Flora
Verónica Alvarado Hernández Rojas*
-La llegada-
Aún no terminaba de decir: “papás: me voy a hacer mi vida de forma autónoma” cuando ya estaba pagando quince pesitos por una gatita como de dos meses en el mercado al que fui toda mi infancia, el de Medellín, frente a esa famosa cantina “La Villa de Sarria”. En una veterinaria una gatita con pelo abundante y blanco, dentro de una jaula para perros, luchaba para que sus patas no se salieran de los agujeros de una jaula que le quedaba enorme. Con un simple esfuerzo hubiera salido de ella, por su pequeñez, pero no, se mantenía ahí, con un letrerito que la vendía.
Fue comprada para comenzar su vida y conocer lo que para ella debió de ser un amplio espacio, pero en realidad era un diminuto departamento narvarteño, baratito, pagado con una beca de maestría de Conacyt. La gata, la dueña y su pareja se alimentaban de latas de atún, la tienda del ISSSTE a dos cuadras los salvaba del hambre.
Se le nombró Flora, porque la dueña estaba enamorada de ese personaje mitológico pintado gloriosamente por Botticelli en su obra “La primavera”, ese nombre con aires de grandeza y -como dice Eliot en su poema “Ponerle un nombre a un gato”- con sonido de canción elegante, se desvaneció tan pronto como el lenguaje prosaico del galán de la dueña dijo: ay es la gata Flora, que si se la meten… etc. etc. A lo que la dueña gritó un noooo largo. Ese dicho feo se volvió cotidiano por parte de ese galán de la dueña, el primero de la lista de galanes que ni la gata Flora ni la dueña tenían idea que vendrían.
Fue comprada para comenzar su vida y conocer lo que para ella debió de ser un amplio espacio, pero en realidad era un diminuto departamento narvarteño, baratito, pagado con una beca de maestría de Conacyt. La gata, la dueña y su pareja se alimentaban de latas de atún, la tienda del ISSSTE a dos cuadras los salvaba del hambre.
Se le nombró Flora, porque la dueña estaba enamorada de ese personaje mitológico pintado gloriosamente por Botticelli en su obra “La primavera”, ese nombre con aires de grandeza y -como dice Eliot en su poema “Ponerle un nombre a un gato”- con sonido de canción elegante, se desvaneció tan pronto como el lenguaje prosaico del galán de la dueña dijo: ay es la gata Flora, que si se la meten… etc. etc. A lo que la dueña gritó un noooo largo. Ese dicho feo se volvió cotidiano por parte de ese galán de la dueña, el primero de la lista de galanes que ni la gata Flora ni la dueña tenían idea que vendrían.
-Su vida-
Flora, parecía cirquera, daba vueltas a alta velocidad en alturas sorprendentes de la pared, corría intensamente para despegar, chocar con la pared y regresar al piso. Sus acrobacias no hacían ningún mal, siempre y cuando no lo hiciera en la pared que estaba pegada a la cama a las tres o a las seis de la mañana, sin importar si se trataba de saltar encima de los dueños o de los muchos invitados de los dueños en aquel pequeño departamento.
El color blanquísimo y la muy tersa textura de su pelo largo nunca se ensuciaron. Era flaca y chaparra, de pata corta, decía el segundo de los galanes de la dueña. Ese buen y alto hombre que quería mucho a la dueña y que se acostumbró a dormir en el poco espacio que Flora le dejaba.
Flora ya era ama de la casa y sus espacios, cuando a la dueña se le ocurrió hacer el primero de los muchos cambios de casa que vendrían y además adoptar al bello Karenin, un gato enorme, gris y atigrado, gordo y medio rudo, pero al que no le quedó otra más que respetar a Flora, quien lo adoptó como su hijo, lo acicalaba cotidianamente y lo calentaba en el invierno cobijándolo con su pelo casi de angora.
Karenin ya era un gato hecho y derecho, había sido callejero y había estado a punto de morir varias veces en esa vida de unidad habitacional que le tocó vivir con su dueña anterior. Flora tenía la personalidad de su dueña hecha gata; pasiva agresiva, tranquila intensa, desdeñosa, autónoma, caprichosa, berrinchuda, muy gritona en momentos de crisis. Confiada pero cuidadosa, tierna pero fiera. Cada vez que miraba una puerta cerrada entraba en crisis (un claro parecido con la dueña) y había que rascar y maullar, una, dos, cinco horas, lo necesario para abrirla. Cada vez que había un tapete o una almohada había que habitarlos en baño, cocina, sala o balcón. El sol era imprescindible, así como el acompañamiento a la dueña sin falta al baño cada mañana, restregándose en las piernas aunque fuese sólo unos segundos. Luego, esperar mientras se sentaba en el tapete del baño, encantada de sentir y oler el vapor muy caliente, para después, y en cuanto la dueña abandonaba la regadera, beber el agua sobrante del piso. Ese mismo ritual fue así durante 20 años.
Flora siempre fue indescifrable, ¿qué gato no lo es? uno puede saber de todo pero no qué diablos quiere un gato. No hay indiferencia más cruel que la de un gato. Como dice Neruda, mientras todos los demás aspiramos a ser muchas cosas, un gato no aspira a ser más que un gato, por eso no los comprendemos.
Flora fue más feliz en esos periodos en los que los galanes posteriores de la dueña resultaban bastante ausentes, le dejaban más tiempo con su dueña, se trataba de personajes que llegaban, la acariciaban un poco por compromiso y se despedían rapidito. Ella ni siquiera tomaba tiempo en ir a sentarse a sus piernas, para qué, olía su prisa e inconstancia, no valía la pena ir a dejar sus pelos en esa mezclilla que duraría poco en la vida de su dueña.
Lo que nunca supo Flora fue en qué estaba pensando la dueña cuando, después de varios años ya viviendo sola, se decidió ir a vivir con su nuevo galán, eso no era lo peor, sino que además éste tenía un gato, uno que superaba en edad a Flora y a Karenin, para entonces Flora tenía catorce años y Masiosare, el nuevo, dieciocho. ¿En serio vas a tener tres gatos? miró Flora profundamente a su dueña, ¿conoces bien a este personaje con el que nos acabas de mudar? tenías un mes de conocerlo. Su gato tan esbelto y güero, se ve intenso, callejero y medio descuidado, me late que no se baña. Tu galán también se ve intenso, pero se ve limpio. El problema es que este galán me toma del cuello y me cuelga de las patas, según él está jugando, pero no me hace gracia.
Así pasaron varios años, el galán intenso aprendió a cuidar tres gatos con amor, hubo tres mudanzas con todo y gatos. Los tres gatos siempre esperaban en la puerta a que alguno de los dueños llegara. Casi siempre llegaban separados, el trío gatuno lo sabía muy bien. La dueña no, se dio cuenta hasta mucho después. Siempre fue un espectáculo mirar tres gatos alargados tirados al sol. Masiosare partió a los dos años, después de muchos cuidados y muchas pastillas en su boca a la fuerza. Los gatos tuvieron su duelo, los dueños lloraron durante días. Luego partió Karenin, la dueña no pudo dormir del hoyo que habitó su estómago varios meses. Flora miraba las sillas y los rincones para poder bañar a Karenin, pero ya nunca lo encontró.
Flora estaba sola de nuevo, pero ya con 17 años, ya había sido hospitalizada por una infección que la dejó en los huesos. Cada vez era más lenta y dormía durante horas. Una nueva ocurrencia nació, pero esta vez no de su dueña, sino del galán, quien muy alegre dijo: adoptemos un gatito bebé. La dueña dijo ¿un gatito conviviendo con una venerable gata de casi 18 años?
Maximino, Max para los cuates, jugaba con la cola de Flora, se aventaba contra ella, jugaba con sus bigotes. Flora sólo refunfuñaba pero acababa, como siempre, bañándolo. Había que dejarlos convivir hasta que se acostumbraran, pero el galán de la dueña decidió separarlos constantemente dentro del mismo departamento. Después de meses, Max creció y al querer jugar con Flora se armaba la guerra, todos los días a toda hora, en medio de otra guerra, la de separación de la dueña de ese galán después de 6 años, aquello se volvió un desastre gatuno y humano.
El color blanquísimo y la muy tersa textura de su pelo largo nunca se ensuciaron. Era flaca y chaparra, de pata corta, decía el segundo de los galanes de la dueña. Ese buen y alto hombre que quería mucho a la dueña y que se acostumbró a dormir en el poco espacio que Flora le dejaba.
Flora ya era ama de la casa y sus espacios, cuando a la dueña se le ocurrió hacer el primero de los muchos cambios de casa que vendrían y además adoptar al bello Karenin, un gato enorme, gris y atigrado, gordo y medio rudo, pero al que no le quedó otra más que respetar a Flora, quien lo adoptó como su hijo, lo acicalaba cotidianamente y lo calentaba en el invierno cobijándolo con su pelo casi de angora.
Karenin ya era un gato hecho y derecho, había sido callejero y había estado a punto de morir varias veces en esa vida de unidad habitacional que le tocó vivir con su dueña anterior. Flora tenía la personalidad de su dueña hecha gata; pasiva agresiva, tranquila intensa, desdeñosa, autónoma, caprichosa, berrinchuda, muy gritona en momentos de crisis. Confiada pero cuidadosa, tierna pero fiera. Cada vez que miraba una puerta cerrada entraba en crisis (un claro parecido con la dueña) y había que rascar y maullar, una, dos, cinco horas, lo necesario para abrirla. Cada vez que había un tapete o una almohada había que habitarlos en baño, cocina, sala o balcón. El sol era imprescindible, así como el acompañamiento a la dueña sin falta al baño cada mañana, restregándose en las piernas aunque fuese sólo unos segundos. Luego, esperar mientras se sentaba en el tapete del baño, encantada de sentir y oler el vapor muy caliente, para después, y en cuanto la dueña abandonaba la regadera, beber el agua sobrante del piso. Ese mismo ritual fue así durante 20 años.
Flora siempre fue indescifrable, ¿qué gato no lo es? uno puede saber de todo pero no qué diablos quiere un gato. No hay indiferencia más cruel que la de un gato. Como dice Neruda, mientras todos los demás aspiramos a ser muchas cosas, un gato no aspira a ser más que un gato, por eso no los comprendemos.
Flora fue más feliz en esos periodos en los que los galanes posteriores de la dueña resultaban bastante ausentes, le dejaban más tiempo con su dueña, se trataba de personajes que llegaban, la acariciaban un poco por compromiso y se despedían rapidito. Ella ni siquiera tomaba tiempo en ir a sentarse a sus piernas, para qué, olía su prisa e inconstancia, no valía la pena ir a dejar sus pelos en esa mezclilla que duraría poco en la vida de su dueña.
Lo que nunca supo Flora fue en qué estaba pensando la dueña cuando, después de varios años ya viviendo sola, se decidió ir a vivir con su nuevo galán, eso no era lo peor, sino que además éste tenía un gato, uno que superaba en edad a Flora y a Karenin, para entonces Flora tenía catorce años y Masiosare, el nuevo, dieciocho. ¿En serio vas a tener tres gatos? miró Flora profundamente a su dueña, ¿conoces bien a este personaje con el que nos acabas de mudar? tenías un mes de conocerlo. Su gato tan esbelto y güero, se ve intenso, callejero y medio descuidado, me late que no se baña. Tu galán también se ve intenso, pero se ve limpio. El problema es que este galán me toma del cuello y me cuelga de las patas, según él está jugando, pero no me hace gracia.
Así pasaron varios años, el galán intenso aprendió a cuidar tres gatos con amor, hubo tres mudanzas con todo y gatos. Los tres gatos siempre esperaban en la puerta a que alguno de los dueños llegara. Casi siempre llegaban separados, el trío gatuno lo sabía muy bien. La dueña no, se dio cuenta hasta mucho después. Siempre fue un espectáculo mirar tres gatos alargados tirados al sol. Masiosare partió a los dos años, después de muchos cuidados y muchas pastillas en su boca a la fuerza. Los gatos tuvieron su duelo, los dueños lloraron durante días. Luego partió Karenin, la dueña no pudo dormir del hoyo que habitó su estómago varios meses. Flora miraba las sillas y los rincones para poder bañar a Karenin, pero ya nunca lo encontró.
Flora estaba sola de nuevo, pero ya con 17 años, ya había sido hospitalizada por una infección que la dejó en los huesos. Cada vez era más lenta y dormía durante horas. Una nueva ocurrencia nació, pero esta vez no de su dueña, sino del galán, quien muy alegre dijo: adoptemos un gatito bebé. La dueña dijo ¿un gatito conviviendo con una venerable gata de casi 18 años?
Maximino, Max para los cuates, jugaba con la cola de Flora, se aventaba contra ella, jugaba con sus bigotes. Flora sólo refunfuñaba pero acababa, como siempre, bañándolo. Había que dejarlos convivir hasta que se acostumbraran, pero el galán de la dueña decidió separarlos constantemente dentro del mismo departamento. Después de meses, Max creció y al querer jugar con Flora se armaba la guerra, todos los días a toda hora, en medio de otra guerra, la de separación de la dueña de ese galán después de 6 años, aquello se volvió un desastre gatuno y humano.
-La partida-
Como para la dueña no era suficiente el cambio de espacios y de galanes volvió a las andadas. “Cambiemos de casa y vayamos por ahí”. Dueña con dos gatos uno de casi dos años y una de diecinueve partieron, no sin antes encontrar un amoroso galán, este sí, el bueno. Flora sólo miró a la dueña incrédula y con mucho sueño, lanzando un largo bostezo. La gata la miró de nuevo profundamente: a mí sólo me interesa mi sol, una buena almohada, mi agua de la llave acabadita de servir y que este galán te quiera mucho, ah, y que este gato al que todos le hacen mucha fiesta no juegue con mi cola y me deje ir a mi plato sin saltarme encima.
El cambio fue drástico, como si la dueña, quisiera voltear su mundo de un día a otro. La huida de la ciudad, la casa a la que llegaron, la personalidad amorosa y entregada de ese novísimo galán. A todo esto se sumó el encierro necesario de la cuarentena. El nuevo espacio gatuno era un estudio enorme con dos ventanales con sol suficiente. La insondable felicidad había llegado, platos cada dos días con atún, agua de grifo diario, almohadas tiradas al sol, el Max mucho menos molestón y corriendo con pelotas y juguetes. La sonrisa enamorada y desbordante de la dueña, a pesar de la pandemia.
Flora, como siempre, indescifrable y auténtica, desdeñosa, cerró los ojos muy poco a poco, ni un solo rastro de enfermedad, ni de dolor. Blanquísima como siempre, entera con veinte años. Flora no podía irse de otra forma, tenía que sorprender, tenía que transformar la vida de su dueña como siempre lo hizo. La vida y la entraña de la dueña se partieron a la mitad: antes y después de Flora.
El cambio fue drástico, como si la dueña, quisiera voltear su mundo de un día a otro. La huida de la ciudad, la casa a la que llegaron, la personalidad amorosa y entregada de ese novísimo galán. A todo esto se sumó el encierro necesario de la cuarentena. El nuevo espacio gatuno era un estudio enorme con dos ventanales con sol suficiente. La insondable felicidad había llegado, platos cada dos días con atún, agua de grifo diario, almohadas tiradas al sol, el Max mucho menos molestón y corriendo con pelotas y juguetes. La sonrisa enamorada y desbordante de la dueña, a pesar de la pandemia.
Flora, como siempre, indescifrable y auténtica, desdeñosa, cerró los ojos muy poco a poco, ni un solo rastro de enfermedad, ni de dolor. Blanquísima como siempre, entera con veinte años. Flora no podía irse de otra forma, tenía que sorprender, tenía que transformar la vida de su dueña como siempre lo hizo. La vida y la entraña de la dueña se partieron a la mitad: antes y después de Flora.
*Verónica Alvarado Hernández Rojas estudió la licenciatura en Filosofía en la Universidad Autónoma Metropolitana y la maestría en Filosofía en la UNAM, es profesora de tiempo completo de la Licenciatura en Filosofía e Historia de las Ideas en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Sus temas de investigación giran en torno a la Estética Contemporánea.