La Cueva
Francisco Payán*
Estoy de frente a La Cueva. Al asomarme por el estrecho hueco, alcanzo a ver un pasadizo que se pierde en la oscuridad, quizás, a unos treinta metros de donde estoy. “Órale mono, saca los cerillos y la vela” le dice Humberto a Chávez. Adrián, Igor, Uriel, Josafat, Gabo y una docena más, están a nuestras espaldas. Cada quien en su desmadre.
Nos rodean árboles altísimos. El trinar de los pájaros y aves de la zona envuelven la atmósfera. Palmeras, hayas, araucarias, frondosos helechos y caminos adoquinados se pierden entre la maleza. Todo en el parque de los Tecajetes es exuberante, como la película Depredador. Junto a nosotros, está un estanque de grandes dimensiones con agua puerca que conecta a otros estanques que están en la parte baja del terreno. No estamos en una misión para rescatar a un rehén. Tan solo somos una jauría de pubertos que se han volado las soporíferas horas de sus Talleres Técnicos para ir en busca del mito. Cada lunes El Himno de Secundarias Técnicas dice que seremos el progreso del país. Hoy no será así.
Entramos en grupos de cinco porque las leyendas en la Técnica 3 dicen que la falta de aire se pone cabrona. Que La Cueva, conecta a toda Xalapa en el inframundo. Que puedes llegar hasta el Cerro de Macuiltépetl. Que pierdes la noción del tiempo en sus entrañas para salir días después todo mugroso y alucinado. Que espantan. Que un niño murió sepultado en un derrumbe hace años. Envalentonado, sigo a Los Infernales para ser de los primeros.
*
Me uní a Los Infernales porque estaba hasta la madre de soportar toda clase de bajezas en mi primer año de secundaria: zapes en la nuca, bolitas asfixiantes por más de cinco gandayas, burlas por el tono de mi voz, el robo de mis tortas y demás chingaderas eran parte del catálogo diario. Ser popular era algo que yo no poseía. Las gomas de migajón que compraba mi padre en la papelería Salamán aparecían embarradas de mierda en mi mochila o en mi pupitre una vez por semana. Las restregaba a escondidas en el lavadero de mi casa lleno de vergüenza. Pertenecer a Los Nerds era estar en el lugar equivocado de la historia. Debía hacer algo.
Ser bueno en los deportes ayudó a darle otro giro a mis pesadillas. Estar en la cancha me dio seguridad. Cobrar venganza con hermosos goles y encestes de tres puntos se volvió mi adicción. En la cafetería, el robo hormiga de huevos kínder, pecositas, pulparindos, tacos al pastor, sabritas y demás odas al carbohidrato, terminaron por ser mi examen final de ingreso a la pandilla. Entré de lleno a la acción. Ya no tendría que mentir en casa con mi clásico “todo bien en la escuela, pa” a pesar de mi aflicción. Adrián, Humberto y Chávez se volvieron mis valedores.
*
Avanzamos casi en cuclillas. El túnel debe medir poco menos de un metro sesenta de altura. De las paredes de piedra, brotan nacientes de agua formando varios riachuelos a lo largo del tramo. El terreno es arenoso y fangoso. Mis zapatos están empapados. La humedad es intensa. La flama de los cerillos muestra una desviación a unos metros que se traga la negrura. “Órenle mijas, caminen” grita Igor. Voy en medio de la fila, no me puedo rajar. Entre picadas de culo y risas nerviosas nos animamos a continuar. Al llegar a la curva, alcanzo a ver el hueco de luz que dejamos metros atrás donde siguen asomadas las cabezas de los que esperan el siguiente turno. Se me hace un nudo la garganta.
*
Un día Chávez se aventó un tiro con un prángana de Los Burguers, unos cabrones que se la pasaban afuera de Burger King al término de clases. Nunca pudo someter a mi amigo ni derribarlo a pesar de haber llegado al combate mariguano. La fuerza que Chávez usó para apretar el torso de su rival en la pelea me dejó perplejo. Por ello, le tengo respeto, es macizo como un roble.
Adrián y Humberto son buenos para el básquet. Adrián calza los Jordan, Humberto los Ewing, Chávez unos Garcís y yo Panam porque “no alcanza por el momento para más” me decía mi padre en el aparador de la zapatería La Joya en Plaza Crystal. Fanfarronean cada vez que me aplican una jugada chingona en las retas de parejas. Me maravilla ver volar el Spalding hacia la canasta bajo el cielo azul.
*
Doblamos a la izquierda, el espacio se reduce. Los cerillos se apagan. Guardamos silencio. Sólo escucho el sonido del agua correr y nuestras respiraciones. Apesta a toda la humedad de las selvas del planeta. Mi corazón late como locomotora a punto de estallar. No veo mis manos ni mi cuerpo. Encienden la vela. Nuestros rostros se dibujan deformes. Mientras avanzamos, mi sombra y las del resto parecen gnomos diabólicos que nos guían hacia el averno. El miedo me acompaña. Debí haberme quedado en la escuela. Siento que decepciono a mis padres al andar aquí de vago, pero a esta edad, le atoras o quedas desterrado para siempre de la pandilla. Encontramos otro camino del lado derecho, tratamos de alumbrarlo, es como un hoyo negro en la galaxia: siniestro y solitario. Seguimos por donde veníamos.
*
Empiezo a desesperarme atrapado en la oscuridad sin saber si vamos a llegar a algún lugar. Desearía estar en la seguridad de la luz como cuando estamos en la semana del estudiante tragando nísperos echados bajo el frondoso árbol junto a las canchas recuperando fuerzas para seguir cascareando toda la vida. Como cometas, vemos pasar a las chicas en patines de un riel repletas de donas fluorescentes en sus muñecas como Fey. A lo lejos, el registro civil improvisado casa a los enamorados. A un costado del árbol se arma la burra tamalera con el resto de salvajes.
Gabo y Roberto deliran desenfrenados sobre la muerte de Superman. Los fresas juegan tochito enfundados en sus jersey de Zorros Dorados. Las candidatas ofrecen dulces y un beso en la mejilla a cambio de votos. Los chismógrafos circulan de mano en mano con toneladas de secretos y pulsiones juveniles. Grupos de chamacos pasan vendiendo racimos de boletos para la tardeada en B42. En la rampa en el costado izquierdo del edificio principal, las chicas populares brillan por su belleza. Inalcanzables.
Sweet Child O’Mind suena en las bocinas de la explanada. Kurt Cobain grita al mundo su himno al desencanto desde Seattle. Saúl Hernández y su álbum El Silencio me lleva a senderos insospechados. La Selección Mexicana está en el grupo de la muerte para el mundial: Noruega, Irlanda e Italia serán las pruebas. Nadie tiene idea de la existencia de Hristo Stoichkov.
No tengo por qué tener miedo en este agujero en el que seguimos avanzando porque soy un Infernal y parte de la selección de futbol de la secundaria. Me he llevado el campeonato de goleo varias veces con mi equipo del “2 C”. Hemos ganado el respeto de las demás escuadras a punta de raspones, coraje y buen toque. Montero brinda seguridad en la portería; Frías y Soto reparten kilos de leña en la defensa; Julio y Josafat ponen pausa y abren el juego en la media; yo en la delantera, anoto y asisto a mis compañeros. Me he rifado otros goles de ensueño en el Torneo de Secundarias Técnicas en los Campos Juárez. Sueño con jugar en el azteca. Al fin, se acabaron mis tormentos. Tengo un lugar en el mundo. A la distancia, El Cofre de Perote es testigo de todo.
*
La Cueva parece no tener fin. Siento que estamos a kilómetros de la entrada. Continuamos en silencio cada quien lidiando con sus demonios. Adrián duda en seguir, “no se rajen putos” vocifera Humberto. Sé que no debo permanecer mucho tiempo aquí pero no podría regresar solo. El peligro acecha a cada paso. Quiero volver. Mi vida está en otra parte. El miedo a lo desconocido es el lenguaje del abismo. Parecemos peregrinos en busca de un milagro dentro de la garganta de una boa.
*
Recuerdo odiar los closets a la hora de jugar a las escondidas en mi infancia. Siempre preferí ser el primero al que encontraran. La falta de visión al estar escondido ente ropa y zapatos me desesperaba. El cerrar los ojos para protegerme de algún ente en la penumbra, me transportaba a lugares más perturbadores que el silencio mismo. La oscuridad de la noche me trae recuerdos dolorosos. Mi abuelo “El coyote” como le decían en el muelle de Veracruz, murió de madrugada en brazos de mi padre implorando a la Virgen de Guadalupe. Años después, mi padre moriría una noche de noviembre en el hospital donde trabajó por más de veinte años. A veces, sigo buscando su consejo de madrugada para orientarme entre mis miedos.
*
El aire falta cada vez más. El ambiente es espeso como una babosa, el calor, insoportable. Sudo a chorros. Siento que en cualquier momento habrá un derrumbe. Voy atrás de Chávez esperando no salga un animal o nos jale algo para no regresar jamás. Logramos llegar a una parte donde podemos enderezarnos casi por completo. Formamos un semicírculo. Al fondo, está una puerta de madera maciza como la del Castillo de Greyskull con un candado enorme y oxidado. Tal vez, todo lo que cuentan acerca del inframundo es real. Este debe ser el portal al subsuelo de la ciudad. Lo miramos asombrados. Hay algo intraducible en la penumbra, en el hecho de estar en las tripas del mito. Me siento como en la película de Los Goonies. Algo de nosotros quedará enterrado para siempre aquí, en el alma de este parque. Antes de regresar, pintamos en la pared de piedra con marcador color negro “Aquí estuvieron Los Infernales marzo de 1994”.
Nos rodean árboles altísimos. El trinar de los pájaros y aves de la zona envuelven la atmósfera. Palmeras, hayas, araucarias, frondosos helechos y caminos adoquinados se pierden entre la maleza. Todo en el parque de los Tecajetes es exuberante, como la película Depredador. Junto a nosotros, está un estanque de grandes dimensiones con agua puerca que conecta a otros estanques que están en la parte baja del terreno. No estamos en una misión para rescatar a un rehén. Tan solo somos una jauría de pubertos que se han volado las soporíferas horas de sus Talleres Técnicos para ir en busca del mito. Cada lunes El Himno de Secundarias Técnicas dice que seremos el progreso del país. Hoy no será así.
Entramos en grupos de cinco porque las leyendas en la Técnica 3 dicen que la falta de aire se pone cabrona. Que La Cueva, conecta a toda Xalapa en el inframundo. Que puedes llegar hasta el Cerro de Macuiltépetl. Que pierdes la noción del tiempo en sus entrañas para salir días después todo mugroso y alucinado. Que espantan. Que un niño murió sepultado en un derrumbe hace años. Envalentonado, sigo a Los Infernales para ser de los primeros.
*
Me uní a Los Infernales porque estaba hasta la madre de soportar toda clase de bajezas en mi primer año de secundaria: zapes en la nuca, bolitas asfixiantes por más de cinco gandayas, burlas por el tono de mi voz, el robo de mis tortas y demás chingaderas eran parte del catálogo diario. Ser popular era algo que yo no poseía. Las gomas de migajón que compraba mi padre en la papelería Salamán aparecían embarradas de mierda en mi mochila o en mi pupitre una vez por semana. Las restregaba a escondidas en el lavadero de mi casa lleno de vergüenza. Pertenecer a Los Nerds era estar en el lugar equivocado de la historia. Debía hacer algo.
Ser bueno en los deportes ayudó a darle otro giro a mis pesadillas. Estar en la cancha me dio seguridad. Cobrar venganza con hermosos goles y encestes de tres puntos se volvió mi adicción. En la cafetería, el robo hormiga de huevos kínder, pecositas, pulparindos, tacos al pastor, sabritas y demás odas al carbohidrato, terminaron por ser mi examen final de ingreso a la pandilla. Entré de lleno a la acción. Ya no tendría que mentir en casa con mi clásico “todo bien en la escuela, pa” a pesar de mi aflicción. Adrián, Humberto y Chávez se volvieron mis valedores.
*
Avanzamos casi en cuclillas. El túnel debe medir poco menos de un metro sesenta de altura. De las paredes de piedra, brotan nacientes de agua formando varios riachuelos a lo largo del tramo. El terreno es arenoso y fangoso. Mis zapatos están empapados. La humedad es intensa. La flama de los cerillos muestra una desviación a unos metros que se traga la negrura. “Órenle mijas, caminen” grita Igor. Voy en medio de la fila, no me puedo rajar. Entre picadas de culo y risas nerviosas nos animamos a continuar. Al llegar a la curva, alcanzo a ver el hueco de luz que dejamos metros atrás donde siguen asomadas las cabezas de los que esperan el siguiente turno. Se me hace un nudo la garganta.
*
Un día Chávez se aventó un tiro con un prángana de Los Burguers, unos cabrones que se la pasaban afuera de Burger King al término de clases. Nunca pudo someter a mi amigo ni derribarlo a pesar de haber llegado al combate mariguano. La fuerza que Chávez usó para apretar el torso de su rival en la pelea me dejó perplejo. Por ello, le tengo respeto, es macizo como un roble.
Adrián y Humberto son buenos para el básquet. Adrián calza los Jordan, Humberto los Ewing, Chávez unos Garcís y yo Panam porque “no alcanza por el momento para más” me decía mi padre en el aparador de la zapatería La Joya en Plaza Crystal. Fanfarronean cada vez que me aplican una jugada chingona en las retas de parejas. Me maravilla ver volar el Spalding hacia la canasta bajo el cielo azul.
*
Doblamos a la izquierda, el espacio se reduce. Los cerillos se apagan. Guardamos silencio. Sólo escucho el sonido del agua correr y nuestras respiraciones. Apesta a toda la humedad de las selvas del planeta. Mi corazón late como locomotora a punto de estallar. No veo mis manos ni mi cuerpo. Encienden la vela. Nuestros rostros se dibujan deformes. Mientras avanzamos, mi sombra y las del resto parecen gnomos diabólicos que nos guían hacia el averno. El miedo me acompaña. Debí haberme quedado en la escuela. Siento que decepciono a mis padres al andar aquí de vago, pero a esta edad, le atoras o quedas desterrado para siempre de la pandilla. Encontramos otro camino del lado derecho, tratamos de alumbrarlo, es como un hoyo negro en la galaxia: siniestro y solitario. Seguimos por donde veníamos.
*
Empiezo a desesperarme atrapado en la oscuridad sin saber si vamos a llegar a algún lugar. Desearía estar en la seguridad de la luz como cuando estamos en la semana del estudiante tragando nísperos echados bajo el frondoso árbol junto a las canchas recuperando fuerzas para seguir cascareando toda la vida. Como cometas, vemos pasar a las chicas en patines de un riel repletas de donas fluorescentes en sus muñecas como Fey. A lo lejos, el registro civil improvisado casa a los enamorados. A un costado del árbol se arma la burra tamalera con el resto de salvajes.
Gabo y Roberto deliran desenfrenados sobre la muerte de Superman. Los fresas juegan tochito enfundados en sus jersey de Zorros Dorados. Las candidatas ofrecen dulces y un beso en la mejilla a cambio de votos. Los chismógrafos circulan de mano en mano con toneladas de secretos y pulsiones juveniles. Grupos de chamacos pasan vendiendo racimos de boletos para la tardeada en B42. En la rampa en el costado izquierdo del edificio principal, las chicas populares brillan por su belleza. Inalcanzables.
Sweet Child O’Mind suena en las bocinas de la explanada. Kurt Cobain grita al mundo su himno al desencanto desde Seattle. Saúl Hernández y su álbum El Silencio me lleva a senderos insospechados. La Selección Mexicana está en el grupo de la muerte para el mundial: Noruega, Irlanda e Italia serán las pruebas. Nadie tiene idea de la existencia de Hristo Stoichkov.
No tengo por qué tener miedo en este agujero en el que seguimos avanzando porque soy un Infernal y parte de la selección de futbol de la secundaria. Me he llevado el campeonato de goleo varias veces con mi equipo del “2 C”. Hemos ganado el respeto de las demás escuadras a punta de raspones, coraje y buen toque. Montero brinda seguridad en la portería; Frías y Soto reparten kilos de leña en la defensa; Julio y Josafat ponen pausa y abren el juego en la media; yo en la delantera, anoto y asisto a mis compañeros. Me he rifado otros goles de ensueño en el Torneo de Secundarias Técnicas en los Campos Juárez. Sueño con jugar en el azteca. Al fin, se acabaron mis tormentos. Tengo un lugar en el mundo. A la distancia, El Cofre de Perote es testigo de todo.
*
La Cueva parece no tener fin. Siento que estamos a kilómetros de la entrada. Continuamos en silencio cada quien lidiando con sus demonios. Adrián duda en seguir, “no se rajen putos” vocifera Humberto. Sé que no debo permanecer mucho tiempo aquí pero no podría regresar solo. El peligro acecha a cada paso. Quiero volver. Mi vida está en otra parte. El miedo a lo desconocido es el lenguaje del abismo. Parecemos peregrinos en busca de un milagro dentro de la garganta de una boa.
*
Recuerdo odiar los closets a la hora de jugar a las escondidas en mi infancia. Siempre preferí ser el primero al que encontraran. La falta de visión al estar escondido ente ropa y zapatos me desesperaba. El cerrar los ojos para protegerme de algún ente en la penumbra, me transportaba a lugares más perturbadores que el silencio mismo. La oscuridad de la noche me trae recuerdos dolorosos. Mi abuelo “El coyote” como le decían en el muelle de Veracruz, murió de madrugada en brazos de mi padre implorando a la Virgen de Guadalupe. Años después, mi padre moriría una noche de noviembre en el hospital donde trabajó por más de veinte años. A veces, sigo buscando su consejo de madrugada para orientarme entre mis miedos.
*
El aire falta cada vez más. El ambiente es espeso como una babosa, el calor, insoportable. Sudo a chorros. Siento que en cualquier momento habrá un derrumbe. Voy atrás de Chávez esperando no salga un animal o nos jale algo para no regresar jamás. Logramos llegar a una parte donde podemos enderezarnos casi por completo. Formamos un semicírculo. Al fondo, está una puerta de madera maciza como la del Castillo de Greyskull con un candado enorme y oxidado. Tal vez, todo lo que cuentan acerca del inframundo es real. Este debe ser el portal al subsuelo de la ciudad. Lo miramos asombrados. Hay algo intraducible en la penumbra, en el hecho de estar en las tripas del mito. Me siento como en la película de Los Goonies. Algo de nosotros quedará enterrado para siempre aquí, en el alma de este parque. Antes de regresar, pintamos en la pared de piedra con marcador color negro “Aquí estuvieron Los Infernales marzo de 1994”.
*Escribe para acompañar el ocio. Se gana la vida trabajando en el sector privado. Para afrontar el mundo se declara ronero profesional; acompañado de libros, música y algunos amigos. Han publicado algunos de sus textos en La Memoria Errante, Guateque Cultura y Revista Marabunta.