su prójimo. Al principio todos hablaban o mejor gritaban en inglés, pero de pronto muchos volvieron a su idioma, se atrincheraron en su religión, desenfundaron sus creencias y soltaron las amarras a su fanatismo. Poco después los que hablaban la misma lengua dejaron de entenderse, como si un idioma —el inglés, el francés, el español, etc.— se deshilachara en dialectos incomprensibles. A continuación empezaron a surgir, encolerizados y violentos, nuevos lenguajes si es que esos rugidos y estridencias fueran lenguajes. Nadie entendía nada. Pero todos querían hacer prevalecer sus opiniones o verdades. Vinieron entonces los puñetazos, los empujones, las uñas que se enterraron en los rostros, los gemidos, las maldiciones, la formación de grupos hostiles, la lucha de todos contra todos, el derramamiento de sangre. Y el grito destemplado: ¡ya construyeron otro piso! Subamos...
Yo, en verdad angustiado y con el ánimo revuelto, logré dar la espalda a tamaño espectáculo. Bajé las escaleras. Tomé el primer elevador que hallé a mi paso. Me fui serenando en el descenso y ya fuera del edificio, y pisando tierra, me sentí feliz de conservar mi nombre, mi lengua y mi razón.
Me detengo frente al enorme edificio. Vuelvo los ojos hacia arriba, recorro las ventanas, y advierto que el rascacielos se pierde en las nubes. Entro en la majestuosa construcción y me dirijo con presteza a la ventanilla de Informes a preguntar dónde se hallan los elevadores, ya que voy al Congreso sobre las creencias religiosas de la actualidad que, según me habían aclarado, tendría lugar en el último piso.
El encargado de los informes me comenta que antes de mí llegaron muchos participantes del Congreso. Por lo que platicaron —me comunica— me parece que uno era bu-dista, otro mahometano, otro hinduista y otro partidario de ¿cómo se llama? ah sí, de Lao Tsé. Me informa además que los elevadores se encuentran en la planta baja a la cual se llega subiendo tres escaleras. Me dispongo a acceder a los elevadores y me llama la atención que, en las escaleras, mientras las personas que ascendemos somos pocos, un número grande de hombres, a los que identifico como albañiles y maestros de obra, descienden y casi tropiezan conmigo.
Corro a uno de los elevadores y puedo acceder a él, no sin trabajo, casi abriéndome paso a codazos entre la turbamulta de quince o veinte personas que entra conmigo. La elevadorista, una mujer fea pero con sonrisa reconfortante, pregunta: ¿a qué piso van? Casi todos responden que se dirigen al salón en que tendrá lugar el Congreso. Al último piso —dice ella—. Sí asientan los congresistas. La elevadorista, que habla hasta por los codos, nos informa que todos los elevadores del edificio están en funciones llevando más que nada a los creyentes a su Congreso.
De pronto el elevador se detiene entre un piso y otro con un ruidoso golpe seco. Hay una plena oscuridad y de algunos labios se oye un medroso “Dios mío” que apenas nace se retira avergonzado. La elevadorista, acostumbrada a esos percances, alza la voz para calmar a su pasaje, dice que es un corto circuito, y prende una luz pobre, de pilas, que lleva siempre consigo por si llega a ocurrir lo que está ocurriendo. Al parecer, se han parado de golpe todos los elevadores en diferentes sitios y en ellos probablemente ocurren reacciones similares a las que tienen lugar en nuestro semioscuro cubículo. La elevadorista dice que los técnicos no tardarán en componer la avería, pero por más que toca el timbre de alarma, no hay respuesta. Por lo visto, va para largo —asienta—. Pónganse cómodos y tengamos paciencia.
Todos nos quedamos en silencio por unos minutos. Pero un hombre con gran barba y una verruga en el ojo, alza la voz y hace la siguiente sugerencia: aprovechemos estos momentos para presentarnos, porque noto que no nos conocemos y que sería útil llegar al Congreso sabiendo quiénes somos. Como la lengua oficial del Congreso es el inglés, supongo que todos podemos usar ahora este idioma. ¿De acuerdo? Voy a comenzar conmigo. Mi nombre es Normand Phillipson y soy pastor luterano de Bavaria. Yo me llamo Carrit Kodaly —musitó otro— y podría decirse que soy teólogo calvinista proveniente de Hungría. Yo —terció un hombrecillo que compensaba en personalidad lo que le faltaba de estatura— tengo como apelativo Camilo Kostas y soy prelado de la iglesia ortodoxa griega. Un hombre alto y pecoso tomó la palabra para decir: Yo me llamo Ramiro de Santibáñez y soy obispo católico de una pequeña región de Andalucía. Como estos cuatro cristianos, se fueron presentando los demás, incluyéndome a mí, que no tuve recelos para decir mi nombre y mis opiniones contrapuestas a toda religión, y tres muchachos jóvenes, que dijeron precipitadamente sus nombres y que hicieron énfasis en que ellos no venían al Congreso, sino que eran albañiles de profesión y que iban a la parte superior del edificio a continuar la construcción.
Normand Phillipson volvió a tomar la palabra y dijo: Yo traigo una ponencia escrita deliberadamente para el Congreso, se titula: “La polémica de Agustín con Pelagio”, y seré feliz si se lee y discute allá arriba. Carrit Kodaly arriesgó esta opinión: ¿Serás de los que pretenden salvar el libre albedrío del irrefrenable imperio de la predestinación? Santibáñez, alzó un dedo hacia lo alto, como Platón en el famoso cuadro de Rafael, y sentenció: Dios otorgó al hombre el libre albedrío, fue un regalo, un don, y ello quebró (por decisión divina) la pretendida acción de una fatal conducta predestinada. No sé quién dijo: Pero un hombre condenado por disposición divina a ser libre ¿es libre? Y luego luego se arrepintió al parecer de su intromisión. Es difícil imaginar lo que sucedió a continuación: los hombres empezaron a gritarse, a tomarse de las solapas, a interrumpirse violentamente. Yo, entristecido, pensé que esto que veía era un avance de lo por venir, era un pequeño congreso, una muestra de la imposibilidad de los hombres de ponerse de acuerdo... En ese momento, se prendieron las luces, se oyó de nuevo un golpe seco y el elevador retomó su camino. Descendimos finalmente en el último piso. Varios elevadores como el nuestro llegaron al mismo lugar y vomitaron la gente que traían en su entraña. El pequeño grupo de los recién llegados fue víctima de la sorpresa al ver que ahí no se hallaba el Congreso, se había evaporado; sólo estaban dos o tres afanadoras barriendo el suelo, unas cuantas sillas en desorden y un corro de albañiles que nos esperaban al centro del salón. ¿Qué ha ocurrido?, preguntaron algunos. ¿Dónde está el Congreso? Los albañiles responden: están arriba. Los señores decidieron dejar este piso e irse al nuevo porque está más alto. Un albañil, en un tono que no dejaba de ser satírico y burlón, añadió: dicen que desde mero arriba están como en una torre donde pueden ver mejor los alrededores y también que, internados en el cielo, esperan que el pensamiento se les despeje y puedan ver más y mejor al codearse con la verdad.
Subimos atropelladamente por las escaleras —todavía no había servicio de elevador para el nuevo último piso— y nos hallamos de golpe con el Congreso en pleno. Discutían ferozmente sobre todo lo habido y por haber. Argumentaban como si se les fuese en ello la vida. Dado que los micrófonos eran escasos, se los arrebataban para hacer oír sus opiniones. El griterío fue subiendo de tono hasta el grado de que ya nadie podía escuchar a su prójimo. Al principio todos hablaban o mejor gritaban en inglés, pero de pronto muchos volvieron a su idioma, se atrincheraron en su religión, desenfundaron sus creencias y soltaron las amarras a su fanatismo. Poco después los que hablaban la misma lengua dejaron de entenderse, como si un idioma —el inglés, el francés, el español, etc.— se deshilachara en dialectos incomprensibles. A continuación empezaron a surgir, encolerizados y violentos, nuevos lenguajes si es que esos rugidos y estridencias fueran lenguajes. Nadie entendía nada. Pero todos querían hacer prevalecer sus opiniones o verdades. Vinieron entonces los puñetazos, los empujones, las uñas que se enterraron en los rostros, los gemidos, las maldiciones, la formación de grupos hostiles, la lucha de todos contra todos, el derramamiento de sangre. Y el grito destemplado: ¡ya construyeron otro piso! Subamos...
Yo, en verdad angustiado y con el ánimo revuelto, logré dar la espalda a tamaño espectáculo. Bajé las escaleras. Tomé el primer elevador que hallé a mi paso. Me fui serenando en el descenso y ya fuera del edificio, y pisando tierra, me sentí feliz de conservar mi nombre, mi lengua y mi razón.