¿Quién eres?
Ireri Finn*
Descubriste que todo había sido verdad cuando despertaste dentro del ataúd. La ventana de cristal separaba tu rostro de los que se acercaban a verte para darte el último adiós. Aun cuando tú reconocías perfectamente las caras de los que se asomaban, advertías que todos fruncían el ceño, inclinaban la cabeza o te contemplaban a detalle para luego murmurar entre ellos: “no es él”; otros decían, “no conozco a este muchacho”, “nunca lo había visto”. Algunos compañeros de la universidad simplemente guardaban silencio y se alejaban con una expresión de desconcierto. Luego tu madre se aproximó nuevamente; en dos horas se había acercado cinco veces a verte y repetía el mismo ritual con desesperación: se llevaba las manos al rostro como si quisiera arrancarse una máscara muy pegada a la piel mientras gritaba: “¡¿Quién eres?! ¡¿Quién eres?!”
***
Estabas harto. A pesar de todo lo que había ocurrido en los últimos meses, tú seguías viendo en el espejo al mismo estudiante de ingeniería de siempre: los ojos cafés, las cejas espesas, la nariz con una pequeña desviación en el tabique, el tono pálido de tus labios delgados y la complexión fornida de tu padre. Sin embargo, ahora unas agudas ojeras violáceas abarcaban casi la mitad de tus cachetes enjutos; tenías cicatrices en los brazos y un tatuaje mal hecho cerca de una oreja. Reconocer tu propio reflejo nunca había representado mayor problema, de hecho, antes lo disfrutabas. Te gustaba acomodar tu cabello largo pasando los dedos por entre sus ondas y contemplar un pequeño lunar cerca de tu labio inferior que sugería que eras un buen conversador y que además sabías disfrutar la buena comida. Pero todo había cambiado.
Las ganas de bañarte, peinarte, vestirte, comer y sobre todo de hablar con otras personas habían desaparecido. La calle representaba un peligro constante, pues siempre estarían “ellos” persiguiéndote. Cualquier cosa que intentaras para disfrazarte sería en vano: siempre encontrarías a alguien mirándote amistosamente, dirigiéndote la palabra de la nada. Tanto tiempo en la incertidumbre, tanto rostro desconocido, tantas dudas sembradas, cientos de amigos que nunca habías visto, tantos recuerdos que no eran los tuyos. Tanto vacío en los ojos de la mujer que te había parido. Por eso tomaste la cuerda, por eso la envolviste alrededor de un cuello que ya no sabías de quién era realmente, por eso liberaste las mil vidas que según ellos te habitaban.
Las ganas de bañarte, peinarte, vestirte, comer y sobre todo de hablar con otras personas habían desaparecido. La calle representaba un peligro constante, pues siempre estarían “ellos” persiguiéndote. Cualquier cosa que intentaras para disfrazarte sería en vano: siempre encontrarías a alguien mirándote amistosamente, dirigiéndote la palabra de la nada. Tanto tiempo en la incertidumbre, tanto rostro desconocido, tantas dudas sembradas, cientos de amigos que nunca habías visto, tantos recuerdos que no eran los tuyos. Tanto vacío en los ojos de la mujer que te había parido. Por eso tomaste la cuerda, por eso la envolviste alrededor de un cuello que ya no sabías de quién era realmente, por eso liberaste las mil vidas que según ellos te habitaban.
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Un lunes cualquiera saliste rumbo a la universidad. Un hombre en el Metro, del otro lado del vagón, te sonrió una vez y luego una segunda. Tú le devolviste la cortesía. En el transbordo de Centro Médico te alcanzó y abriendo los brazos en cálido gesto te dijo: “¿Qué onda, mi Sergio, ya no te acuerdas de los cuates?” Amablemente le dijiste: “creo que me confunde, yo me llamo Andrés”.
En los pasillos de la escuela todos te saludaban, no le diste mayor importancia, lo atribuiste a que tu foto estaba en el pizarrón de los mejores promedios del semestre. Los maestros continuamente te cambiaban el nombre cuando te preguntaban algo en clase, pero aun así respondías. Empezaste a sospechar que eras víctima de alguna especie de complot o de una broma para la televisión cuando una chica, que nunca te había hablado, de repente se sentó contigo en la cafetería y te confesó todas sus penas amorosas como si fueras su mejor amiga. Aunque le preguntaste si sabía quién eras, ella solo afirmaba con la cabeza y continuaba con la plática. Al despedirse, claramente escuchaste que te dijo: “Gracias por escucharme, Mary, eres una gran amiga”, luego te dio un abrazo y se alejó. Tú giraste el rostro en todas direcciones esperando el momento en que aparecieran las cámaras o se escucharan las risas de los bromistas, pero no sucedió.
De regreso a casa, decidiste caminar un poco para cavilar acerca de lo ocurrido y buscar una explicación razonable. Sin embargo, el grito histérico de una adolescente te sacó de tus pensamientos; la chamaca de trece años se te abalanzó a los brazos y trató de besuquearte, juraba que eras el cantante de todos los carteles que tapizaban su cuarto. Un grupo de mujeres te rodeó en pocos minutos y al ver que eran en vano tus explicaciones para negar la identidad del artista, no te quedó otra más que firmar autógrafos. Luego de muchas selfies, besos y apretones enloquecidos de las admiradoras, finalmente lograste huir en un taxi. El chofer te saludó de manera muy cordial y te pregunto cómo habías estado, tú le respondiste secamente para evitar la plática. No entendías que estaba pasando; no habías descartado la idea de la broma televisiva, pues aún no terminaba el día, pero también acudías a la posibilidad remota de que el destino te estuviera dando una muestra de cómo se siente la fama, pero… ¿para qué?
Ver a tu madre preparando la cena en la cocina te reconfortó, nadie como ella para reconocer a su niño. Te besó amorosamente y te sirvió pollo frito con verduras. Mientras colaba el café, te preguntó si te habías cambiado el corte de pelo o si estabas enflacando, pero eso era normal, a veces te decía que tal camisa o playera nunca te la había visto, cuando ella misma te la había regalado. Su salud metal se había deteriorado un poco desde que perdió a tu padre en aquel accidente de la planta petrolera. Trataste de buscar el mejor momento para platicarle lo que te había sucedido, pero no quisiste interrumpirla, estaba decidida a contarte fielmente el chisme que la comadre, tu madrina de bautizo, le había confiado ese día por la tarde. Luego subiste a tu habitación reconfortado porque finalmente la noche había llegado; te miraste de reojo en el espejo y no viste nada extraño. La cama se te antojó como un vientre seguro donde renacer nuevamente mañana. Tu último pensamiento antes de cerrar los ojos fue: “qué día tan raro”.
Pero los días siguientes fueron iguales; por todas partes encontrabas personas desconocidas que se alegraban de verte después de tanto tiempo. Cada día te enterabas que habías estudiado en diferentes secundarias o preparatorias y que habías tenido novias de nombres como Maribel, Diana o Bertha. Supiste que habías estudiado música en el extranjero, que dos de tus hermanas se habían casado con políticos y que tus padres vivieron un tiempo en Vancouver. También te enteraste que los amigos de tu infancia andaban de misioneros en África y que la prima de un vecino había estado enamorada de ti desde chiquita. Dentro de tu constante estado de estupefacción, a veces disfrutabas escuchar algunas historias, como si lo narrado fuera una especie de álbum fotográfico donde podías contemplar los recuerdos de lo que nunca fue, o de lo que pudo haber sido.
Una tarde en el cine, una mujer muy guapa pero bastante mayor que tú, se te puso enfrente y te dijo: “¿Carlos?” Antes de que pudieras contestarle se soltó a llorar, preguntó qué había sido de ti y recordó pasajes específicos del amor que se prodigaron años antes. Por un momento lamentaste no haber estado con ella en esos instantes maravillosos que describía. Cómo romperle el corazón diciéndole: “no te conozco, yo no soy ese que tú amaste”. Pero tuviste que hacerlo. Casi pudiste ver cómo entraba el dolor en su pecho, casi pudiste ver en sus ojos a ese otro que tú no eras.
El insomnio se acurrucó en la cama contigo a partir de ese encuentro. Quizá nunca tendrías una novia de verdad con quién compartir tu verdadera historia y contarle esta anécdota que empezaba a causarte escozor en la conciencia. Cómo encontrar a alguien si cada vez que salías ¡alguien te encontraba a ti! Buscarías ayuda, dejarías de salir por un tiempo, quizá te cambiarías el look por uno más moderno, pues según tus primos te habías quedado atrapado en los noventa. Harías lo que fuera por recuperarte o morirías en el intento.
Abandonaste la escuela luego de que fracasaran tus sesiones con el psicólogo. En cada terapia retomaban un historial diferente y la última vez que lo viste aseguraba que habías acudido al él por problemas de abuso infantil, cuando tú sabías perfectamente que tu infancia había sido buena.
Salir a los bares ya no era lo mismo, todos te reconocían e invitaban tragos, eras Fulanito o Zutanito y en ocasiones, menos extremas, solo te decían que eras igualito a un primo o al amigo de un hermano. Una noche te echaron algo en la bebida y entre cinco te violaron en el baño. Lo último que alcanzaste a escuchar fue: “sí, denle duro, esta es la perra que se quiso pasar de lista conmigo”.
Golpeado y muy confundido deambulaste por las calles unos días. Cerca de un callejón, un hombre con sudadera y cachucha se te acercó y te entregó un paquete con un polvo blanco, te dijo que así estaban a mano. No eras el que él creía, pero sabías usar el contenido del paquete; inhalaste unas cuantas líneas y un poco más recuperado te dirigiste a un Oxxo para comprar algo de beber. Cuando ibas a entrar, dos tipos salieron corriendo del lugar y te aventaron con la puerta. Desde el piso oíste los gritos de la cajera pidiendo ayuda porque la habían asaltado; te señalaba convencida. La policía llegó.
En la cárcel pudiste descansar del acoso por un rato. Allí todo mundo conocía su propia identidad y tú no podías ser otro más que el preso de uniforme caqui de la celda 45, el número 99-33-7, nadie más. Te tatuaste ese número cerca de la oreja y cada noche rasgabas la piel de tus brazos con un clavo afilado para recordarte que todo era real.
Cuando llegaste a tu casa, después de cumplir una sentencia de dos años, tu madre abrió la puerta y se alegró de verte: “¡Comadre, qué milagro!, pásese a la sala, ahorita le sirvo un cafecito”. Entonces subiste directamente a tu cuarto, ya no reconocías nada de tus pertenencias o no querías hacerlo; sin embargo, tu cuerpo no había olvidado la suavidad de tu cama. Por un segundo abrigaste la esperanza de que todo hubiera sido un mal sueño como sucede en las películas, pero a tu mente vinieron como enjambre de moscas hambrientas las frases que habías escuchado todo este tiempo: “¡qué gusto verte otra vez!”... “¿cómo has estado?”... “¿te acuerdas?”... “fuimos juntos en la escuela”… “llámame, por favor”… “mándame un whatsapp”… “agrégame en el face”. De nada serviría volver a repetir hasta el cansancio: “lo siento, no soy yo”… “te confundes”…“me confundes”.
Durante varios meses intentaste recrear la tranquilidad de la prisión metido en tu recámara. Destruiste tu celular con un martillo, tiraste la computadora por la ventana y cubriste por un tiempo el espejo con una sábana. Tu madre gritaba todas las noches desde la cocina que la cena estaba lista, pero cenabas tú solo sin el acompañamiento de sus habituales charlas. En varias ocasiones la escuchaste a lo lejos decirles a los vecinos que aún no regresabas de la cárcel y que tal vez nunca lo harías. Tenía razón, ¿cómo escapar de una prisión que estaba allá afuera? ¿Para qué seguir intentando ser quien eras?, ¿o quien no eras? Entonces bajaste al sótano por una cuerda sin que tu madre lo notara, y regresaste a tu habitación dispuesto a mirarte por última vez en el espejo.
***
A cada grito interrogante que tu madre lanzaba frente al féretro, tú respondías con todas tus fuerzas: ¡Andrés! ¡Mamá! ¡Soy Andrés! Luego rompiste la ventana y saliste aun exclamando tu nombre. Pero todos se habían marchado.
*Es licenciada en periodismo por obligación social, cantante por vocación y maestra por convicción. Se ha desempeñado principalmente como profesora de educación media superior y asistente editorial para diferentes medios impresos. Recientemente se tituló como licenciada en creación literaria en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México y ha sido publicada en diversas antologías de poesía, ensayo, cuento y minificción. Actualmente está por publicar su primera novela.