La ejecución
Plácido Romero*
“Como en sueños siente todo lo que está ocurriendo y sólo sabe que ahora ha de morir.”
Stefan Zweig
Stefan Zweig
–¡Vamos! –gritó el guardián.
Fiódor se levantó por fin. Estaba destrozado. Buscó con la mirada al viejo decembrista, que permanecía acurrucado en su rincón, todavía medio adormilado.
–Han leído mi nombre –le susurró.
El anciano le miró sosegado.
–Ya le dije lo que pasaría, Fiódor Mijáilovich, ya se lo dije. No se preocupe, no se preocupe.
–Han leído mi nombre –repitió.
–¡Vamos! ¡Rápido!
Lanzó una última mirada al viejo preso: él también había pasado por aquello y allí estaba. Fiódor fue el último en abandonar la celda.
Los prisioneros trataron de caminar erguidos, guardando el paso, dignos. Uno de ellos, el que se había hecho continuas profesiones de ateísmo, susurraba una especie de plegaria que Fiódor no podía entender.
Cuando unos meses antes les habían encerrado, cuando les condujeron a prisión, había pensado que los uniformes de los carceleros eran viejos, llenos de remiendos mal disimulados. Ahora le parecían limpios, recién cepillados, y sólo notaba las fallas en la ropa de los presos: botones de la camisa que se habían ido cayendo sin que nadie los arreglara, arrugas, manchas de origen diverso que delataban las atrocidades vividas por los presos.
Cada vez que llegaban a una puerta, les obligaban a detenerse. Uno de los guardianes buscaba la llave correcta y la introducía en la cerradura, la abría con un chirrido quejumbroso. Fiódor creyó que les estaban llevando por los mismos pasillos, que sólo estaban dando vueltas. Por un momento pensó que estarían toda la eternidad recorriendo los corredores de la prisión y esperando que los guardianes abrieran la próxima puerta.
Pero no fue así. El guardián que iba en cabeza abrió un último portalón y todos los presos, acostumbrados a la penumbra de la celda común, tuvieron que cerrar los ojos. Habían llegado al patio.
–¡Vamos! –gritó el guardián.
Por un momento se Fiódor, deslumbrado por el reflejo del sol sobre la nieve, no vio nada. Hacía tres, casi cuatro semanas que no había salido de la celda y era la primera vez desde el juicio que estaba al aire libre. Hacía frío. El orgullo de los prisioneros les llevó a tratar de disimular los temblores: no querían que se confundieran con el miedo.
En el patio había una horca, preparada para los comunes. Los políticos eran fusilados.
–¡Contra la pared!
Los prisioneros se acercaron al muro. Fiódor se dio cuenta de que las piedras conservaban restos de sangre. Sintió la boca seca. Trató de pensar en su mujer. ¿Se casaría de nuevo? ¿Sería una viuda el resto de su vida? ¿Y qué pasaría con su último libro, casi acabado? Había dejado el manuscrito a unos amigos. ¿Se habrían deshecho de él?
Se escucharon unos pasos a sus espaldas.
–¡Dense la vuelta!
Los prisioneros obedecieron sin ganas.
–Voy a pasar a leerles la condena. En San Petersburgo, a 22 de diciembre de…
Dejó de escuchar. Trató de observar a los soldados. No eran milicianos procedentes del campo, sino granaderos de la guarnición de la capital. El gorro les hacía parecer más altos de los que eran, como terribles gigantes de los cuentos infantiles. Fiódor se fijó en el que tenía enfrente, el que se suponía que le iba a disparar: casi cuarenta años, cerca del retiro. Pensó que en unos meses le darían otro uniforme y que le harían portero de algún ministerio.
–…de rebelión contra el zar. Por eso, el Tribunal Imperial ha decidido…
Según el viejo decembrista, después de leer la condena, llegaría un soldado con el indulto. El oficial lo leería e, inmediatamente, les anunciarían que el generoso zar había decidido conmutarles la pena y enviarles a Siberia.
–…el artículo 15, parágrafo 12: rebelión militar. El artículo 34, parágrafo 14: conspiración…
Sintió que le abandonaban las fuerzas. ¿No acabarían de una vez?
–…que se ejecutará de inmediato.
El oficial dejó repentinamente de leer. Entregó los papeles a un soldado y desenvainó la espada, que se resistió a abandonar la acogedora y cálida vaina. Fiódor comprendió de pronto que iba a ocurrir de verdad. Pero, ¿y todo lo que les había contado el decembrista? Quizá… el viejo era un mentiroso, un común puesto allí para engañar a los políticos, para que no causaran problemas... No, no.
–Atención. Fiiiirmes.
Los soldados del pelotón obedecieron. Se dejó llevar por el fatalismo. Esto acabara pronto, Fediya, se dijo.
–Preparen aaaarmas.
Los soldados comenzaron a cargar. Fiódor no pudo menos de admirar cuánta práctica había en aquellos movimientos automáticos: los soldados estaban perfectamente entrenados.
–Apuuuunten.
A su derecha alguien comenzó a preguntar algo. Otro de los condenados sollozaba. De repente pensó que todo estaba pasando rápido. Demasiado rápido. Todavía tenía que…
–Fueeeego.
Fiódor se levantó por fin. Estaba destrozado. Buscó con la mirada al viejo decembrista, que permanecía acurrucado en su rincón, todavía medio adormilado.
–Han leído mi nombre –le susurró.
El anciano le miró sosegado.
–Ya le dije lo que pasaría, Fiódor Mijáilovich, ya se lo dije. No se preocupe, no se preocupe.
–Han leído mi nombre –repitió.
–¡Vamos! ¡Rápido!
Lanzó una última mirada al viejo preso: él también había pasado por aquello y allí estaba. Fiódor fue el último en abandonar la celda.
Los prisioneros trataron de caminar erguidos, guardando el paso, dignos. Uno de ellos, el que se había hecho continuas profesiones de ateísmo, susurraba una especie de plegaria que Fiódor no podía entender.
Cuando unos meses antes les habían encerrado, cuando les condujeron a prisión, había pensado que los uniformes de los carceleros eran viejos, llenos de remiendos mal disimulados. Ahora le parecían limpios, recién cepillados, y sólo notaba las fallas en la ropa de los presos: botones de la camisa que se habían ido cayendo sin que nadie los arreglara, arrugas, manchas de origen diverso que delataban las atrocidades vividas por los presos.
Cada vez que llegaban a una puerta, les obligaban a detenerse. Uno de los guardianes buscaba la llave correcta y la introducía en la cerradura, la abría con un chirrido quejumbroso. Fiódor creyó que les estaban llevando por los mismos pasillos, que sólo estaban dando vueltas. Por un momento pensó que estarían toda la eternidad recorriendo los corredores de la prisión y esperando que los guardianes abrieran la próxima puerta.
Pero no fue así. El guardián que iba en cabeza abrió un último portalón y todos los presos, acostumbrados a la penumbra de la celda común, tuvieron que cerrar los ojos. Habían llegado al patio.
–¡Vamos! –gritó el guardián.
Por un momento se Fiódor, deslumbrado por el reflejo del sol sobre la nieve, no vio nada. Hacía tres, casi cuatro semanas que no había salido de la celda y era la primera vez desde el juicio que estaba al aire libre. Hacía frío. El orgullo de los prisioneros les llevó a tratar de disimular los temblores: no querían que se confundieran con el miedo.
En el patio había una horca, preparada para los comunes. Los políticos eran fusilados.
–¡Contra la pared!
Los prisioneros se acercaron al muro. Fiódor se dio cuenta de que las piedras conservaban restos de sangre. Sintió la boca seca. Trató de pensar en su mujer. ¿Se casaría de nuevo? ¿Sería una viuda el resto de su vida? ¿Y qué pasaría con su último libro, casi acabado? Había dejado el manuscrito a unos amigos. ¿Se habrían deshecho de él?
Se escucharon unos pasos a sus espaldas.
–¡Dense la vuelta!
Los prisioneros obedecieron sin ganas.
–Voy a pasar a leerles la condena. En San Petersburgo, a 22 de diciembre de…
Dejó de escuchar. Trató de observar a los soldados. No eran milicianos procedentes del campo, sino granaderos de la guarnición de la capital. El gorro les hacía parecer más altos de los que eran, como terribles gigantes de los cuentos infantiles. Fiódor se fijó en el que tenía enfrente, el que se suponía que le iba a disparar: casi cuarenta años, cerca del retiro. Pensó que en unos meses le darían otro uniforme y que le harían portero de algún ministerio.
–…de rebelión contra el zar. Por eso, el Tribunal Imperial ha decidido…
Según el viejo decembrista, después de leer la condena, llegaría un soldado con el indulto. El oficial lo leería e, inmediatamente, les anunciarían que el generoso zar había decidido conmutarles la pena y enviarles a Siberia.
–…el artículo 15, parágrafo 12: rebelión militar. El artículo 34, parágrafo 14: conspiración…
Sintió que le abandonaban las fuerzas. ¿No acabarían de una vez?
–…que se ejecutará de inmediato.
El oficial dejó repentinamente de leer. Entregó los papeles a un soldado y desenvainó la espada, que se resistió a abandonar la acogedora y cálida vaina. Fiódor comprendió de pronto que iba a ocurrir de verdad. Pero, ¿y todo lo que les había contado el decembrista? Quizá… el viejo era un mentiroso, un común puesto allí para engañar a los políticos, para que no causaran problemas... No, no.
–Atención. Fiiiirmes.
Los soldados del pelotón obedecieron. Se dejó llevar por el fatalismo. Esto acabara pronto, Fediya, se dijo.
–Preparen aaaarmas.
Los soldados comenzaron a cargar. Fiódor no pudo menos de admirar cuánta práctica había en aquellos movimientos automáticos: los soldados estaban perfectamente entrenados.
–Apuuuunten.
A su derecha alguien comenzó a preguntar algo. Otro de los condenados sollozaba. De repente pensó que todo estaba pasando rápido. Demasiado rápido. Todavía tenía que…
–Fueeeego.
*He ganado el VIII Premio de Relatos Entrelibros 2005, el XVI Premio para Escritores Noveles de la Diputación Provincial de Jaén 2006, el IV Certamen de Microrrelatos La Risa de Bilbao (2013), el IV Concurso de Microrrelatos La Calle de Todos (2014) y el II Concurso Ávila Me Mata (2015). He publicado relatos en los periódicos Ideal y La Razón. Algunos cuentos míos han sido leídos en los programas La Rosa de los Vientos de Onda Cero, Wonderland de Ràdio 4, El Público de Canal Sur, Érase otra vez de Aragón Radio y La Ventana de la SER. Mi blog el Placidario.blogspot.comHaz clic aquí para editar.