La mujer del cuadro
Sergio Gaut vel Hartman*
La mujer del cuadro luchó por despegarse de la pincelada vertical que la retenía, consciente de que su esfuerzo, una vez más, como tantas, infinitas veces, terminaría en fracaso. Su sorpresa fue enorme al descubrir que no, que a diferencia de tantas, infinitas veces, podía hacerlo. Tras siglos de cautiverio, atada por fuerzas invisibles a la posición y el gesto que el artista había decidido con su trazo, pudo avanzar hacia el roble pisando la constelación de familiares hojas pardas y doradas; estaba casi segura de que conocía íntimamente a cada una de ellas, y que podría llamarlas por el nombre de pila, si quisiera. Mientras caminaba se volvió a preguntar cómo lo había logrado. Misterios. Plasmar los contornos, las manchas y los reflejos en la ínfima superficie con tan acabada perfección. Mover los pies y las manos en el espacio. Pensar. Misterios, enigmas que habían sido para ella, la mujer del cuadro, preguntas cardinales, si no las únicas, de una larga vida, forjada en la contemplación involuntaria del árbol y supeditada a la imposibilidad de dedicarse a ninguna otra cosa. Pero las preguntas que no se satisfacen con respuestas, reflexionó la mujer, dejan de serlo para convertirse en imágenes deformadas de oscuros laberintos interiores. El artista así lo había planeado; cada pincelada tenía la textura de un sueño y era percibida como un sistema matemático. La vida, purgada de cualquier movimiento espontáneo, estaba presa como una mosca en una gota de cera. Ese era el método utilizado para arrastrar los objetos y los sentimientos de la primera realidad a la segunda. La mujer del cuadro decidió que por ese camino no iba a ninguna parte. Alcanzó el roble y, por primera vez en su vida, tocó la rugosa corteza con la yema de los dedos. La respuesta no se hizo esperar.
—Gracias —gimieron las hojas del roble—. He anhelado este contacto toda mi vida. La espera se hizo eterna, pero finalmente he obtenido la perfecta recompensa.
La mujer del cuadro retiró la mano bruscamente, como si el contacto con el tronco la hubiera quemado. No había sido capaz de imaginar esa respuesta en todo el tiempo dedicado a la contemplación del roble. Nunca pensó que el árbol fuera una entidad animada, capaz de esperar y anhelar y obtener y agradecer; era solo un roble, un roble pintado. Pintado por una mano maestra, de acuerdo, pero solo un árbol pintado en una tela... ¿Qué había cambiado?
Se llevó la mano a la boca y suspiró. Tampoco tenía respuestas para esto, seguramente jamás las obtendría. ¿Qué soy yo, después de todo?, se dijo. ¿Soy acaso mucho más que el roble? Tal vez, incluso, sea menos. El roble habló usando el viento y el roce de las hojas. ¿Seré capaz de algo así? ¿Seré capaz de hablar? La mujer del cuadro se armó de coraje. Debo intentarlo, pensó; debo intentarlo.
—Amigo roble —dijo sin dificultad—, ¿qué le ocurre al universo? Hemos sido, durante siglos, las criaturas que el artista construyó moviendo el pincel sobre el lienzo, obediente a los dictados de su genio. La luz entró en el ojo, se transformó en energía y dio impulso a la mano. Somos eso. No más que eso. No obstante...
—No obstante —respondió el roble aprovechando la brisa que movía las hojas—, el artista ha muerto, ahora es solo un nombre grabado en el extremo inferior derecho del cuadro. Y henos aquí a nosotros, vivos, tal vez, por decirlo de algún modo, pensando y sintiendo, y seguramente inmortales.
La mujer no se permitió pensar en esas cosas; sintió la picazón de la curiosidad y prefirió a recorrer el trayecto que la separaba de la firma. El nombre grabado en el extremo inferior derecho del cuadro era su génesis y su razón de ser; el pintor era su padre y su Dios. Debía averiguar todo lo que fuera posible acerca de su existencia, vida, muerte.
Ese viaje, antes insospechado, la llenó de felicidad. Ni siquiera el lóbrego y abrupto pensamiento de que las cenizas del artista se hallaban diseminadas por todo el universo, en un millón de puntos sin marca, en huecos y filos, en abismos y longitudes, logró desanimarla.
Pero las distancias no eran lo que había imaginado; existe una peste llamada perspectiva y lo que parecía un sencillo ejercicio de dos o tres pasos se convirtió en una penosa travesía entre densos ocres y sienas empecinados. Avergonzada de su impulso, la mujer del cuadro evitó mirar hacia atrás; seguramente el roble se reía a carcajadas de su torpeza, pero ella no podía hacer otra cosa que seguir avanzando. Era como si un furioso viento la retuviera con sus robustos brazos invisibles, por lo que se veía forzada a librar una batalla milimétrica y extenuante. Se obligó a pensar en otra cosa. Las fuerzas secretas habían consentido que cambiara su posición en el cuadro al permitirle mover las manos y los pies a lo largo y a lo ancho de la tela. ¿Acaso no era ese gesto una perfecta demostración de que se acercaba el fin de los misterios? En ese mismo momento comprendió su error. Había luchado contra el trazo, desplazándose a contrapelo de las pinceladas. El artista había plasmado los contornos de las cosas obedeciendo al dictado de un concepto. ¿Quién era ella para cuestionar esa voluntad? Sin detenerse a pensar, se deslizó por las manchas y se dejó envolver por los reflejos que destellaban como microscópicos focos en la superficie de la tela. Los enigmas se abrieron con deslumbrante precisión. Bajó los ojos y la vio: la firma del artista flotaba invertida entre infinitas capas transparentes. Rotas y vencidas, nociones como arriba, abajo, de frente, de lado, habían dejado de tener sentido. El suelo era el cielo y por un momento el cuadro, el universo de la mujer pintada, desplegó sus nuevas características como si estas hubieran estado siempre ahí, agazapadas.
—Señora —dijeron los colores, con mil voces distintas, voces ocres y sienas, voces musgos y alheñas—. ¿Creyó usted por un momento que nuestro divino creador nos abandonaría?
La mujer del cuadro se estremeció, aterrada. Si cada color poseía una voz, si cada matiz era capaz de una palabra, sus posibilidades de no desaparecer disuelta en la marea eran nulas. Miró hacia atrás y divisó al roble inconmovible; la línea del horizonte, marcando neta el cuerpo inferior de la tela, separándolo dolorosamente del superior, definía sin dudar la realidad, como si eso, en efecto, fuera decisivo.
La mujer del cuadro sintió que el universo, el cuadro, giraba a su alrededor.
—¿Qué ocurre? —alcanzó a musitar.
Una voz cantarina, formada por el roce de un incalculable número de gotas de agua que habitaban en el arroyo, respondió con firmeza.
—Restauración.
—¿Restauración? —dijo la mujer—. ¿Eso significa lo que creo?
El arroyo debía su existencia al agua de los manantiales subterráneos. No había lluvias en el cuadro, no las había habido jamás; el artista no previó tal contingencia, no le pareció necesario. El cielo, que ocupaba la mitad superior de la tela, era rabiosamente azul, y las dos o tres nubes deshilachadas que el pintor había apenas insinuado no permitían suponer una tormenta.
—Significa exactamente eso —respondieron las gotas—. Una egresada de la escuela de arte comunal de Florencia está trabajando sobre el cuadro en este mismo momento. Se llama Lila Rosso.
—Muy apropiado —dijo la mujer. Y pensó que si los manantiales subterráneos podían alimentar al arroyo, los lagos helados eran los agentes del crecimiento y el color.
—Todos los organismos —dijo una voz nueva, desconocida, que salía de los cuatro ángulos del marco— comparten los mismos elementos básicos; solo varían las proporciones.
—¿Incluso cuando hablamos de un organismo ficticio? —La mujer del cuadro empezaba a disfrutar los cambios radicales que se producían en el entorno, y mucho más todavía de su inesperada participación.
—Un organismo crece —siguió la voz sin prestarle atención— si la materia nueva se acumula a un ritmo superior al del desgaste de la materia vieja. Eso es válido incluso cuando hablamos de óleos, acuarelas o acrílicos.
—¿Acrílicos?
—Dije acrílicos, en efecto. No me interrumpa. Cuando la formación de materia nueva alcanza el nivel de la desintegración de la materia vieja estamos ante la madurez del sistema.
—¿Y qué tiene que ver usted con eso? ¿Y yo?
—Nada. O todo, según se mire. Lo que hacemos es mantener en funcionamiento este proceso hasta que los elementos alcanzan el punto óptimo.
—Y usted, sea quien fuere, pretende asegurar que ese punto se alcanzó.
—Las pruebas están a la vista. ¿Acaso usted no se ha despegado de la pincelada que la retenía? ¿Acaso no habla y siente?
La mujer reflexionó. Lo que decía la voz era cierto. Pero le daba miedo. ¿Qué nuevos desafíos plantearía haberse desligado de la imagen original? ¿Estaba en condiciones de salir a deambular por el universo como si estuviera moviéndose por el rectángulo del cuadro? Era demasiado para ella. Y, no obstante, aquello no había ocurrido gratuitamente. Debía existir una razón para que los elementos del cuadro, despegados por Lila (así la había llamado la voz), adquirieran vida propia.
—¿Quién es usted? —dijo finalmente—, le pregunto por pura curiosidad.
La voz carraspeó y rió sordamente. Por lo visto le divertía mucho su condición, y más todavía la respuesta que le daría a la mujer del cuadro.
—Yo soy el autor de este cuento, el agente de su libertad, el que imaginó que sería divertido dar vida a la mujer del cuadro que vio una vez, cuando era un niño, la primera vez que lo llevaron al museo. Ya por entonces pensó en la importancia que tendría, para una imagen prisionera, sentirse dueña de sus pasos.
La mujer del cuadro vaciló, turbada. Y sintió que la misma turbación invadía al roble, las hojas, los colores, el arroyo y sus infinitas gotas de agua.
—Entonces —dijo finalmente, conteniendo el aliento—, esto es solo una ficción inventada por el escritor, esto no es real.
La voz se tomó su tiempo antes de contestar, pero cuando lo hizo sonó como si los cimientos mismos del universo se hubieran conmovido.
—¿Está segura? ¿Acaso alguien sabe con absoluta certeza qué es real y qué no lo es?
—Gracias —gimieron las hojas del roble—. He anhelado este contacto toda mi vida. La espera se hizo eterna, pero finalmente he obtenido la perfecta recompensa.
La mujer del cuadro retiró la mano bruscamente, como si el contacto con el tronco la hubiera quemado. No había sido capaz de imaginar esa respuesta en todo el tiempo dedicado a la contemplación del roble. Nunca pensó que el árbol fuera una entidad animada, capaz de esperar y anhelar y obtener y agradecer; era solo un roble, un roble pintado. Pintado por una mano maestra, de acuerdo, pero solo un árbol pintado en una tela... ¿Qué había cambiado?
Se llevó la mano a la boca y suspiró. Tampoco tenía respuestas para esto, seguramente jamás las obtendría. ¿Qué soy yo, después de todo?, se dijo. ¿Soy acaso mucho más que el roble? Tal vez, incluso, sea menos. El roble habló usando el viento y el roce de las hojas. ¿Seré capaz de algo así? ¿Seré capaz de hablar? La mujer del cuadro se armó de coraje. Debo intentarlo, pensó; debo intentarlo.
—Amigo roble —dijo sin dificultad—, ¿qué le ocurre al universo? Hemos sido, durante siglos, las criaturas que el artista construyó moviendo el pincel sobre el lienzo, obediente a los dictados de su genio. La luz entró en el ojo, se transformó en energía y dio impulso a la mano. Somos eso. No más que eso. No obstante...
—No obstante —respondió el roble aprovechando la brisa que movía las hojas—, el artista ha muerto, ahora es solo un nombre grabado en el extremo inferior derecho del cuadro. Y henos aquí a nosotros, vivos, tal vez, por decirlo de algún modo, pensando y sintiendo, y seguramente inmortales.
La mujer no se permitió pensar en esas cosas; sintió la picazón de la curiosidad y prefirió a recorrer el trayecto que la separaba de la firma. El nombre grabado en el extremo inferior derecho del cuadro era su génesis y su razón de ser; el pintor era su padre y su Dios. Debía averiguar todo lo que fuera posible acerca de su existencia, vida, muerte.
Ese viaje, antes insospechado, la llenó de felicidad. Ni siquiera el lóbrego y abrupto pensamiento de que las cenizas del artista se hallaban diseminadas por todo el universo, en un millón de puntos sin marca, en huecos y filos, en abismos y longitudes, logró desanimarla.
Pero las distancias no eran lo que había imaginado; existe una peste llamada perspectiva y lo que parecía un sencillo ejercicio de dos o tres pasos se convirtió en una penosa travesía entre densos ocres y sienas empecinados. Avergonzada de su impulso, la mujer del cuadro evitó mirar hacia atrás; seguramente el roble se reía a carcajadas de su torpeza, pero ella no podía hacer otra cosa que seguir avanzando. Era como si un furioso viento la retuviera con sus robustos brazos invisibles, por lo que se veía forzada a librar una batalla milimétrica y extenuante. Se obligó a pensar en otra cosa. Las fuerzas secretas habían consentido que cambiara su posición en el cuadro al permitirle mover las manos y los pies a lo largo y a lo ancho de la tela. ¿Acaso no era ese gesto una perfecta demostración de que se acercaba el fin de los misterios? En ese mismo momento comprendió su error. Había luchado contra el trazo, desplazándose a contrapelo de las pinceladas. El artista había plasmado los contornos de las cosas obedeciendo al dictado de un concepto. ¿Quién era ella para cuestionar esa voluntad? Sin detenerse a pensar, se deslizó por las manchas y se dejó envolver por los reflejos que destellaban como microscópicos focos en la superficie de la tela. Los enigmas se abrieron con deslumbrante precisión. Bajó los ojos y la vio: la firma del artista flotaba invertida entre infinitas capas transparentes. Rotas y vencidas, nociones como arriba, abajo, de frente, de lado, habían dejado de tener sentido. El suelo era el cielo y por un momento el cuadro, el universo de la mujer pintada, desplegó sus nuevas características como si estas hubieran estado siempre ahí, agazapadas.
—Señora —dijeron los colores, con mil voces distintas, voces ocres y sienas, voces musgos y alheñas—. ¿Creyó usted por un momento que nuestro divino creador nos abandonaría?
La mujer del cuadro se estremeció, aterrada. Si cada color poseía una voz, si cada matiz era capaz de una palabra, sus posibilidades de no desaparecer disuelta en la marea eran nulas. Miró hacia atrás y divisó al roble inconmovible; la línea del horizonte, marcando neta el cuerpo inferior de la tela, separándolo dolorosamente del superior, definía sin dudar la realidad, como si eso, en efecto, fuera decisivo.
La mujer del cuadro sintió que el universo, el cuadro, giraba a su alrededor.
—¿Qué ocurre? —alcanzó a musitar.
Una voz cantarina, formada por el roce de un incalculable número de gotas de agua que habitaban en el arroyo, respondió con firmeza.
—Restauración.
—¿Restauración? —dijo la mujer—. ¿Eso significa lo que creo?
El arroyo debía su existencia al agua de los manantiales subterráneos. No había lluvias en el cuadro, no las había habido jamás; el artista no previó tal contingencia, no le pareció necesario. El cielo, que ocupaba la mitad superior de la tela, era rabiosamente azul, y las dos o tres nubes deshilachadas que el pintor había apenas insinuado no permitían suponer una tormenta.
—Significa exactamente eso —respondieron las gotas—. Una egresada de la escuela de arte comunal de Florencia está trabajando sobre el cuadro en este mismo momento. Se llama Lila Rosso.
—Muy apropiado —dijo la mujer. Y pensó que si los manantiales subterráneos podían alimentar al arroyo, los lagos helados eran los agentes del crecimiento y el color.
—Todos los organismos —dijo una voz nueva, desconocida, que salía de los cuatro ángulos del marco— comparten los mismos elementos básicos; solo varían las proporciones.
—¿Incluso cuando hablamos de un organismo ficticio? —La mujer del cuadro empezaba a disfrutar los cambios radicales que se producían en el entorno, y mucho más todavía de su inesperada participación.
—Un organismo crece —siguió la voz sin prestarle atención— si la materia nueva se acumula a un ritmo superior al del desgaste de la materia vieja. Eso es válido incluso cuando hablamos de óleos, acuarelas o acrílicos.
—¿Acrílicos?
—Dije acrílicos, en efecto. No me interrumpa. Cuando la formación de materia nueva alcanza el nivel de la desintegración de la materia vieja estamos ante la madurez del sistema.
—¿Y qué tiene que ver usted con eso? ¿Y yo?
—Nada. O todo, según se mire. Lo que hacemos es mantener en funcionamiento este proceso hasta que los elementos alcanzan el punto óptimo.
—Y usted, sea quien fuere, pretende asegurar que ese punto se alcanzó.
—Las pruebas están a la vista. ¿Acaso usted no se ha despegado de la pincelada que la retenía? ¿Acaso no habla y siente?
La mujer reflexionó. Lo que decía la voz era cierto. Pero le daba miedo. ¿Qué nuevos desafíos plantearía haberse desligado de la imagen original? ¿Estaba en condiciones de salir a deambular por el universo como si estuviera moviéndose por el rectángulo del cuadro? Era demasiado para ella. Y, no obstante, aquello no había ocurrido gratuitamente. Debía existir una razón para que los elementos del cuadro, despegados por Lila (así la había llamado la voz), adquirieran vida propia.
—¿Quién es usted? —dijo finalmente—, le pregunto por pura curiosidad.
La voz carraspeó y rió sordamente. Por lo visto le divertía mucho su condición, y más todavía la respuesta que le daría a la mujer del cuadro.
—Yo soy el autor de este cuento, el agente de su libertad, el que imaginó que sería divertido dar vida a la mujer del cuadro que vio una vez, cuando era un niño, la primera vez que lo llevaron al museo. Ya por entonces pensó en la importancia que tendría, para una imagen prisionera, sentirse dueña de sus pasos.
La mujer del cuadro vaciló, turbada. Y sintió que la misma turbación invadía al roble, las hojas, los colores, el arroyo y sus infinitas gotas de agua.
—Entonces —dijo finalmente, conteniendo el aliento—, esto es solo una ficción inventada por el escritor, esto no es real.
La voz se tomó su tiempo antes de contestar, pero cuando lo hizo sonó como si los cimientos mismos del universo se hubieran conmovido.
—¿Está segura? ¿Acaso alguien sabe con absoluta certeza qué es real y qué no lo es?
*Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires el 28 de septiembre de 1947. Entre otros, publicó los siguientes libros: Cuerpos descartables (1985). Las Cruzadas (2006), El universo de la ciencia ficción (2006), Espejos en fuga (2009), Sociedades secretas de la historia argentina (2010), Vuelos (2011), Avatares de un escarabajo pelotero (2017), Otro camino (2017), La quinta fase de la Luna (2018), El juego del tiempo (2018), Cuerpos descartados (2019) y Carne verdadera (2021). Ha compilado una veintena de antologías, entre las que se destacan Ficciones en los 64 cuadros (2004), Mañanas en sombras (2005), Ficciones en diez tiempos (2011), Tricentenario (2012), Todo el país en un libro (2014), Cien páginas de amor (2015), Minimalismos (2015), Peón envenenado (2016) y Espacio austral (2016).