La grieta de Edén
Carmen Ros
¿Qué hay detrás de las cordilleras de Edén?
Se respondería pronto, para eso había escalado por el verdor mullido que se extendía sobre las rocas y las colinas que guarnecían el valle de vergeles, bosques y lagunas. Desde esa ladera alcanzaba a escuchar los gritos de Adán buscándola. No tardaría en descender, la meta estaba ya a pocos pasos. El ascenso había sido fatigoso apoyándose en piedras y sujetándose de ramas. Por fin se detuvo. Había alcanzado la cresta de las murallas: miró árboles de brazos retorcidos, sin follaje; manchas de una especie de maleza rígida y curvada como las garras de un pájaro nunca visto en tal enormidad, también pedruscos desnudos y de gran tamaño. Ninguna grama revestía aquellas superficies rojizas y ocres de peñascos y tierra. El firmamento no era brillante como el de sus dominios. Éste, el que tenía frente a sí, se iluminaba con una opacidad amarillenta. Adelantó el rostro y con quietud cautelosa comenzó a olfatear. Su nariz percibió un remoto mensaje de hedor y con el oído atento escuchó cómo el suelo, al otro lado de las murallas, gemía por las grietas en donde se hundían los vientos. El espíritu de la mujer se turbó por un sentimiento desconocido, cercano a la desolación.
Ella emprendió el regreso. Sus pasos tenían la carga de la pesadumbre, marchaba a un ritmo desigual y distraído. Miró el valle de arboledas y jardines armoniosos, aspiró los aromas del verdor y las maderas, distinguió el trino de las aguas de los cantos de las aves y su corazón palpitó aún más perturbado: los parajes no eran todos como el suyo, en la Tierra también estaban los Infiernos. Era esa la verdad que se iba abriendo en su corazón.
Tras la mujer, una criatura lamía sus pisadas, se movía en curvas regulares haciendo silbar la yerba. Ella se volvió hacia la alimaña. No había visto una parecida antes. No era mayor que su propio antebrazo y el color, lustrosamente negro. Se inclinó hacia la bestezuela. Quiso conocerla y darle un nombre. Al acercar la mano, la bestia se irguió abriendo sus fauces y ella pudo ver en su interior tonos rosados como el atardecer. El ataque duró un abrir y cerrar de ojos en el que ella conoció, apresada en el hocico de la criatura, un cautiverio instantáneo. Un solo instante. Mas, para quien no conoce el dolor, su temporalidad es un círculo sin principio ni fin que va reduciendo con lentitud su dimensión. Eva vio en una de sus corvas la diminuta marca de los colmillos. Con la herida punzándole la pierna, continuó el descenso.
Pronto caería la tarde.
Se respondería pronto, para eso había escalado por el verdor mullido que se extendía sobre las rocas y las colinas que guarnecían el valle de vergeles, bosques y lagunas. Desde esa ladera alcanzaba a escuchar los gritos de Adán buscándola. No tardaría en descender, la meta estaba ya a pocos pasos. El ascenso había sido fatigoso apoyándose en piedras y sujetándose de ramas. Por fin se detuvo. Había alcanzado la cresta de las murallas: miró árboles de brazos retorcidos, sin follaje; manchas de una especie de maleza rígida y curvada como las garras de un pájaro nunca visto en tal enormidad, también pedruscos desnudos y de gran tamaño. Ninguna grama revestía aquellas superficies rojizas y ocres de peñascos y tierra. El firmamento no era brillante como el de sus dominios. Éste, el que tenía frente a sí, se iluminaba con una opacidad amarillenta. Adelantó el rostro y con quietud cautelosa comenzó a olfatear. Su nariz percibió un remoto mensaje de hedor y con el oído atento escuchó cómo el suelo, al otro lado de las murallas, gemía por las grietas en donde se hundían los vientos. El espíritu de la mujer se turbó por un sentimiento desconocido, cercano a la desolación.
Ella emprendió el regreso. Sus pasos tenían la carga de la pesadumbre, marchaba a un ritmo desigual y distraído. Miró el valle de arboledas y jardines armoniosos, aspiró los aromas del verdor y las maderas, distinguió el trino de las aguas de los cantos de las aves y su corazón palpitó aún más perturbado: los parajes no eran todos como el suyo, en la Tierra también estaban los Infiernos. Era esa la verdad que se iba abriendo en su corazón.
Tras la mujer, una criatura lamía sus pisadas, se movía en curvas regulares haciendo silbar la yerba. Ella se volvió hacia la alimaña. No había visto una parecida antes. No era mayor que su propio antebrazo y el color, lustrosamente negro. Se inclinó hacia la bestezuela. Quiso conocerla y darle un nombre. Al acercar la mano, la bestia se irguió abriendo sus fauces y ella pudo ver en su interior tonos rosados como el atardecer. El ataque duró un abrir y cerrar de ojos en el que ella conoció, apresada en el hocico de la criatura, un cautiverio instantáneo. Un solo instante. Mas, para quien no conoce el dolor, su temporalidad es un círculo sin principio ni fin que va reduciendo con lentitud su dimensión. Eva vio en una de sus corvas la diminuta marca de los colmillos. Con la herida punzándole la pierna, continuó el descenso.
Pronto caería la tarde.
***
El hombre escuchó los clamores de Eva y volviose al punto de donde procedían los gritos. La mujer apareció con un andar retorcido, una de sus piernas reventaba de hinchazón, y su rostro estaba desfigurado en un visaje extraño, por el quebrantamiento. Adán la llevó en brazos hasta el abrigo de un árbol. Desconcertado, la interrogó muchas veces, pero a ella, las palabras se le despedazaban en la garganta. A tropezones algunos vocablos salieron rotos de su boca para señalar los linderos de Edén y las marcas de la serpiente en su corvejón. El hombre miró hacia las suaves cordilleras que franqueaban sus dominios y, por vez primera, sintió desasido el centro de su pecho. Echó a correr clamando por Su Semejanza. Las bestias, que nunca habían oído el tono de un alarido humano, se inquietaron y rompieron el concierto de sus propias voces uniéndose en desorden a los gritos de Adán.
La noche cubrió el cuenco celeste. Eva yacía sobre la yerba con el cuerpo tembloroso. El hombre volvió con trastorno en el semblante y el deseo abortado de encontrar a su Creador. Adán acunó a la mujer entre sus brazos, y aun cuando era la luna quien pendía en los firmamentos, sintió que el ardor de la piel de Eva superaba los rayos solares del mediodía. Una cerrada llovizna, como la que bajaba de las alturas en las noches estivales, comenzó a caer; mas para el hombre aquel velo de frescura era una malla de aguijones. Adán tomó a Eva en sus brazos y buscó un refugio. En aquellos cuidados, la mujer sintió que le asestaban golpes y gimió. El hombre encaminose hacia una enramada y levantó los ojos para asegurarse de que la estrella de la noche aún despedía rayos luminosos. Él, que dominaba los senderos de Edén, en ese momento desentendíalos y tropezaba con arbustos y piedras. Se detuvo queriendo atravesar con la mirada el velo de lluvia, los troncos de los árboles y sus follajes, la flora entera más el alma mineral de las rocas; pero confundió los contornos de las plantas y la fauna, como si hubiese desaprendido las cosas y sus nombres. Adán, de pie y sosteniendo a Eva, la besó en el hombro deseando absorberla con los labios, como buscando integrarse al ser de ella.
Aun cuando amanecía, ambos recelaron de Edén, porque se iba transformando para ellos en tinieblas torvas.
La noche cubrió el cuenco celeste. Eva yacía sobre la yerba con el cuerpo tembloroso. El hombre volvió con trastorno en el semblante y el deseo abortado de encontrar a su Creador. Adán acunó a la mujer entre sus brazos, y aun cuando era la luna quien pendía en los firmamentos, sintió que el ardor de la piel de Eva superaba los rayos solares del mediodía. Una cerrada llovizna, como la que bajaba de las alturas en las noches estivales, comenzó a caer; mas para el hombre aquel velo de frescura era una malla de aguijones. Adán tomó a Eva en sus brazos y buscó un refugio. En aquellos cuidados, la mujer sintió que le asestaban golpes y gimió. El hombre encaminose hacia una enramada y levantó los ojos para asegurarse de que la estrella de la noche aún despedía rayos luminosos. Él, que dominaba los senderos de Edén, en ese momento desentendíalos y tropezaba con arbustos y piedras. Se detuvo queriendo atravesar con la mirada el velo de lluvia, los troncos de los árboles y sus follajes, la flora entera más el alma mineral de las rocas; pero confundió los contornos de las plantas y la fauna, como si hubiese desaprendido las cosas y sus nombres. Adán, de pie y sosteniendo a Eva, la besó en el hombro deseando absorberla con los labios, como buscando integrarse al ser de ella.
Aun cuando amanecía, ambos recelaron de Edén, porque se iba transformando para ellos en tinieblas torvas.