Lo dispuso la suerte
Rosina Conde
para Felipe Ehrenberg
Miguel sintió cómo el color le subió a la cara cuando los dados cayeron sobre el piso, después de esa fracción de segundo que parece eterna. Par de seises. El turno era para él, y miró el revólver sobre la mesa. Sintió un líquido ácido-agridulce subir desde la boca del estómago. Sintió ganas de vomitar. Las manos empezaron a sudarle. Francisco y Pedro voltearon a verlo a la expectativa: era demasiado tarde para echarse atrás. Miguel miró nuevamente el revólver con indecisión.
—¡Ora no nos salgas con que te nos rajas! —reclamó Francisco viéndolo a los ojos.
—¡El que se raja, pierde! —dijo Pedro amenazador.
—Por supuesto que no —contestó Miguel arrepentido tomando el revólver.
Francisco y Pedro vieron el cilindro mientras giraba sobre sí mismo. Las pupilas se les dilataron con angustia y emoción.
—¡Ta’cabrón! —susurró Francisco con cierto temblor en la voz, y contuvo el aire.
Pedro encogió los hombros. Miguel apuntó sobre su sien. Jaló el gatillo.
Se escuchó un clic hueco y sordo.
Pedro y Francisco soltaron el aire. Miguel aflojó el cuerpo y cayó de espaldas sin soltar el revólver. Francisco y Pedro vieron asombrados cómo creció la mancha en su pantalón.
—¡Se está miando! —gritó Pedro y soltó una carcajada histérica.
Francisco también se rió, tirándose al piso.
—¡El culón se está miando! —siguió gritando Pedro mientras reía.
Miguel los miró con un sudor caliente. Sintió el revólver en la mano derecha y con la izquierda se tocó el pene fláccido y sin sentido.
—¿Estoy en el cielo... o en el infierno? —preguntó mirando al vacío.
Francisco reparó en que era su turno y dejó de reír.
—Tú ya estás del otro laredo, cabrón —contestó con tono de reproche.
Miguel se incorporó y puso el revólver en la mesa. Se metió la mano en la bolsa del pantalón y sacó un paliacate. Se secó el sudor.
—¡Uta, no lo puedo creer! —exclamó—. ¡Estoy vivo, pendejos: vivo!
Y abrazó a Pedro emocionado.
—Cálmate —dijo éste con tono seco, apartándolo de su cuerpo—, pareces puto.
—No me importa, güey, ¡estoy vivo!
Francisco lo reprendió con la mirada.
—¡Pero nosotros todavía no! —dijo callándolo.
Miguel guardó silencio avergonzado.
—Perdón.
Francisco miró el revólver. Miguel lo empujó hacia él.
—¡Ora no te me vas a rajar! —le dijo con sorna.
Francisco volteó a verlo enojado. Pedro se interpuso entre ellos.
—Calmados, Miguel, no estamos jugando.
—¿Ah, no... no?; ¿no estamos jugando? —contestó con ironía y cierto rencor.
—No.
—¿No te das cuenta que en estos momentos podría estar muerto?
—¿Y nosotros?, ¡qué! —gritó Francisco enojado.
—¿Y ustedes ¡qué...!? —dijo Miguel encarándolos—. ¿Si yo me hubiera muerto...?, ¡a ustedes, qué!, ¿’erdá? ¡Si hasta parece que les da coraje que no me hubiera tocado la pinchi bala!
Francisco y Pedro callaron. Miguel retrocedió.
—¡Ora, pues!, toma el revólver, idiota —le dijo a Francisco enojado.
—¡A mí no me digas “idiota”, cabrón! —gritó Francisco, aumentando el volumen de su voz.
Miguel lo aventó por los hombros.
—¡“Cabrón”, tu chingado padre!
Francisco lo tomó enardecido por el cuello de la camisa.
—¡A mí no...!
Pero Pedro se interpuso.
—¡Ya cálmense, putos!
Francisco soltó a Miguel.
—Yo no soy puto —remató Miguel—: acabo de comprobarlo.
Pedro lo vio con ironía y le señaló la entrepierna. Miguel ya no respondió.
—¡Vamos a continuar! —ordenó Pedro.
Francisco tomó el revólver. Giró el cilindro. Ahora fue Miguel quien lo miró a la expectativa. Volvió a sentir el líquido ácido-agridulce subir desde la boca del estómago. Se quedó paralizado cuando vio que Francisco le apuntaba a la sien.
—¿Qué te pasa? —dijo Miguel reculando.
—Repite lo que dijiste, cabrón —ordenó Francisco mientras lo seguía con el revólver.
—¡¿Qué te trais, güey?! —preguntó desesperado.
Pedro también lo miró con asombro.
—Repite lo que dijiste —ordenó nuevamente Francisco.
Miguel retrocedió unos pasos.
—No mames, cabrón, yo ya pasé la prueba.
—Esta no es una prueba, Miguel...
Pedro trató de intervenir; pero Francisco lo detuvo en seco con la mano.
—...que ya me tienes harto, pinchi güey...
Miguel miró a Pedro exigiendo una reacción de su parte. Luego vio el dedo de Francisco que jalaba el gatillo, y sintió que el piso se le hundía. Todo empezó a darle vueltas. Experimentó un tremendo dolor en el pecho y cayó sobre sí mismo.
Se escuchó un clic hueco y sordo.
—¡Este culón! —exclamó Francisco decepcionado, soltando el brazo—. Si ni le tocaba...
Pedro lo veía incrédulo.
—¡Me cai que no se vale, güey! —dijo sacado de onda, mientras veía el cuerpo de Miguel tirado en el piso, y se llevaba la mano al pecho—. ¡Al cabrón lo mataste del puritito susto!
Francisco escupió sobre el cadáver.
—¡Bah...!, el pendejo estaría feliz si me hubiera visto muerto —comentó con desprecio.
—No chingues, Pancho: él bien que jaló el gatillo.
Francisco volvió a girar el cilindro; pero esta vez le apuntó a Pedro.
—Ora te toca a ti.
Éste lo vio sarcásticamente.
—¡No mames, güey!
Y echó a reír.
—¡Cuál “no mames”! —le contestó Francisco con coraje—. ¡Si tú también me tienes hasta la madre!
Pedro le dio la espalda.
—¿Adónde vas, pendejo?
Pedro le hizo un ademán de desprecio con la mano.
—¡A chingar a tu madre, güey! Me cai que no sabes perder, pinchi Pancho.
—¡No, no sé perder, cabrón! —respondió con rencor.
Pedro no respondió y siguió su camino hacia la puerta sin voltear a verlo.
Enfurecido, Francisco jaló el gatillo.
La bala salió como en cámara lenta.
—¡Muérete, idiota!
Pedro no alcanzó a gritar y se desplomó con los brazos abiertos.
A Francisco se le dibujó una mueca de salvación en el rostro.
—¡Ora no nos salgas con que te nos rajas! —reclamó Francisco viéndolo a los ojos.
—¡El que se raja, pierde! —dijo Pedro amenazador.
—Por supuesto que no —contestó Miguel arrepentido tomando el revólver.
Francisco y Pedro vieron el cilindro mientras giraba sobre sí mismo. Las pupilas se les dilataron con angustia y emoción.
—¡Ta’cabrón! —susurró Francisco con cierto temblor en la voz, y contuvo el aire.
Pedro encogió los hombros. Miguel apuntó sobre su sien. Jaló el gatillo.
Se escuchó un clic hueco y sordo.
Pedro y Francisco soltaron el aire. Miguel aflojó el cuerpo y cayó de espaldas sin soltar el revólver. Francisco y Pedro vieron asombrados cómo creció la mancha en su pantalón.
—¡Se está miando! —gritó Pedro y soltó una carcajada histérica.
Francisco también se rió, tirándose al piso.
—¡El culón se está miando! —siguió gritando Pedro mientras reía.
Miguel los miró con un sudor caliente. Sintió el revólver en la mano derecha y con la izquierda se tocó el pene fláccido y sin sentido.
—¿Estoy en el cielo... o en el infierno? —preguntó mirando al vacío.
Francisco reparó en que era su turno y dejó de reír.
—Tú ya estás del otro laredo, cabrón —contestó con tono de reproche.
Miguel se incorporó y puso el revólver en la mesa. Se metió la mano en la bolsa del pantalón y sacó un paliacate. Se secó el sudor.
—¡Uta, no lo puedo creer! —exclamó—. ¡Estoy vivo, pendejos: vivo!
Y abrazó a Pedro emocionado.
—Cálmate —dijo éste con tono seco, apartándolo de su cuerpo—, pareces puto.
—No me importa, güey, ¡estoy vivo!
Francisco lo reprendió con la mirada.
—¡Pero nosotros todavía no! —dijo callándolo.
Miguel guardó silencio avergonzado.
—Perdón.
Francisco miró el revólver. Miguel lo empujó hacia él.
—¡Ora no te me vas a rajar! —le dijo con sorna.
Francisco volteó a verlo enojado. Pedro se interpuso entre ellos.
—Calmados, Miguel, no estamos jugando.
—¿Ah, no... no?; ¿no estamos jugando? —contestó con ironía y cierto rencor.
—No.
—¿No te das cuenta que en estos momentos podría estar muerto?
—¿Y nosotros?, ¡qué! —gritó Francisco enojado.
—¿Y ustedes ¡qué...!? —dijo Miguel encarándolos—. ¿Si yo me hubiera muerto...?, ¡a ustedes, qué!, ¿’erdá? ¡Si hasta parece que les da coraje que no me hubiera tocado la pinchi bala!
Francisco y Pedro callaron. Miguel retrocedió.
—¡Ora, pues!, toma el revólver, idiota —le dijo a Francisco enojado.
—¡A mí no me digas “idiota”, cabrón! —gritó Francisco, aumentando el volumen de su voz.
Miguel lo aventó por los hombros.
—¡“Cabrón”, tu chingado padre!
Francisco lo tomó enardecido por el cuello de la camisa.
—¡A mí no...!
Pero Pedro se interpuso.
—¡Ya cálmense, putos!
Francisco soltó a Miguel.
—Yo no soy puto —remató Miguel—: acabo de comprobarlo.
Pedro lo vio con ironía y le señaló la entrepierna. Miguel ya no respondió.
—¡Vamos a continuar! —ordenó Pedro.
Francisco tomó el revólver. Giró el cilindro. Ahora fue Miguel quien lo miró a la expectativa. Volvió a sentir el líquido ácido-agridulce subir desde la boca del estómago. Se quedó paralizado cuando vio que Francisco le apuntaba a la sien.
—¿Qué te pasa? —dijo Miguel reculando.
—Repite lo que dijiste, cabrón —ordenó Francisco mientras lo seguía con el revólver.
—¡¿Qué te trais, güey?! —preguntó desesperado.
Pedro también lo miró con asombro.
—Repite lo que dijiste —ordenó nuevamente Francisco.
Miguel retrocedió unos pasos.
—No mames, cabrón, yo ya pasé la prueba.
—Esta no es una prueba, Miguel...
Pedro trató de intervenir; pero Francisco lo detuvo en seco con la mano.
—...que ya me tienes harto, pinchi güey...
Miguel miró a Pedro exigiendo una reacción de su parte. Luego vio el dedo de Francisco que jalaba el gatillo, y sintió que el piso se le hundía. Todo empezó a darle vueltas. Experimentó un tremendo dolor en el pecho y cayó sobre sí mismo.
Se escuchó un clic hueco y sordo.
—¡Este culón! —exclamó Francisco decepcionado, soltando el brazo—. Si ni le tocaba...
Pedro lo veía incrédulo.
—¡Me cai que no se vale, güey! —dijo sacado de onda, mientras veía el cuerpo de Miguel tirado en el piso, y se llevaba la mano al pecho—. ¡Al cabrón lo mataste del puritito susto!
Francisco escupió sobre el cadáver.
—¡Bah...!, el pendejo estaría feliz si me hubiera visto muerto —comentó con desprecio.
—No chingues, Pancho: él bien que jaló el gatillo.
Francisco volvió a girar el cilindro; pero esta vez le apuntó a Pedro.
—Ora te toca a ti.
Éste lo vio sarcásticamente.
—¡No mames, güey!
Y echó a reír.
—¡Cuál “no mames”! —le contestó Francisco con coraje—. ¡Si tú también me tienes hasta la madre!
Pedro le dio la espalda.
—¿Adónde vas, pendejo?
Pedro le hizo un ademán de desprecio con la mano.
—¡A chingar a tu madre, güey! Me cai que no sabes perder, pinchi Pancho.
—¡No, no sé perder, cabrón! —respondió con rencor.
Pedro no respondió y siguió su camino hacia la puerta sin voltear a verlo.
Enfurecido, Francisco jaló el gatillo.
La bala salió como en cámara lenta.
—¡Muérete, idiota!
Pedro no alcanzó a gritar y se desplomó con los brazos abiertos.
A Francisco se le dibujó una mueca de salvación en el rostro.