Límites
David Rubio Esquivel
Lo sé, sonará macabro, y probablemente lo es, pero he aquí mi confesión: me gusta besar a los muertos. Que mi trabajo esté en la morgue sólo es una afortunada coincidencia que me deparaba el heredar el negocio familiar. Cuando niño miraba pasar los cadáveres frente a mí en las camillas que papá usaba para transportarlos: mujeres, viejos, hombres y niños sin vida, inmutables, sumidos en el profundo sueño de la muerte, por siempre. Papá me enseñó qué era lo que debía hacer con los cuerpos. Esto es para rellenarlos, decía señalándome una pila de algodón blanco, pero primero debes aprender a desangrarlos, quitarles los órganos restantes, limpiarlos, afeitarlos… La lista de deberes seguía, interminable, pero con el tiempo aprendí la importancia de cada paso, llegando a manejar con completa exactitud mi labor de embalsamador.
Me gusta cuando llegan mujeres; no demasiado jóvenes, pero tampoco tan ancianas, digamos un punto intermedio entre ambas. Una mujer muerta, entera, de cuerpo pálido y labios azules, esa es mi idea de la cita perfecta. El proceso de embalsamamiento en ese momento se convierte en una oda al erotismo, en el que el cuerpo de la difunta adquiere los atributos de una persona viva por instantes; así, mientras paso mis dedos sobre la piel del cadáver imagino cómo debió ser la voz de aquella señorita cuyos párpados se han cerrado sobre unos ojos opacos, sin vida.
¿Qué si alguna vez he besado? Sólo cadáveres, por supuesto, y siempre con mucho respeto, intentando no rebasar la delgada línea que separa el amor del morbo. Tiendo a centrarme en las caras antes que en los cuerpos, cuidando siempre cada detalle antes del beso, limpiando aquí y allá, ruborizando y maquillando cada imperfección o trozo de piel o carne desprendida que pueda alejarme de mi hermosa fantasía. Luego, al llegar el momento del beso, soy yo quien da el primer y el último paso, abstrayéndome de la realidad mientras poso lentamente mis labios en la pálida abertura del cadáver, desprovista de todo color y calor humanos. En ese momento, mientras el beso ocurre, mi imaginación le devuelve la vida a la difunta, que me agradece ese último gesto de amor puro antes de despedirse definitivamente de su cuerpo. A veces las visiones son tan vividas que las lágrimas se me saltan de los ojos, manchando de agua salada el rostro de mi querida embalsamada.
¿Sexo? ¡Por supuesto que no! No soy un degenerado. Como ya he dicho, si es que no ha quedado claro, soy sólo un amante de la belleza; por muy muerta que pueda estar quien la posea, aún soy capaz de verla. Todos tenemos límites y el mío está muy bien delimitado: sólo el rostro y explícitamente nada que remita a algo que no sea el amor más puro del universo, que es el que ocurre cuando dos seres se besan.
Me gusta cuando llegan mujeres; no demasiado jóvenes, pero tampoco tan ancianas, digamos un punto intermedio entre ambas. Una mujer muerta, entera, de cuerpo pálido y labios azules, esa es mi idea de la cita perfecta. El proceso de embalsamamiento en ese momento se convierte en una oda al erotismo, en el que el cuerpo de la difunta adquiere los atributos de una persona viva por instantes; así, mientras paso mis dedos sobre la piel del cadáver imagino cómo debió ser la voz de aquella señorita cuyos párpados se han cerrado sobre unos ojos opacos, sin vida.
¿Qué si alguna vez he besado? Sólo cadáveres, por supuesto, y siempre con mucho respeto, intentando no rebasar la delgada línea que separa el amor del morbo. Tiendo a centrarme en las caras antes que en los cuerpos, cuidando siempre cada detalle antes del beso, limpiando aquí y allá, ruborizando y maquillando cada imperfección o trozo de piel o carne desprendida que pueda alejarme de mi hermosa fantasía. Luego, al llegar el momento del beso, soy yo quien da el primer y el último paso, abstrayéndome de la realidad mientras poso lentamente mis labios en la pálida abertura del cadáver, desprovista de todo color y calor humanos. En ese momento, mientras el beso ocurre, mi imaginación le devuelve la vida a la difunta, que me agradece ese último gesto de amor puro antes de despedirse definitivamente de su cuerpo. A veces las visiones son tan vividas que las lágrimas se me saltan de los ojos, manchando de agua salada el rostro de mi querida embalsamada.
¿Sexo? ¡Por supuesto que no! No soy un degenerado. Como ya he dicho, si es que no ha quedado claro, soy sólo un amante de la belleza; por muy muerta que pueda estar quien la posea, aún soy capaz de verla. Todos tenemos límites y el mío está muy bien delimitado: sólo el rostro y explícitamente nada que remita a algo que no sea el amor más puro del universo, que es el que ocurre cuando dos seres se besan.