La triste cebolla
Fausto Leyva
¿Con todo, güero? Me resulta muy incómodo responder públicamente a esta pregunta, pues dentro de las sagradas tradiciones de la comida mexicana y otras barbaridades, uno debe hacer frente a cuanta circunstancia se le presente y aceptar lo que vengan sin negativa alguna, no echar un solo paso atrás, dirían los viejos adagios, prohibido rajarse. Y la verdad es: que no me gusta la cebolla, la detesto, me provoca las peores arcadas que he sentido en mi vida, ni en un estado grave de intoxicación alcohólica he sentido tal furia del vómito como cuando muerdo un pequeño pedazo de cebolla.
Esta plantita, conocida científicamente como allium cepa, venida desde la lejana y antigua Asia e impuesta por los españoles durante la conquista en Latinoamérica —quizá por eso mi renuencia a dicha herbácea—, ha sido incluida en casi toda la comida mexicana. Difícilmente uno se puede imaginar algún guisado que no contenga cebolla, pues está presente hasta en los dulces, no miento: cierto restaurante vegano ofrece un pastel de zanahoria con cebolla caramelizada. Ahí la tragedia de quienes no podemos ni queremos comer cebolla, ni un pastel nos lo pueden dejar en paz.
Cabe aclarar que la cebolla molida en las salsas y caldos, o en cualquier otra forma de guiso en donde uno no se pueda percatar que existe tal planta, puede resultar bastante tolerable a la hora de ingerir los sagrados alimentos, siempre y cuando el sabor de la misma no prepondere. Cierta vez, durante mi infancia, una vecina me invitó a comer, sirvió un plato de sopa blanca. Una especie de crema. Estaba caliente, por lo que distinguir el sabor no resultaba sencillo, varias cucharadas después el sabor se tornó familiar pero no identificable, había algo que no me gustaba pero no lo suficiente como para dejar de comerla, incluso cuando me terminé el plato, la vieja vecina me ofreció un poco más de crema; por un segundo dudé en aceptar, entonces pregunté de qué era la sopa, su respuesta me dejó helado por unos segundos: de cebolla. Algo le pasó a mi cerebro, pues apenas asimilé lo que ya me había tragado, el sabor que aún se guardaba en mi paladar, se intensificó tanto que vomité durante tres días y sus noches, no daba crédito a ello, incluso llegué a decirle a mi madre que la vecina había intentado envenenarme en venganza por los vidrios rotos de sus ventanas a causa de mis largas horas de juego con una pelota de béisbol. Desde este evento he pensado que mi problema es una alergia del subconsciente del gusto.
Reusarse a comer cebolla es tan parecido a decir públicamente que se es satánico, fascista y/o extraterrestre. Las personas congregadas en los puestos de garnachas al escuchar la frase sin cebolla, voltean a verlo a uno con la extrañeza que produce algo que no pueden entender, murmuran a sus adentros preguntándose cómo es posible que me niegue a tan suculento manjar. No aceptan que uno desprecie ese dorado perfecto que le dan a las rodajas o cebollitas de cambray en los tacos, y creo entenderlos, pero la textura viscosa que adquiere me causa tal repugnancia y el enervate aroma que viene de ella, me marea. Incluso me es desagradable en su estado natural, ese blanco verduzco que se intenta mezclar con el resto de los ingredientes de un delicioso taco, me causa problemas de ansiedad. Pobre de mi madre, durante muchos años la he tenido sorteando batallas en la cocina para hacerme comidas en donde pueda evitar el uso de la cebolla, bendita ella. En la calle he tenido que librar mis propias luchas, pues no falta el malnacido que, como ferviente y sádico evangelizador, le echa llorona[1] como si yo hubiera rogado por más, y ahí me tienen: metiendo cucharas, palillos y dedos para quitar la desagradable presencia blanquecina de la cebolla. Quizá sería más fácil que mejor no me lo comiera, pero a veces es tanta el hambre; y también podría exigir que me sirvieran otro taco, pero ya me ha costado mentadas y golpes por exigir mi derecho a no consumir allium cepa.
Que estas líneas sean mi manifiesto, mi molestia expresada, mi declaración de guerra contra la imposición de comer cebolla en todo lo que hay para comer en el mundo. Estoy seguro que no soy el primero ni el único antiallium cepa. Que sepan que existimos, que somos una minoría que está cansada del abuso y la humillación de las mayorías, que respeten nuestra libre ingesta de alimentos, que lo entiendan, todos los establecimientos de comestibles: ¡sin cebolla! Es ¡sin cebolla!
Si después de todo lo dicho aquí, muero, hago responsable a mi taquero, pues seguramente no leyó esto y yo tenía mucha hambre.
[1] Término coloquial para referirse a la cebolla. Viene del efecto que causa en los ojos, llorar, al picar dicha planta. De ahí, también, el nombre de este lamentable ensayo, ¿cómo es posible que nos atrevamos a ingerir algo que nos hace llorar? Es muy triste realmente.
Esta plantita, conocida científicamente como allium cepa, venida desde la lejana y antigua Asia e impuesta por los españoles durante la conquista en Latinoamérica —quizá por eso mi renuencia a dicha herbácea—, ha sido incluida en casi toda la comida mexicana. Difícilmente uno se puede imaginar algún guisado que no contenga cebolla, pues está presente hasta en los dulces, no miento: cierto restaurante vegano ofrece un pastel de zanahoria con cebolla caramelizada. Ahí la tragedia de quienes no podemos ni queremos comer cebolla, ni un pastel nos lo pueden dejar en paz.
Cabe aclarar que la cebolla molida en las salsas y caldos, o en cualquier otra forma de guiso en donde uno no se pueda percatar que existe tal planta, puede resultar bastante tolerable a la hora de ingerir los sagrados alimentos, siempre y cuando el sabor de la misma no prepondere. Cierta vez, durante mi infancia, una vecina me invitó a comer, sirvió un plato de sopa blanca. Una especie de crema. Estaba caliente, por lo que distinguir el sabor no resultaba sencillo, varias cucharadas después el sabor se tornó familiar pero no identificable, había algo que no me gustaba pero no lo suficiente como para dejar de comerla, incluso cuando me terminé el plato, la vieja vecina me ofreció un poco más de crema; por un segundo dudé en aceptar, entonces pregunté de qué era la sopa, su respuesta me dejó helado por unos segundos: de cebolla. Algo le pasó a mi cerebro, pues apenas asimilé lo que ya me había tragado, el sabor que aún se guardaba en mi paladar, se intensificó tanto que vomité durante tres días y sus noches, no daba crédito a ello, incluso llegué a decirle a mi madre que la vecina había intentado envenenarme en venganza por los vidrios rotos de sus ventanas a causa de mis largas horas de juego con una pelota de béisbol. Desde este evento he pensado que mi problema es una alergia del subconsciente del gusto.
Reusarse a comer cebolla es tan parecido a decir públicamente que se es satánico, fascista y/o extraterrestre. Las personas congregadas en los puestos de garnachas al escuchar la frase sin cebolla, voltean a verlo a uno con la extrañeza que produce algo que no pueden entender, murmuran a sus adentros preguntándose cómo es posible que me niegue a tan suculento manjar. No aceptan que uno desprecie ese dorado perfecto que le dan a las rodajas o cebollitas de cambray en los tacos, y creo entenderlos, pero la textura viscosa que adquiere me causa tal repugnancia y el enervate aroma que viene de ella, me marea. Incluso me es desagradable en su estado natural, ese blanco verduzco que se intenta mezclar con el resto de los ingredientes de un delicioso taco, me causa problemas de ansiedad. Pobre de mi madre, durante muchos años la he tenido sorteando batallas en la cocina para hacerme comidas en donde pueda evitar el uso de la cebolla, bendita ella. En la calle he tenido que librar mis propias luchas, pues no falta el malnacido que, como ferviente y sádico evangelizador, le echa llorona[1] como si yo hubiera rogado por más, y ahí me tienen: metiendo cucharas, palillos y dedos para quitar la desagradable presencia blanquecina de la cebolla. Quizá sería más fácil que mejor no me lo comiera, pero a veces es tanta el hambre; y también podría exigir que me sirvieran otro taco, pero ya me ha costado mentadas y golpes por exigir mi derecho a no consumir allium cepa.
Que estas líneas sean mi manifiesto, mi molestia expresada, mi declaración de guerra contra la imposición de comer cebolla en todo lo que hay para comer en el mundo. Estoy seguro que no soy el primero ni el único antiallium cepa. Que sepan que existimos, que somos una minoría que está cansada del abuso y la humillación de las mayorías, que respeten nuestra libre ingesta de alimentos, que lo entiendan, todos los establecimientos de comestibles: ¡sin cebolla! Es ¡sin cebolla!
Si después de todo lo dicho aquí, muero, hago responsable a mi taquero, pues seguramente no leyó esto y yo tenía mucha hambre.
[1] Término coloquial para referirse a la cebolla. Viene del efecto que causa en los ojos, llorar, al picar dicha planta. De ahí, también, el nombre de este lamentable ensayo, ¿cómo es posible que nos atrevamos a ingerir algo que nos hace llorar? Es muy triste realmente.
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