La caja
Plácido Romero*
La ha guardado en muchos sitios. Tampoco es muy grande. Algo más pequeña que una caja de zapatos. Durante un tiempo la tuvo enterrada entre la ropa. Eso fue… Le cuesta recordarlo.
Todo lo relacionado con la caja fue extraño. Empezó como una broma, con lo que él creía una broma. Un día, al volver del trabajo, doña Luisa, que era su casera, dijo que el cartero había dejado un paquete. Estaba cansado y se limitó a cogerla y a encerrarse en el piso. En aquel entonces tenía un trabajo de mierda y solía regresar enfadado. Recuerda bien la fecha porque fue unos días después de que muriera su tío Rodrigo.
Por la noche, cuando estaba de mejor humor, abrió el paquete. Allí estaba: la caja. ¡Qué demonios era! Iba acompañada de una nota, que luego lamentaría haber arrojado a la basura, donde decía que, dentro de la caja, había un interruptor. Si lo pulsaba, todo acabaría. ¿Todo? ¿Qué era todo, su vida, aquella mierda de trabajo, su soledad o el universo?
Utilizó la caja como sujetalibros.
La suerte le cambió. Su tío Rodrigo le había dejado algo de dinero, lo que le permitió mudarse de casa. Acabó encontrando otro trabajo.
Ordenando los libros, vio la caja y recordó la nota. Entonces fue cuando la abrió. Allí, efectivamente, había un interruptor metálico. Su primer impulso fue apretarlo, para demostrarse a sí mismo que todo no era sino una broma. ¿De quién? Los malditos compañeros de su antiguo trabajo. O tal vez fueran sus amigos. Rozó el interruptor con los dedos, pero no lo pulsó.
Decidió dejar la caja detrás de los libros, porque ya salía con Lola y no quería que le preguntara qué era eso. También tenía miedo de que ella la abriera.
Un par de años después ya trabajaba en la Diputación y estaba casado. Lola estaba embarazada. Cada vez le ponía más nervioso la caja. No encontraba un buen lugar donde esconderla. La acabó dejando dentro de una caja de zapatos. Lola nunca le miraría las cajas de zapatos.
Su mujer acabó convenciéndole y compraron un chalé en Entrecaminos. Un día en que Lola y Alvarito fueron al cine, sacó la caja y la enterró en el jardín, justo al lado de la higuera que les había regalado su suegro.
Allí estuvo durante más de veinte años.
Él se había jubilado y Alvarito, aunque no se había casado, se había ido de casa; decía que quería vivir en el centro. Muchas veces estuvo pensando en desenterrar la caja y guardarla en el pequeño taller que había montado en el garaje. Pero no lo hizo hasta que murió Lola, a la que se le había reproducido el tumor. Después de volver el cementerio desenterró la caja y la abrió. Rozó el interruptor. Luego pensó en Álvaro y, después de limpiarla, la guardó entre la ropa.
Tuvo que encontrarle un nuevo sitio cuando empezó a venir la asistenta que le había buscado su hijo. La acabó devolviendo a su antigua morada, detrás de los libros.
Álvaro no paraba de insistirle en que no podía seguir estando solo. Le habló muy bien de la residencia de Los Villares. La casa era demasiado grande para él. Además, si la vendía, podría permitirse estar allí.
Finalmente se rindió. Hizo dos maletas. Se llevó alguna ropa, pero ningún libro, porque ya no veía bien. Y la caja.
Al final, Álvaro tenía razón: la habitación que le asignaron era amplia. Tenía un televisor y estaba cerca de la puerta. Colocó la caja justo al lado de la urna con las cenizas de Lola. Los primeros meses, incluso, se sintió rejuvenecer. Ya no tenía que preocuparse por la comida o la ropa. Daba largos paseos por un parque cercano e, incluso, se alegraba cuando escuchaba gritar a los niños; le hacían pensar en los nietos que no tenía.
El ictus le dejó paralizada media cara. Aunque se recuperó bien, Álvaro le explicó que los responsables de la residencia habían decidido subirle a la primera planta. Trató de resistirse. En la primera planta estaban los dependientes, aquellos para los que no quedaba esperanza. Tuvo que dar su consentimiento.
Ya no le dejaban salir solo. Tenía que pedir permiso para bajar por el ascensor y alguien tenía que acompañarle en el jardín. Entre noviembre y marzo no salió ni un solo día. Muchos días cogió la caja. La acarició. Le entraron ganas de acabar con todo. Álvaro no le visitó ni un solo día.
Una mañana, simplemente, ya no pudo seguir tirando del andador. Álvaro le dijo que tenía que ir en silla de ruedas y le acabó comprando lo que él creí que era el modelo más barato.
El segundo ataque fue mucho más severo. Estuvo en cama casi tres meses. Oyó al médico decirle a Álvaro que no le quedaban más de tres meses.
En realidad, duró únicamente seis semanas más.
Dos días antes de morir, le pidió a una celadora que le alcanzara la caja. Al principio no pudo abrirla. Y pensó que era un alivio. Pero, insistiendo, lo consiguió. Desechó la idea que había tenido y se apresuró a cerrarla.
En la residencia tenían la costumbre de repartirse las pertenencias de los fallecidos. Los familiares no solían oponerse. Pensó quién podría quedarse con la caja. Quizá Manuel, al que había visto asomado varias veces a la puerta de la habitación, buscando el botín.
Tenía que hacer algo. Y lo hizo. Por la mañana temprano, después de que limpiaran la habitación, la arrojó a la papelera. Luego tiró varias gasas para taparla. Aquello le llevó más de una hora.
Aquel día, que no sabía que sería el antepenúltimo de su vida, fue muy largo. Temía que alguna enfermera o algún celador mirara la papelera y viera la caja.
–¿Qué hace esto aquí, señor Rodríguez? –le preguntarían.
Pero no se dieron cuenta. La limpiadora llegó por la mañana, sacó la bolsa de basura, la ató y la puso junto a las bolsas de basura de las otras habitaciones. Resopló aliviado: se había acabado.
Álvaro Rodríguez García murió el 18 de septiembre de 2023.
El 22 de septiembre de 2023, el cartero dejó un paquete en la casa de Álvaro Rodríguez Guerrero.
Todo lo relacionado con la caja fue extraño. Empezó como una broma, con lo que él creía una broma. Un día, al volver del trabajo, doña Luisa, que era su casera, dijo que el cartero había dejado un paquete. Estaba cansado y se limitó a cogerla y a encerrarse en el piso. En aquel entonces tenía un trabajo de mierda y solía regresar enfadado. Recuerda bien la fecha porque fue unos días después de que muriera su tío Rodrigo.
Por la noche, cuando estaba de mejor humor, abrió el paquete. Allí estaba: la caja. ¡Qué demonios era! Iba acompañada de una nota, que luego lamentaría haber arrojado a la basura, donde decía que, dentro de la caja, había un interruptor. Si lo pulsaba, todo acabaría. ¿Todo? ¿Qué era todo, su vida, aquella mierda de trabajo, su soledad o el universo?
Utilizó la caja como sujetalibros.
La suerte le cambió. Su tío Rodrigo le había dejado algo de dinero, lo que le permitió mudarse de casa. Acabó encontrando otro trabajo.
Ordenando los libros, vio la caja y recordó la nota. Entonces fue cuando la abrió. Allí, efectivamente, había un interruptor metálico. Su primer impulso fue apretarlo, para demostrarse a sí mismo que todo no era sino una broma. ¿De quién? Los malditos compañeros de su antiguo trabajo. O tal vez fueran sus amigos. Rozó el interruptor con los dedos, pero no lo pulsó.
Decidió dejar la caja detrás de los libros, porque ya salía con Lola y no quería que le preguntara qué era eso. También tenía miedo de que ella la abriera.
Un par de años después ya trabajaba en la Diputación y estaba casado. Lola estaba embarazada. Cada vez le ponía más nervioso la caja. No encontraba un buen lugar donde esconderla. La acabó dejando dentro de una caja de zapatos. Lola nunca le miraría las cajas de zapatos.
Su mujer acabó convenciéndole y compraron un chalé en Entrecaminos. Un día en que Lola y Alvarito fueron al cine, sacó la caja y la enterró en el jardín, justo al lado de la higuera que les había regalado su suegro.
Allí estuvo durante más de veinte años.
Él se había jubilado y Alvarito, aunque no se había casado, se había ido de casa; decía que quería vivir en el centro. Muchas veces estuvo pensando en desenterrar la caja y guardarla en el pequeño taller que había montado en el garaje. Pero no lo hizo hasta que murió Lola, a la que se le había reproducido el tumor. Después de volver el cementerio desenterró la caja y la abrió. Rozó el interruptor. Luego pensó en Álvaro y, después de limpiarla, la guardó entre la ropa.
Tuvo que encontrarle un nuevo sitio cuando empezó a venir la asistenta que le había buscado su hijo. La acabó devolviendo a su antigua morada, detrás de los libros.
Álvaro no paraba de insistirle en que no podía seguir estando solo. Le habló muy bien de la residencia de Los Villares. La casa era demasiado grande para él. Además, si la vendía, podría permitirse estar allí.
Finalmente se rindió. Hizo dos maletas. Se llevó alguna ropa, pero ningún libro, porque ya no veía bien. Y la caja.
Al final, Álvaro tenía razón: la habitación que le asignaron era amplia. Tenía un televisor y estaba cerca de la puerta. Colocó la caja justo al lado de la urna con las cenizas de Lola. Los primeros meses, incluso, se sintió rejuvenecer. Ya no tenía que preocuparse por la comida o la ropa. Daba largos paseos por un parque cercano e, incluso, se alegraba cuando escuchaba gritar a los niños; le hacían pensar en los nietos que no tenía.
El ictus le dejó paralizada media cara. Aunque se recuperó bien, Álvaro le explicó que los responsables de la residencia habían decidido subirle a la primera planta. Trató de resistirse. En la primera planta estaban los dependientes, aquellos para los que no quedaba esperanza. Tuvo que dar su consentimiento.
Ya no le dejaban salir solo. Tenía que pedir permiso para bajar por el ascensor y alguien tenía que acompañarle en el jardín. Entre noviembre y marzo no salió ni un solo día. Muchos días cogió la caja. La acarició. Le entraron ganas de acabar con todo. Álvaro no le visitó ni un solo día.
Una mañana, simplemente, ya no pudo seguir tirando del andador. Álvaro le dijo que tenía que ir en silla de ruedas y le acabó comprando lo que él creí que era el modelo más barato.
El segundo ataque fue mucho más severo. Estuvo en cama casi tres meses. Oyó al médico decirle a Álvaro que no le quedaban más de tres meses.
En realidad, duró únicamente seis semanas más.
Dos días antes de morir, le pidió a una celadora que le alcanzara la caja. Al principio no pudo abrirla. Y pensó que era un alivio. Pero, insistiendo, lo consiguió. Desechó la idea que había tenido y se apresuró a cerrarla.
En la residencia tenían la costumbre de repartirse las pertenencias de los fallecidos. Los familiares no solían oponerse. Pensó quién podría quedarse con la caja. Quizá Manuel, al que había visto asomado varias veces a la puerta de la habitación, buscando el botín.
Tenía que hacer algo. Y lo hizo. Por la mañana temprano, después de que limpiaran la habitación, la arrojó a la papelera. Luego tiró varias gasas para taparla. Aquello le llevó más de una hora.
Aquel día, que no sabía que sería el antepenúltimo de su vida, fue muy largo. Temía que alguna enfermera o algún celador mirara la papelera y viera la caja.
–¿Qué hace esto aquí, señor Rodríguez? –le preguntarían.
Pero no se dieron cuenta. La limpiadora llegó por la mañana, sacó la bolsa de basura, la ató y la puso junto a las bolsas de basura de las otras habitaciones. Resopló aliviado: se había acabado.
Álvaro Rodríguez García murió el 18 de septiembre de 2023.
El 22 de septiembre de 2023, el cartero dejó un paquete en la casa de Álvaro Rodríguez Guerrero.
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