La muerte después de la muerte
David Schmidt
Me despierto y veo mi reflejo en el techo pulido. Estoy acostado sobre una mesa metálica y fría. Veo las mismas cejas pobladas, los labios gruesos, el bigote negro...y un charco de sangre debajo de mi cabeza.
¿Cómo llegué aquí?
Veo una serie de mesas grisáceas e idénticas a mi alrededor. A mi izquierda, un bulto yace sobre una de ellas, debajo de una lona color azul. Más allá está la puerta de entrada, iluminada por un parpadeante letrero de neón rojo. No alcanzo a leer su texto. A mi derecha, un joven absurdamente obeso, de barbas mal distribuidas y cabello grasiento, hojea los expedientes de su escritorio. Las luces fluorescentes le iluminan la cara rojiza y llena de barros.
Lo último que recuerdo es que iba corriendo al aeropuerto para alcanzarla a ella.
Todo sucedió de la manera más curiosa. En un principio, nos odiábamos sin medida. Yo era un ex futbolista fracasado, amargado y decepcionado con la vida; ella, una periodista idealista del polo opuesto de la sociopolítica. Lo que comenzó como un encuentro odioso y conflictivo se transformó en un romance engorroso. Cuando ella anunció que se mudaría a Francia, no me quedaba más remedio que detenerla. Recuerdo que yo iba manejando a quemarropa rumbo al aeropuerto, peleando contra el tránsito, y un grupo de coches se detuvo de golpe, y luego... perdí toda conciencia.
Y entonces aparecí aquí.
Vuelvo a fijarme en mi propio reflejo en el techo. Mi rostro está descolorido, pálido y lleno de moretones. Me veo fatal. El encargado se levanta del escritorio y camina hacia el bulto a mi lado. En la mano derecha carga una carpeta en blanco y un plumón; en la izquierda, la mitad de una torta de tamal.
¿Por qué estos cabrones siempre se la pasan comiendo? pienso. Es como en las películas...
Coloca la torta en la esquina de la mesa y mira hacia abajo.
—No mames. Eres el quinto que ha llegado hoy, y eso que ni siquiera llegamos a viernes.
—Se dirige al cadáver con la boca media llena de carbohidratos. Agarra la esquina de la lona azul y prosigue—, Órale pues, a ver cómo quedaste…
Apenas descubre el rostro del cadáver, el plumón y expediente se caen al piso. El joven suspira y da un paso hacia atrás.
— ¿Carnala? Tú… No, no, no puede ser…
Comienza a llorar. Veo la agonía en sus ojos. Me queda claro que acaba de ver a su hermana sin vida, entiendo la tragedia de la situación, pero aún así la morbosa curiosidad me mata. ¿Cómo será la hermana de este horripilante espécimen? Decido buscar su reflejo en el techo.
Juro que si aún tuviera aliento en los pulmones, me hubiera quedado sin él. Es ella. Es mi chava.
El empleado regresa a su escritorio de prisa, tropezando con las demás mesas metálicas, prende el radio y hunde el rostro en las manos, tratando de ahogar su llanto con una serie de insípidas cumbias. Yo no me puedo largar a ningún lado. Las circunstancias me obligan a quedarme ahí, a 30 centímetros de ella, consciente de que está muerta. Estamos muertos. Nuestros rostros inertes se reflejan en el techo. A unos pasos de nosotros, el parpadeante letrero de neón rojo sigue emitiendo su buzz, buzz, buzz…
De repente la transmisión de música es interrumpida por una noticia de urgencia:
—...el gobierno afirma que el estado de sitio se mantendrá de manera indefinida. El general Velásquez recomienda permanezcan en sus domicilios hasta mayor aviso…
En ese momento, uno de los cadáveres comienza a levantarse. Tira la lona que lo cubría y se encamina hacia el escritorio, arrastrando los pies. Otros dos lo siguen. Luego una mujer. Luego un niño. Todos gruñen y castañetean los dientes, olfatean el aire, siguen el olor del corpulento encargado.
Éste se mueve con sorprendente velocidad. Retira una escopeta de un cajón y comienza a disparar. Los muertos vivientes caen al suelo, uno tras otro. Entonces el joven se detiene. Su hermana, mi novia, está de pie. Camina hacia él, con los ojos hambrientos. El joven la mira y titubea un instante.
—Adios, carnala —pronuncia por fin. Le dispara a la cabeza y lo que queda de su cuerpo cae al piso.
En ese momento, yo también siento que cobro vida de nuevo, que ya puedo mover los brazos y piernas. Comienzo a levantarme. Muevo la cabeza de un lado a otro. Lo mataré, pienso. Vengaré la muerte de mi amada. Entonces un ruido me interrumpe.
Un tono electrónico, un incesante y repetitivo bip, bip, bip suena en la distancia. Es mi alarma.
Todo ha sido un sueño.
Antes de despertarme por completo, me asomo y alcanzo a leer, por fin, el texto del parpadeante letrero de neón rojo:
MORGUE SAN TRILLADO
La última morada de los clichés literarios
¿Cómo llegué aquí?
Veo una serie de mesas grisáceas e idénticas a mi alrededor. A mi izquierda, un bulto yace sobre una de ellas, debajo de una lona color azul. Más allá está la puerta de entrada, iluminada por un parpadeante letrero de neón rojo. No alcanzo a leer su texto. A mi derecha, un joven absurdamente obeso, de barbas mal distribuidas y cabello grasiento, hojea los expedientes de su escritorio. Las luces fluorescentes le iluminan la cara rojiza y llena de barros.
Lo último que recuerdo es que iba corriendo al aeropuerto para alcanzarla a ella.
Todo sucedió de la manera más curiosa. En un principio, nos odiábamos sin medida. Yo era un ex futbolista fracasado, amargado y decepcionado con la vida; ella, una periodista idealista del polo opuesto de la sociopolítica. Lo que comenzó como un encuentro odioso y conflictivo se transformó en un romance engorroso. Cuando ella anunció que se mudaría a Francia, no me quedaba más remedio que detenerla. Recuerdo que yo iba manejando a quemarropa rumbo al aeropuerto, peleando contra el tránsito, y un grupo de coches se detuvo de golpe, y luego... perdí toda conciencia.
Y entonces aparecí aquí.
Vuelvo a fijarme en mi propio reflejo en el techo. Mi rostro está descolorido, pálido y lleno de moretones. Me veo fatal. El encargado se levanta del escritorio y camina hacia el bulto a mi lado. En la mano derecha carga una carpeta en blanco y un plumón; en la izquierda, la mitad de una torta de tamal.
¿Por qué estos cabrones siempre se la pasan comiendo? pienso. Es como en las películas...
Coloca la torta en la esquina de la mesa y mira hacia abajo.
—No mames. Eres el quinto que ha llegado hoy, y eso que ni siquiera llegamos a viernes.
—Se dirige al cadáver con la boca media llena de carbohidratos. Agarra la esquina de la lona azul y prosigue—, Órale pues, a ver cómo quedaste…
Apenas descubre el rostro del cadáver, el plumón y expediente se caen al piso. El joven suspira y da un paso hacia atrás.
— ¿Carnala? Tú… No, no, no puede ser…
Comienza a llorar. Veo la agonía en sus ojos. Me queda claro que acaba de ver a su hermana sin vida, entiendo la tragedia de la situación, pero aún así la morbosa curiosidad me mata. ¿Cómo será la hermana de este horripilante espécimen? Decido buscar su reflejo en el techo.
Juro que si aún tuviera aliento en los pulmones, me hubiera quedado sin él. Es ella. Es mi chava.
El empleado regresa a su escritorio de prisa, tropezando con las demás mesas metálicas, prende el radio y hunde el rostro en las manos, tratando de ahogar su llanto con una serie de insípidas cumbias. Yo no me puedo largar a ningún lado. Las circunstancias me obligan a quedarme ahí, a 30 centímetros de ella, consciente de que está muerta. Estamos muertos. Nuestros rostros inertes se reflejan en el techo. A unos pasos de nosotros, el parpadeante letrero de neón rojo sigue emitiendo su buzz, buzz, buzz…
De repente la transmisión de música es interrumpida por una noticia de urgencia:
—...el gobierno afirma que el estado de sitio se mantendrá de manera indefinida. El general Velásquez recomienda permanezcan en sus domicilios hasta mayor aviso…
En ese momento, uno de los cadáveres comienza a levantarse. Tira la lona que lo cubría y se encamina hacia el escritorio, arrastrando los pies. Otros dos lo siguen. Luego una mujer. Luego un niño. Todos gruñen y castañetean los dientes, olfatean el aire, siguen el olor del corpulento encargado.
Éste se mueve con sorprendente velocidad. Retira una escopeta de un cajón y comienza a disparar. Los muertos vivientes caen al suelo, uno tras otro. Entonces el joven se detiene. Su hermana, mi novia, está de pie. Camina hacia él, con los ojos hambrientos. El joven la mira y titubea un instante.
—Adios, carnala —pronuncia por fin. Le dispara a la cabeza y lo que queda de su cuerpo cae al piso.
En ese momento, yo también siento que cobro vida de nuevo, que ya puedo mover los brazos y piernas. Comienzo a levantarme. Muevo la cabeza de un lado a otro. Lo mataré, pienso. Vengaré la muerte de mi amada. Entonces un ruido me interrumpe.
Un tono electrónico, un incesante y repetitivo bip, bip, bip suena en la distancia. Es mi alarma.
Todo ha sido un sueño.
Antes de despertarme por completo, me asomo y alcanzo a leer, por fin, el texto del parpadeante letrero de neón rojo:
MORGUE SAN TRILLADO
La última morada de los clichés literarios