La rosa rota
María del Carmen Macedo Odilón*
Las niñas nos descubren bajo la escalera, unas huyen al baño a esconderse y otras nos acusan con la prefecta. Quince minutos de escucharla decir que esas son majaderías, que estamos mal de la cabeza y que a la próxima habrá citatorios a la dirección, pero a mí me vale. Mi papá siempre dice que en la vida hay que portarse como hombrecito, y yo me esfuerzo por serlo. Calzones blancos, floreados y negros; tan metidos que parecen hilos perdidos en medio de las nalgas. Culpa de las niñas por no usar short. Esta tarde me la tengo que jalar.
A la salida, mi papá viene por mí. No pudo escoger peor momento; la prefecta metiche platica con mi asesor, el profe Sergio, quien presume una rosa blanca en el ojal de su saco azul y un apretado pantalón beige. Apesta a perfume, hasta parece que fuera a dar el discurso en una boda. A su lado solo destaca más mi papá: chamarra y botas negras, pantalones de mezclilla con hoyos y manchas de grasa; hombre entre hombres. Lo acorralan.
—Voy a comprar unos chetos, mientras —digo para no oír el chisme de la vieja.
A lo lejos, mi papá se ríe. La prefecta hace corajes y niega con la cabeza, el profe Sergio sacude mucho las manos cuando habla, seguro se le antoja mi papá. Voy de rápido a la tiendita por dos cocas para el camino.
A mi regreso ya no está la prefecta. El profe Sergio se lleva el índice a la mejilla cuando escucha. Mi papá ha de sentir asco. Entrego el refresco, papá lo abre y el chorro de coca sale disparado. El profe Sergio chilla y pega un brinco para no mancharse la ropa, mi papá se burla y le dice que no exagere. Se seca la mano en la playera y le da de palmaditas en la espalda, luego lo abraza tan fuerte que hasta le saca el aire. El profe Sergio le pide, entre risas agudas, que lo suelte y luego le susurra al oído. Cuando se separan, la rosa cae al suelo. Mi papá se burla; lo imito, el profe Sergio me mira; me callo.
Los eructos interrumpen la plática rumbo a casa. En eso mi papá se pinta solo, puede decir el abecedario y soltar unos tan ruidosos que hasta la casa retumba, pero ya no lo hace por no molestar a mi hermana. Tampoco le gustaba a mi mamá. Frente al zaguán, papá dice que me calme en la escuela y que por un rato no me ponga bajo las escaleras, que es normal que a esta edad los hombrecitos como yo hagamos eso, pero que le baje para que no tengan que llamarlo a junta.
—Pa’, a la prefecta hasta se le caía la baba por verte.
—Y a tu maestro igual, Brando.
Mi papá huele a perfume, le pregunto por el abrazo al profe Sergio.
—No lo había visto en años, pero está igualito el wey, con todo y florecitas. Bien pinche ridículo.
El profe Sergio es el único que nos habla por nuestro nombre: para él soy Brando y no «joven» como el resto de los maestros, ni «el hermano de» o «el hijo de, ay, perdón». Siempre usa camisa, saco y carga una bolsa grande que parece de mujer. Como que en su tiempo nadie le enseñó a portarse como hombrecito.
—Pero es buen pedo, tu mamá me lo presentó, era casi su mejor amiga.
Oigo a mi papá contar anécdotas de fiestas y viajes en moto, de noches de campamento, de bañarse en ríos y dormir bajo una noche de estrellas y nubes de mota. No me lo creo.
Llegamos a casa. A esta hora, mi hermana deber estar con uno de sus weyes, o sepa la bola a dónde se fue. En la mesa hay unas rosas blancas que se aplastan por un peluche todo culero y unos Ferrero. Mi papá dice que va a pistear con sus compas. Tengo la casa para mí solo.
Busco bolillos, jamón, queso y chiles. Preparo una charola con todo lo que me encuentro para comer después; destapo una chela y meto una rosa en la botella, la pura finura. Llego a mi cuarto, pongo el pasador, cierro la cortina y enciendo la compu. Busco los pañuelos, me lavo las manos y me quito el uniforme de secundaria. La cama está fría.
A lo lejos escucho la canción favorita de mi mamá. «Solo tú…». Me estiro y agarro la rosa, como las que antes llenaban el florero del comedor que ya no se usa. «Solo tú que conoces mi forma de sentir…» Suspiro las palabras que acabé por aprenderme a base de repeticiones. «Mi forma de reír…» Ya no me aguanto y aprovecho el aumento de volumen para cantar a todo pulmón con la rosa de micrófono. «Y hasta mi forma de llorar…» Aprieto tanto la rosa que el tallo se truena en mis dedos y me encajo una espina. La sangre mancha un par de pétalos, como las marcas del bile que mi mamá solía dejarme en la mejilla. «Solo tú sabes a dónde voy…» Cierro los ojos y me concentro en un público de niñas que me enseñan sus chichis, calzones y tangas de todos colores, pero no funciona. «Solo tú sabes muy bien quién soy…» En el centro del escenario aparece el profe Sergio. «Solo tú...» Llena mi fantasía con su perfume y el eco de sus labios diciendo: «Brando», «Brando», «Brando». Extiendo ante él la rosa rota manchada de mí, él la toma, aspira el aroma que le queda y la besa. Después la coloca en su ojal sin dejar de mirarme.
Nos vemos cobijados por estrellas que solo brillan para hombrecitos como nosotros y se reflejan en el río donde en secreto no dejaré de bañarme.
Esta tarde me la voy a jalar.
A la salida, mi papá viene por mí. No pudo escoger peor momento; la prefecta metiche platica con mi asesor, el profe Sergio, quien presume una rosa blanca en el ojal de su saco azul y un apretado pantalón beige. Apesta a perfume, hasta parece que fuera a dar el discurso en una boda. A su lado solo destaca más mi papá: chamarra y botas negras, pantalones de mezclilla con hoyos y manchas de grasa; hombre entre hombres. Lo acorralan.
—Voy a comprar unos chetos, mientras —digo para no oír el chisme de la vieja.
A lo lejos, mi papá se ríe. La prefecta hace corajes y niega con la cabeza, el profe Sergio sacude mucho las manos cuando habla, seguro se le antoja mi papá. Voy de rápido a la tiendita por dos cocas para el camino.
A mi regreso ya no está la prefecta. El profe Sergio se lleva el índice a la mejilla cuando escucha. Mi papá ha de sentir asco. Entrego el refresco, papá lo abre y el chorro de coca sale disparado. El profe Sergio chilla y pega un brinco para no mancharse la ropa, mi papá se burla y le dice que no exagere. Se seca la mano en la playera y le da de palmaditas en la espalda, luego lo abraza tan fuerte que hasta le saca el aire. El profe Sergio le pide, entre risas agudas, que lo suelte y luego le susurra al oído. Cuando se separan, la rosa cae al suelo. Mi papá se burla; lo imito, el profe Sergio me mira; me callo.
Los eructos interrumpen la plática rumbo a casa. En eso mi papá se pinta solo, puede decir el abecedario y soltar unos tan ruidosos que hasta la casa retumba, pero ya no lo hace por no molestar a mi hermana. Tampoco le gustaba a mi mamá. Frente al zaguán, papá dice que me calme en la escuela y que por un rato no me ponga bajo las escaleras, que es normal que a esta edad los hombrecitos como yo hagamos eso, pero que le baje para que no tengan que llamarlo a junta.
—Pa’, a la prefecta hasta se le caía la baba por verte.
—Y a tu maestro igual, Brando.
Mi papá huele a perfume, le pregunto por el abrazo al profe Sergio.
—No lo había visto en años, pero está igualito el wey, con todo y florecitas. Bien pinche ridículo.
El profe Sergio es el único que nos habla por nuestro nombre: para él soy Brando y no «joven» como el resto de los maestros, ni «el hermano de» o «el hijo de, ay, perdón». Siempre usa camisa, saco y carga una bolsa grande que parece de mujer. Como que en su tiempo nadie le enseñó a portarse como hombrecito.
—Pero es buen pedo, tu mamá me lo presentó, era casi su mejor amiga.
Oigo a mi papá contar anécdotas de fiestas y viajes en moto, de noches de campamento, de bañarse en ríos y dormir bajo una noche de estrellas y nubes de mota. No me lo creo.
Llegamos a casa. A esta hora, mi hermana deber estar con uno de sus weyes, o sepa la bola a dónde se fue. En la mesa hay unas rosas blancas que se aplastan por un peluche todo culero y unos Ferrero. Mi papá dice que va a pistear con sus compas. Tengo la casa para mí solo.
Busco bolillos, jamón, queso y chiles. Preparo una charola con todo lo que me encuentro para comer después; destapo una chela y meto una rosa en la botella, la pura finura. Llego a mi cuarto, pongo el pasador, cierro la cortina y enciendo la compu. Busco los pañuelos, me lavo las manos y me quito el uniforme de secundaria. La cama está fría.
A lo lejos escucho la canción favorita de mi mamá. «Solo tú…». Me estiro y agarro la rosa, como las que antes llenaban el florero del comedor que ya no se usa. «Solo tú que conoces mi forma de sentir…» Suspiro las palabras que acabé por aprenderme a base de repeticiones. «Mi forma de reír…» Ya no me aguanto y aprovecho el aumento de volumen para cantar a todo pulmón con la rosa de micrófono. «Y hasta mi forma de llorar…» Aprieto tanto la rosa que el tallo se truena en mis dedos y me encajo una espina. La sangre mancha un par de pétalos, como las marcas del bile que mi mamá solía dejarme en la mejilla. «Solo tú sabes a dónde voy…» Cierro los ojos y me concentro en un público de niñas que me enseñan sus chichis, calzones y tangas de todos colores, pero no funciona. «Solo tú sabes muy bien quién soy…» En el centro del escenario aparece el profe Sergio. «Solo tú...» Llena mi fantasía con su perfume y el eco de sus labios diciendo: «Brando», «Brando», «Brando». Extiendo ante él la rosa rota manchada de mí, él la toma, aspira el aroma que le queda y la besa. Después la coloca en su ojal sin dejar de mirarme.
Nos vemos cobijados por estrellas que solo brillan para hombrecitos como nosotros y se reflejan en el río donde en secreto no dejaré de bañarme.
Esta tarde me la voy a jalar.
*Bibliotecóloga, egresada de Creación Literaria y estudiante de Lengua y Literaturas Hispánicas. Integrante del consejo editorial de la revista Palabrijes, el placer de la lengua y del Comité de «Imaginarias», Premio Nacional para Mujeres Cuentistas de Ciencia Ficción 2022. Ha publicado en Editorial Escalante; IV antología de cuento de Escritoras Mexicanas; Ágora; Palabrijes; Acuarela humanística; Punto de partida; LIJ Ibero; Nocturnario; Cuentística; Red Universitaria de Mujeres Escritoras; Clan de letras Elementum; Espejo humeante; Katabasis, y muchas más. Huidiza, noctámbula y loca de los gatos. Tercer lugar en el Premio Nacional al Estudiante Universitario 2022 en la categoría Relato Luis Arturo Ramos por la Universidad Veracruzana con el texto «De noche a noche».