La calle de las luces
Nicolás Kouzouyan*
Primero fueron las luces, y después su abuela Alicia diciéndole en armenio:
– ¡Naé luicere! ¡Naé luicere! (¡Mirá las luces! ¡Mirá las luces!)
Mateo tenía tres años. Estaba acostado en el fondo del auto, sobre un pequeño sector que se usaba como guardabultos, detrás y por encima del asiento trasero. Miraba hacia arriba, a través del vidrio que caía diagonal y tenía unas rayas horizontales negras que eran los desempañadores; veía luces pasar; eran bolas blancas, sostenidas por altos palos de metal, que al fondo de la calle se convertían en una fina línea que se hundía y desaparecía.
La voz de su abuela continuó:
– Mateo, nae luicere; mirá cuantas hay…
Era una voz suave, de tono alto pero delicado; voz de conductora de radio. Le veía los ojos por el espejo retrovisor y cuando sonreía se le encendían y se convertían en dos líneas. Era una mujer pequeña, con una mirada esquiva y los ojos siempre húmedos, que manejaba con un mano sobre el volante mientras la otra se apoyaba en la palanca de cambios. Siempre iba remangada, fuera invierno o verano, y su voz, cuando le hablaba a los mayores, era de mando.
– ¿Viste cuantas luicere que hay, Mateo?
Había un montón, pero Mateo estaba cansado y apenas podía mantener los ojos abiertos. Además hacía mucho frío, y el movimiento del auto lo arrullaba, dejándolo en un estado como de ensueño.
Luego la voz de Alicia se alejó. Mateo movió la cabeza y se encontró solo. Afuera, la calle era ancha, grande, recubierta por una capa de hielo en donde brillaban las luces. Era la única que él había visto con tantas de esas pelotas gordas colgando del aire. En aquel entonces la mayoría de las calles de Montevideo estaban oscuras; pero no ésta, la principal, la avenida 18 de Julio. En el resto, las veredas se veían levantadas por las gruesas raíces de los árboles que año tras año sobrevivían al cruel invierno del sur. Estos árboles pasaban gran parte del año secos y pelados, desprovistos de cualquier clase de follaje, expuestos a las bajas temperaturas que caían del cielo y a las violentas ráfagas de aire salado — cortantes como filos metálicos rozando las mejillas — que el Río de la Plata lanzaba violentamente sobre la ciudad. En aquel entonces el país vivía la última etapa de la dictadura. Los colores estaban prohibidos en Montevideo, la ciudad era gris y silenciosa. En la calle habían razias. En las casas se hablaba de torturas y desaparecidos.
Pero Mateo no sabía nada de eso. Para él, entrar a la calle de las luces era hacerlo en una ciudad totalmente diferente, como sacada de alguno de los cuentos que Alicia le contaba antes de dormir; una ciudad que flotaba en el halo espectral de aquellas bolas colgantes, una ciudad que se mecía junto al andar bamboleante del auto de su abuela. Nunca se veía a nadie caminando, y las veredas — congeladas, llenas de baldosas sueltas que los días de lluvia se convertían en trampas — recibían la calidez amarilla agradecidas de que alguien las notara, existiendo, por el largo instante que duraba la noche, lejos la tristeza y la melancolía de una ciudad llena de formas solitarias.
– Nae luicere, Mateo… – repitió Alicia trayéndolo de vuelta al auto. Se había girado y lo miraba aprovechando el semáforo. Su tono era cálido, cariñoso. – ¿Viste cuántas luicere hay afuera, bebeg?
Tenía el pelo corto, y en la pequeña mano que sostenía el volante se le notaban gruesas venas azules y unos nudillos rojos como si se los hubiera frotado.
Mateo asintió y volvió a mirar por la ventana. Alicia se enderezó. Dijo:
– Qué parí este niño. – La mujer que iba a su lado se inclinó y le susurró algo al oído. Alicia le contestó con voz normal, poniendo el auto en movimiento:
– Sí, mija, ya vamos, dejá que se duerma bien…
Un poco después llegaron al final de la calle. Mateo lo supo cuando vio que su abuela giraba el auto. Aquel era el peor momento del viaje, tan diferente al instante previo a la salida, cuando Alicia anunciaba con voz de soprano: “¡Vamos a ver las luicere, Mateo!”, y él dejaba lo que estuviera haciendo y corría con ella para caminar de la mano hasta el auto. Aquel sí que era un momento para ponerse contento. Pero no éste, no el del regreso. A Mateo le gustaban más los principios que los finales.
Y al principio Alicia debía zigzaguear por un laberinto de angostas, oscuras y tenebrosas callejuelas mientras se alejaba de la casa. El barrio parecía dormido y no se escuchaba más ruidos que los del motor y la vieja carrocería del auto quejándose de los pozos. Luego, de repente, salían a una calle ancha y sucia, mal iluminada, que se llamaba 8 de Octubre. De allí al túnel era una nadita. Y Alicia siempre bajaba la velocidad antes de entrar al túnel; se compenetraba, lo hacía parecer un acto circense, le daba emoción al momento. Mateo sabía lo que estaba a punto de hacer y se tomaba con fuerza del respaldo del asiento, mirando hacia delante, escuchando su propia risita aguantada y sintiendo una anticipación de vértigo en la boca del estómago. Luego Alicia aceleraba — de repente, con las dos manos en el volante y la cabeza un poco agachada como un conductor de autos de carrera — y se zambullía en el túnel sonriendo de gozo. Mateo cambiaba la expresión y por un instante su cara era toda júbilo y alegría; la combinación de velocidad y verticalidad le daba la sensación de flotar y sentía un cosquilleo extraño en las piernas. En éste punto el vértigo lo henchía, y para cuando el auto alcanzaba nuevamente la horizontalidad soltaba un gritito liberador al que su abuela se unía con risas y exclamaciones en armenio. Luego la noche iba quedando atrás, cerrándose chiquita allá al fondo, hasta que una curva la cercenaba y desaparecía por completo. Y en un santiamén era de día dentro del túnel. Enormes reflectores cuadrados hacían de sol e iluminaban las paredes de cal de amarillo, y el aire se veía más claro, más transparente: era el momento en el que Alicia empezaba a tocar la bocina; Mateo tiraba la cabeza hacia atrás y gritaba toda la fuerza de sus pulmones siguiendo el ritual que su abuela le había enseñado; el barullo de la incansable bocina se mezclaba con su voz y cada luz clavada en el techo se reflejaba un instante en sus pupilas, desapareciendo luego bajo sus parpados — como si estos se la hubieran tragado — para enseguida ser sustituida por otra. La bocina sonaba tres veces más fuerte bajo el resplandor enceguecedor de los focos amarillos, y el asunto ponía muy nerviosa a la mujer que los acompañaba, que a veces se inclinaba hacia Alicia y le hablaba al oído. Alicia siempre le respondía sin dejar de sonreír, sin quitar la vista del frente:
– No jodas más, che, que es un niño. ¿Qué van a hacer estos milicos, llevarnos presos por querer dormirlo?
Antes de reaparecer del otro lado, Mateo empezaba a sentir el impulso del auto subiendo la pendiente. Enseguida detenía los gritos y las risas, expectante, con el corazón acelerado, con la respiración agitada. Los recibía el abrupto cambio de una noche ofendida por lo sucedido en el túnel, que los miraba severa, con ojos más negros. El contraste creaba una especie de vacío jubiloso que anunciaba la cercanía de la calle de las luces. Mateo se acomodaba mejor, como para dormir, y en silencio — aun sintiendo en el pecho la reverberación de los gritos; acobijado de repente por un silencio ensordecedor — observaba las lúgubres veredas, frías y llenas de soledad.
Una cuadra después de salir del túnel, Alicia doblaba a la derecha y disminuía la marcha a velocidad de procesión. Y allí, como salida de un cuento de hadas, aparecía la calle de las luces: larga, interminable, siempre mágica.
– Mateo – llamó Alicia mirándolo nuevamente por el espejo retrovisor –; ¿seguís despierto todavía, bebeg? ¿Viste cuantas luicere hay?
Mateo asintió y una vez más tiró la cabeza hacia atrás y miró las luces. Regresaban a la casa, quedaba poco para que su abuela se desviara y las luces desaparecieran. Los ojos cansados se le cerraban; le pareció que el brillo se intensificaba en el aire congelado.
– Bueno, bueno, ya le dio sueño al bebeg… Hognel e (está cansado) – hablándole a la mujer.
– Estuvo jugando todo el día, mija – le susurró ella –. Mejor, que se duerma de una vez…
Pero Mateo siempre aguantaba hasta el final. Y recién cuando Alicia doblaba y las luces quedaban atrás, recién en ese momento cerraba los ojos y se dejaba ir; hundiéndose en el sueño con un dejo de tristeza, con una añoranza viva aun caliente sobre la piel; añoranza de las que solo se tienen en la infancia, por haber dejado atrás la calle de las luces.
– ¡Naé luicere! ¡Naé luicere! (¡Mirá las luces! ¡Mirá las luces!)
Mateo tenía tres años. Estaba acostado en el fondo del auto, sobre un pequeño sector que se usaba como guardabultos, detrás y por encima del asiento trasero. Miraba hacia arriba, a través del vidrio que caía diagonal y tenía unas rayas horizontales negras que eran los desempañadores; veía luces pasar; eran bolas blancas, sostenidas por altos palos de metal, que al fondo de la calle se convertían en una fina línea que se hundía y desaparecía.
La voz de su abuela continuó:
– Mateo, nae luicere; mirá cuantas hay…
Era una voz suave, de tono alto pero delicado; voz de conductora de radio. Le veía los ojos por el espejo retrovisor y cuando sonreía se le encendían y se convertían en dos líneas. Era una mujer pequeña, con una mirada esquiva y los ojos siempre húmedos, que manejaba con un mano sobre el volante mientras la otra se apoyaba en la palanca de cambios. Siempre iba remangada, fuera invierno o verano, y su voz, cuando le hablaba a los mayores, era de mando.
– ¿Viste cuantas luicere que hay, Mateo?
Había un montón, pero Mateo estaba cansado y apenas podía mantener los ojos abiertos. Además hacía mucho frío, y el movimiento del auto lo arrullaba, dejándolo en un estado como de ensueño.
Luego la voz de Alicia se alejó. Mateo movió la cabeza y se encontró solo. Afuera, la calle era ancha, grande, recubierta por una capa de hielo en donde brillaban las luces. Era la única que él había visto con tantas de esas pelotas gordas colgando del aire. En aquel entonces la mayoría de las calles de Montevideo estaban oscuras; pero no ésta, la principal, la avenida 18 de Julio. En el resto, las veredas se veían levantadas por las gruesas raíces de los árboles que año tras año sobrevivían al cruel invierno del sur. Estos árboles pasaban gran parte del año secos y pelados, desprovistos de cualquier clase de follaje, expuestos a las bajas temperaturas que caían del cielo y a las violentas ráfagas de aire salado — cortantes como filos metálicos rozando las mejillas — que el Río de la Plata lanzaba violentamente sobre la ciudad. En aquel entonces el país vivía la última etapa de la dictadura. Los colores estaban prohibidos en Montevideo, la ciudad era gris y silenciosa. En la calle habían razias. En las casas se hablaba de torturas y desaparecidos.
Pero Mateo no sabía nada de eso. Para él, entrar a la calle de las luces era hacerlo en una ciudad totalmente diferente, como sacada de alguno de los cuentos que Alicia le contaba antes de dormir; una ciudad que flotaba en el halo espectral de aquellas bolas colgantes, una ciudad que se mecía junto al andar bamboleante del auto de su abuela. Nunca se veía a nadie caminando, y las veredas — congeladas, llenas de baldosas sueltas que los días de lluvia se convertían en trampas — recibían la calidez amarilla agradecidas de que alguien las notara, existiendo, por el largo instante que duraba la noche, lejos la tristeza y la melancolía de una ciudad llena de formas solitarias.
– Nae luicere, Mateo… – repitió Alicia trayéndolo de vuelta al auto. Se había girado y lo miraba aprovechando el semáforo. Su tono era cálido, cariñoso. – ¿Viste cuántas luicere hay afuera, bebeg?
Tenía el pelo corto, y en la pequeña mano que sostenía el volante se le notaban gruesas venas azules y unos nudillos rojos como si se los hubiera frotado.
Mateo asintió y volvió a mirar por la ventana. Alicia se enderezó. Dijo:
– Qué parí este niño. – La mujer que iba a su lado se inclinó y le susurró algo al oído. Alicia le contestó con voz normal, poniendo el auto en movimiento:
– Sí, mija, ya vamos, dejá que se duerma bien…
Un poco después llegaron al final de la calle. Mateo lo supo cuando vio que su abuela giraba el auto. Aquel era el peor momento del viaje, tan diferente al instante previo a la salida, cuando Alicia anunciaba con voz de soprano: “¡Vamos a ver las luicere, Mateo!”, y él dejaba lo que estuviera haciendo y corría con ella para caminar de la mano hasta el auto. Aquel sí que era un momento para ponerse contento. Pero no éste, no el del regreso. A Mateo le gustaban más los principios que los finales.
Y al principio Alicia debía zigzaguear por un laberinto de angostas, oscuras y tenebrosas callejuelas mientras se alejaba de la casa. El barrio parecía dormido y no se escuchaba más ruidos que los del motor y la vieja carrocería del auto quejándose de los pozos. Luego, de repente, salían a una calle ancha y sucia, mal iluminada, que se llamaba 8 de Octubre. De allí al túnel era una nadita. Y Alicia siempre bajaba la velocidad antes de entrar al túnel; se compenetraba, lo hacía parecer un acto circense, le daba emoción al momento. Mateo sabía lo que estaba a punto de hacer y se tomaba con fuerza del respaldo del asiento, mirando hacia delante, escuchando su propia risita aguantada y sintiendo una anticipación de vértigo en la boca del estómago. Luego Alicia aceleraba — de repente, con las dos manos en el volante y la cabeza un poco agachada como un conductor de autos de carrera — y se zambullía en el túnel sonriendo de gozo. Mateo cambiaba la expresión y por un instante su cara era toda júbilo y alegría; la combinación de velocidad y verticalidad le daba la sensación de flotar y sentía un cosquilleo extraño en las piernas. En éste punto el vértigo lo henchía, y para cuando el auto alcanzaba nuevamente la horizontalidad soltaba un gritito liberador al que su abuela se unía con risas y exclamaciones en armenio. Luego la noche iba quedando atrás, cerrándose chiquita allá al fondo, hasta que una curva la cercenaba y desaparecía por completo. Y en un santiamén era de día dentro del túnel. Enormes reflectores cuadrados hacían de sol e iluminaban las paredes de cal de amarillo, y el aire se veía más claro, más transparente: era el momento en el que Alicia empezaba a tocar la bocina; Mateo tiraba la cabeza hacia atrás y gritaba toda la fuerza de sus pulmones siguiendo el ritual que su abuela le había enseñado; el barullo de la incansable bocina se mezclaba con su voz y cada luz clavada en el techo se reflejaba un instante en sus pupilas, desapareciendo luego bajo sus parpados — como si estos se la hubieran tragado — para enseguida ser sustituida por otra. La bocina sonaba tres veces más fuerte bajo el resplandor enceguecedor de los focos amarillos, y el asunto ponía muy nerviosa a la mujer que los acompañaba, que a veces se inclinaba hacia Alicia y le hablaba al oído. Alicia siempre le respondía sin dejar de sonreír, sin quitar la vista del frente:
– No jodas más, che, que es un niño. ¿Qué van a hacer estos milicos, llevarnos presos por querer dormirlo?
Antes de reaparecer del otro lado, Mateo empezaba a sentir el impulso del auto subiendo la pendiente. Enseguida detenía los gritos y las risas, expectante, con el corazón acelerado, con la respiración agitada. Los recibía el abrupto cambio de una noche ofendida por lo sucedido en el túnel, que los miraba severa, con ojos más negros. El contraste creaba una especie de vacío jubiloso que anunciaba la cercanía de la calle de las luces. Mateo se acomodaba mejor, como para dormir, y en silencio — aun sintiendo en el pecho la reverberación de los gritos; acobijado de repente por un silencio ensordecedor — observaba las lúgubres veredas, frías y llenas de soledad.
Una cuadra después de salir del túnel, Alicia doblaba a la derecha y disminuía la marcha a velocidad de procesión. Y allí, como salida de un cuento de hadas, aparecía la calle de las luces: larga, interminable, siempre mágica.
– Mateo – llamó Alicia mirándolo nuevamente por el espejo retrovisor –; ¿seguís despierto todavía, bebeg? ¿Viste cuantas luicere hay?
Mateo asintió y una vez más tiró la cabeza hacia atrás y miró las luces. Regresaban a la casa, quedaba poco para que su abuela se desviara y las luces desaparecieran. Los ojos cansados se le cerraban; le pareció que el brillo se intensificaba en el aire congelado.
– Bueno, bueno, ya le dio sueño al bebeg… Hognel e (está cansado) – hablándole a la mujer.
– Estuvo jugando todo el día, mija – le susurró ella –. Mejor, que se duerma de una vez…
Pero Mateo siempre aguantaba hasta el final. Y recién cuando Alicia doblaba y las luces quedaban atrás, recién en ese momento cerraba los ojos y se dejaba ir; hundiéndose en el sueño con un dejo de tristeza, con una añoranza viva aun caliente sobre la piel; añoranza de las que solo se tienen en la infancia, por haber dejado atrás la calle de las luces.
*De nacionalidad uruguaya pero residiendo en México desde 2013. Publicaciones: Colección de poesía “Letras de Babel,” publicada en Argentina, Brasil y Uruguay; “Papiroz”, libro de poesía publicado de forma independiente; relatos y poesías en revistas Literatta, Esperanta y El Narratorio de Argentina, Fábula y El Coloquio de los Perros de España y Resonancias de Francia. Reconocimientos: primer premio en categoría “cuentos” de Juegos Florales de Lagos de Moreno, Jalisco, el certamen más antiguo de los actualmente activos en México. Vivió ocho años en diferentes ciudades de los Estados Unidos. Tuvo innumerables trabajos y paralelamente fue músico y por un tiempo editor y traductor para El Tecolote, diario local bilingüe del área de la Misión en San Francisco.