La promesa
Rafael Hernández Barba
Era fin de semana y debería haber un par de médicos responsables, pero esa noche, al único titular le cayó una antigua amiga de la Procuraduría y se lo llevó a tomar unos tragos. El legista titulado dejó al practicante como encargado del lugar tan sólo con un no me tardo.
Una vez solo, el muchacho fue directo a la plancha de necropsias, donde acababan de depositar el cadáver de una mujer joven hacía unos minutos. Se disponía a preparar el cuerpo para que el legista titular procediera con la necropsia de ley a su regreso. Con las tijeras en la mano para cortar sus prendas, la miró con una mezcla de incomodidad y asombro. Respiró profundo, retiró el vestido. Luego pasó su palma por la espalda de ella. —¿Me permites?— se sonrojó al reparar que le hablaba a la muerta. Desabrochó el sostén y sus pupilas se dilataron cuando miró en detalle sus aureolas. Sus latidos se aceleraron al quitar las medias y dejar al descubierto unas pantaletas negras con encaje. Con la punta de los dedos, deslizó la última prenda fuera de las piernas blancas, dóciles, tersas. —¿Me la puedo quedar?-- metió la prenda en la bolsa de la bata. Mucho tiempo estuvo mirando el cuerpo desnudo. Sin reflexionar lo que hacía, sus yemas empezaron a acariciar la protuberancia de la vulva, y no se detuvieron hasta llegar muy adentro. Con la respiración agitada, el muchacho se retiró para poner el seguro a la puerta: regresó sin ropa. Levantó en vilo el cuerpo laxo de la joven para penetrarlo.
El hombre hizo el amor a esa entidad sin alma, como no lo había hecho ni lo haría jamás. La besó, la acurrucó, le transmitió calor. En la cúspide de su euforia, hasta llegó a sentir que esa mujer joven, hermosa y esbelta, pero muerta, reaccionaba a sus caricias y producía su propio calor. Este pensamiento lo excitó hasta alcanzar el clímax. Entre empellones de su pelvis, el hombre sintió brotar la humedad desde sus gónadas. En ese momento, su orgasmo se interrumpió por el grito asfixiado de una boca y garganta abiertas en el intento agónico de jalar aire.
El muchacho lanzó un alarido al darse cuenta que el cuerpo que hasta hace unos momentos yacía inerte entre sus brazos, respiraba, se movía, regresaba a la vida. Quiso correr, pero su pensamiento cuadrado al razonamiento científico buscó explicaciones a la velocidad de la luz. Sabía que los reflejos nerviosos podían mover extremidades. Que la acumulación de gases en la cavidad abdominal “levantaban” a los cadáveres. Recordó a los rescatistas principiantes que trajeron el cuerpo de la mujer, pudieron declarar la muerte clínica por equivocación. Los segundos que le llevó hacer estas cavilaciones le dieron tiempo para comprobar la única certeza de la noche: la mujer estaba viva.
Entre sollozos, la chica miraba a su alrededor, no entendía dónde estaba ni cómo había llegado allí. Le lastimaba la frialdad de la plancha y la hostilidad del lugar. Se descubrió desnuda, y la vergüenza la hizo llorar con fuerza. El estudiante trajo sábanas para cubrirla y trató de consolarla:
―No temas, ya estás bien— se dio cuenta que ella temblaba. Acercó una silla y abrió el termo donde guardaba el café que le ayudaba a pasar la noche. Sirvió el líquido caliente y continuó ―Aquí estás segura. Me llamo Sergio, soy residente de Medicina Forense. Te va a parecer increíble, pero entraste aquí declarada muerta.
La mujer miraba con recelo a su interlocutor. ¿Habría sido drogada?, ¿sería un secuestro? Él continuó ― ¿No te parece extraño?— Ella no contestó.
Luego de un rato, la joven respiraba tranquila, la lucidez casi había regresado a su mente. Miraba el café y sostenía la taza entre sus manos. Por fin se atrevió a decir:
―Me llamo Irene. No estoy tan sorprendida de estar aquí ni de lo que dices. No es la primera vez que sé de algo así. Creo que soy cataléptica. Mi madre me contaba que la abuela había muerto y en pleno velorio se levantó de la caja y pidió de comer. Nunca creí esa historia, hasta hoy.
Irene ya no se creía víctima, sino hasta un poco culpable de la situación. De nuevo, una larga pausa se abrió entre ambos. La mujer comenzó a recordar, como entre sueños, que lo había visto vestirse a toda prisa. Instintivamente se llevó la mano al pubis y en su mente se instaló la sensación de haber sido abusada:
―¿Dónde está mi ropa? Quiero irme de aquí.
―Tranquilízate. No te pasará nada. Llamaré una ambulancia.
―Déjame ir. No diré nada…— La mirada fría de Irene se clavó en los ojos de Sergio. ―Guardaré tu secreto.
Las palabras “tu secreto” resonaron en la cabeza de Sergio ¿Cómo explicaría la ausencia de un cuerpo al legista? Sergio sabía que no era una desconocida, los paramédicos reportaron su nombre a partir de varias identificaciones. Conocía los protocolos, sabía que se harían preguntas, indagaciones, peritajes. No podría ocultar por más tiempo su secreto.
Lejos de la mirada de Irene, Sergio abrió una gaveta, sacó el frasco con la etiqueta: Ácido Cianhídrico (Pureza del 95%). Vertió un poco del contenido en la taza, calculando la dosis necesaria y endulzó con tres cucharadas de azúcar. De regreso, tomó la ropa de Irene con una mano y la apretó contra su pecho, como si condicionara su entrega:
―Está bien, te puedes ir. Pero quiero asegurarme de que estarás bien, toma este analgésico para evitar el dolor muscular— el joven le extendió la mano con un blíster de tabletas; ella tomó una y la ingirió con un trago de café.
En pocos segundos, la mujer comenzó a sentir espasmos y a retorcerse de dolor. Aterrada, Lucía se dio cuenta que se estaba muriendo. El futuro forense, se acercó al oído de la moribunda para musitar ―Yo también prometo no decir a nadie lo que pasó aquí.
Una vez solo, el muchacho fue directo a la plancha de necropsias, donde acababan de depositar el cadáver de una mujer joven hacía unos minutos. Se disponía a preparar el cuerpo para que el legista titular procediera con la necropsia de ley a su regreso. Con las tijeras en la mano para cortar sus prendas, la miró con una mezcla de incomodidad y asombro. Respiró profundo, retiró el vestido. Luego pasó su palma por la espalda de ella. —¿Me permites?— se sonrojó al reparar que le hablaba a la muerta. Desabrochó el sostén y sus pupilas se dilataron cuando miró en detalle sus aureolas. Sus latidos se aceleraron al quitar las medias y dejar al descubierto unas pantaletas negras con encaje. Con la punta de los dedos, deslizó la última prenda fuera de las piernas blancas, dóciles, tersas. —¿Me la puedo quedar?-- metió la prenda en la bolsa de la bata. Mucho tiempo estuvo mirando el cuerpo desnudo. Sin reflexionar lo que hacía, sus yemas empezaron a acariciar la protuberancia de la vulva, y no se detuvieron hasta llegar muy adentro. Con la respiración agitada, el muchacho se retiró para poner el seguro a la puerta: regresó sin ropa. Levantó en vilo el cuerpo laxo de la joven para penetrarlo.
El hombre hizo el amor a esa entidad sin alma, como no lo había hecho ni lo haría jamás. La besó, la acurrucó, le transmitió calor. En la cúspide de su euforia, hasta llegó a sentir que esa mujer joven, hermosa y esbelta, pero muerta, reaccionaba a sus caricias y producía su propio calor. Este pensamiento lo excitó hasta alcanzar el clímax. Entre empellones de su pelvis, el hombre sintió brotar la humedad desde sus gónadas. En ese momento, su orgasmo se interrumpió por el grito asfixiado de una boca y garganta abiertas en el intento agónico de jalar aire.
El muchacho lanzó un alarido al darse cuenta que el cuerpo que hasta hace unos momentos yacía inerte entre sus brazos, respiraba, se movía, regresaba a la vida. Quiso correr, pero su pensamiento cuadrado al razonamiento científico buscó explicaciones a la velocidad de la luz. Sabía que los reflejos nerviosos podían mover extremidades. Que la acumulación de gases en la cavidad abdominal “levantaban” a los cadáveres. Recordó a los rescatistas principiantes que trajeron el cuerpo de la mujer, pudieron declarar la muerte clínica por equivocación. Los segundos que le llevó hacer estas cavilaciones le dieron tiempo para comprobar la única certeza de la noche: la mujer estaba viva.
Entre sollozos, la chica miraba a su alrededor, no entendía dónde estaba ni cómo había llegado allí. Le lastimaba la frialdad de la plancha y la hostilidad del lugar. Se descubrió desnuda, y la vergüenza la hizo llorar con fuerza. El estudiante trajo sábanas para cubrirla y trató de consolarla:
―No temas, ya estás bien— se dio cuenta que ella temblaba. Acercó una silla y abrió el termo donde guardaba el café que le ayudaba a pasar la noche. Sirvió el líquido caliente y continuó ―Aquí estás segura. Me llamo Sergio, soy residente de Medicina Forense. Te va a parecer increíble, pero entraste aquí declarada muerta.
La mujer miraba con recelo a su interlocutor. ¿Habría sido drogada?, ¿sería un secuestro? Él continuó ― ¿No te parece extraño?— Ella no contestó.
Luego de un rato, la joven respiraba tranquila, la lucidez casi había regresado a su mente. Miraba el café y sostenía la taza entre sus manos. Por fin se atrevió a decir:
―Me llamo Irene. No estoy tan sorprendida de estar aquí ni de lo que dices. No es la primera vez que sé de algo así. Creo que soy cataléptica. Mi madre me contaba que la abuela había muerto y en pleno velorio se levantó de la caja y pidió de comer. Nunca creí esa historia, hasta hoy.
Irene ya no se creía víctima, sino hasta un poco culpable de la situación. De nuevo, una larga pausa se abrió entre ambos. La mujer comenzó a recordar, como entre sueños, que lo había visto vestirse a toda prisa. Instintivamente se llevó la mano al pubis y en su mente se instaló la sensación de haber sido abusada:
―¿Dónde está mi ropa? Quiero irme de aquí.
―Tranquilízate. No te pasará nada. Llamaré una ambulancia.
―Déjame ir. No diré nada…— La mirada fría de Irene se clavó en los ojos de Sergio. ―Guardaré tu secreto.
Las palabras “tu secreto” resonaron en la cabeza de Sergio ¿Cómo explicaría la ausencia de un cuerpo al legista? Sergio sabía que no era una desconocida, los paramédicos reportaron su nombre a partir de varias identificaciones. Conocía los protocolos, sabía que se harían preguntas, indagaciones, peritajes. No podría ocultar por más tiempo su secreto.
Lejos de la mirada de Irene, Sergio abrió una gaveta, sacó el frasco con la etiqueta: Ácido Cianhídrico (Pureza del 95%). Vertió un poco del contenido en la taza, calculando la dosis necesaria y endulzó con tres cucharadas de azúcar. De regreso, tomó la ropa de Irene con una mano y la apretó contra su pecho, como si condicionara su entrega:
―Está bien, te puedes ir. Pero quiero asegurarme de que estarás bien, toma este analgésico para evitar el dolor muscular— el joven le extendió la mano con un blíster de tabletas; ella tomó una y la ingirió con un trago de café.
En pocos segundos, la mujer comenzó a sentir espasmos y a retorcerse de dolor. Aterrada, Lucía se dio cuenta que se estaba muriendo. El futuro forense, se acercó al oído de la moribunda para musitar ―Yo también prometo no decir a nadie lo que pasó aquí.