Los neófitos
Armando Alanís
Un bar de la zona de tolerancia de una ciudad de provincia. En una mesa que está a la orilla de la pista de baile, hay dos hombres y dos mujeres. Los hombres se llaman Bernardo y Martín, son primos. El primero tiene veinte años y el segundo dieciocho. Las mujeres no tienen nombre ni edad.
Echándoles una rápida mirada, se diría que es la primera vez que Bernardo y Martín están en ese lugar, pero no es así. Han ido en otras ocasiones, sobre todo Bernardo, quien es dos años mayor y va una vez cada quince días o una vez al mes. En cuanto a Martín, un sábado sacó a bailar a una chava que le pareció bastante guapa, y después de dos piezas, la chava dijo que por qué no le invitaba una copa a ella y otra a su amiga; a Bernardo no le gustó lo de la amiga, y quiso zafarse, pero su compañera de baile se enojó, le gritó que no estaba sola, que tenía su padrote, y él terminó pagando las copas y dándole a ella un par de billetes, y sintiéndose estafado y hasta un poco triste.
Son las once de la noche. Este viernes, los primos han decidido seguir una nueva estrategia con las chavas. Nada de sólo acercarse a una de ellas y preguntarle la tarifa y pasar en seguida al cuarto. Eso no funciona, o no funciona como a ellos les gustaría que funcionara.
Martín recuerda la noche en que acompañó por primera vez a su primo. Tenía novia, pero nunca se había acostado con ella. Lo único que había hecho era toquetearle los senos y acariciarle un poco las piernas entre besos en la boca que se prolongaban por más de media hora en el Chevrolet de su padre, estacionado en la Alameda bajo la crencha protectora de una palmera.
Esa noche entraron a un primer bar, pero pronto salieron de ahí porque Martín vio a un tipo que bailaba con una de las chavas y le dijo a Bernardo mira, ese señor se parece a tu papá, no estaba seguro porque hacía tiempo que no veía a su tío, quien llevaba años separado de su tía, y Bernardo le dijo no se parece, ¡es mi papá!, y le pidió que se fueran, no me gusta alternar, dijo, y entraron a otro bar donde su primo se encargó de la transacción con una mujer que condujo a Martín al patio donde estaban los cuartos, y la mujer, de unos cuarenta años, se portó bien con él, aunque a Martín todo le pareció demasiado rápido, ni tiempo para disfrutarlo, no era lo que había imaginado, y lo comentó con Bernardo cuando ya se iban, cuando estaban en el auto y recorrían el largo camino de terracería pletórico de curvas y baches, y Bernardo le contestó tienes razón, es como masturbarse.
La estrategia, este viernes, consiste en tratar mejor a las chavas. Invitarlas a beber, a platicar. En pocas palabras, seducirlas o cuando menos hacerlas sus amigas igual que otros hombres mayores que ellos. Han visto mesas donde hombres y mujeres ríen a carcajadas y todos se divierten como payasos. Eso es lo que conviene, y sacarlas a bailar, y sólo después de varios tragos y dos o tres tandas de baile preguntarles la tarifa y pasar al cuarto donde todo será diferente, no tan rápido, y más placentero. Como debe ser.
Eligieron ese bar porque no es tan ruidoso ni tan concurrido como otros, quizá porque no hay música en vivo. En otros bares no se puede ni caminar, todo es un chocar de hombros y caderas, de melenas con brillantina, de sombreros y gorras, y en la tarima una banda interpreta rolas de moda, la hierba se movía, se movía, se movía, mientras que en la pista abarrotada las parejas bailan bien apretaditas, y algunos parece que no necesitan otra cosa, vienen aquí nada más a bailar, le ha dicho Bernardo, pero eso sí, lo hacen con devoción.
La música, en este bar, proviene de una rocola menos estruendosa que la banda con sus grandes bocinas, pero el volumen está al máximo, y eso dificulta la conversación. Martín se consuela un poco a sí mismo al ver que tampoco Bernardo progresa con la mujer que se supone que le corresponde. Además, ¿de qué hablar? Fuera de las preguntas de siempre, las que se usan para romper el hielo con desconocidos, ¿qué más preguntar? Ya ambos bailaron un poco con las chavas, pero ellas se muestran más bien reticentes, no muy platicadoras, pues. Todo empezó bien: cuando llegaron al bar, llamaron a dos, y ellas se acercaron, solícitas, sentándose con ellos, y le pidieron al mesero la botella de ron. Pero la plática inicial languideció pronto, ellas como que no cooperaban, como que no les interesaba.
Qué haces durante el día, le preguntó Martín a su compañera, y ésta se encogió de hombros. Nada, dijo, haciendo un mohín, y miró hacia un punto indefinido.
En la mesa, están de pie, estáticas como soldados, la botella de Bacardí blanco, las cocas y las aguas minerales. Los vasos de vidrio a medio llenar. La cubeta de hielo con sus pinzas niqueladas. Los vasos sudan, y puden verse las servilletas mojadas y el agua que forma diminutos riachuelos en la mesa de lámina. Algunas gotas caen al piso.
Las luces de neón típicas de esos sitios, piensa Martín, las mujeres vestidas con falditas rabonas, camisetas pegadas al cuerpo o blusas escotadas, negligés, jeans ajustados. Los hombres con sus sombreros o gorras, camisas a cuadros y pantalones de mezclilla, las botas picudas, algunos con botas forradas de piel de víbora. Los callejones lodosos cuando llueve o llenos de polvo cuando no llueve entre un bar y otro bar. Bien que recuerda Martín la vez que vieron salir como bólidos de dos puertas batientes a un hombre y una mujer, que rodaron entrelazados por el suelo, y ella se levantó triunfante, las greñas como abanico, y regresó al bar mientras que el tipo, un vejete, se incorporaba como podía, agarrándose con ambas manos los pantalones desabrochados y repitiendo una y otra vez por qué, por qué.
Bernardo ha visto pasar por el callejón a un amigo, le hace señas. El amigo entra al bar, se sienta con ellos y empieza a platicar con la chava de Bernardo. Pero no progresa, y mejor se pone de pie y se despide de mano de ambos amigos. Sale del bar.
Acaba de llegar un cliente mío, dice la chava de Martín. Se levanta. Se puede apreciar, en la semi penumbra del bar, cómo sus nalgas, bien dibujadas en la tela del jeans pero algo caídas, se contonean mientras se acerca a la barra. Platica con un tipo. Al rato, regresa a la mesa.
La precaria conversación entre los dos primos y las dos mujeres se ha reducido al más completo silencio en medio de la música norteña, de las cumbias, de los boleros. Son más de las doce de la noche. La una, tal vez las dos. Las mujeres se miran una a la otra, hacen gestos que afean aún más sus de por sí ajados rostros. Una de ellas, la que trae falda, escupe al suelo y dice, mirándose la pierna:
— Chingada madre, se me rasgó una media.
Echándoles una rápida mirada, se diría que es la primera vez que Bernardo y Martín están en ese lugar, pero no es así. Han ido en otras ocasiones, sobre todo Bernardo, quien es dos años mayor y va una vez cada quince días o una vez al mes. En cuanto a Martín, un sábado sacó a bailar a una chava que le pareció bastante guapa, y después de dos piezas, la chava dijo que por qué no le invitaba una copa a ella y otra a su amiga; a Bernardo no le gustó lo de la amiga, y quiso zafarse, pero su compañera de baile se enojó, le gritó que no estaba sola, que tenía su padrote, y él terminó pagando las copas y dándole a ella un par de billetes, y sintiéndose estafado y hasta un poco triste.
Son las once de la noche. Este viernes, los primos han decidido seguir una nueva estrategia con las chavas. Nada de sólo acercarse a una de ellas y preguntarle la tarifa y pasar en seguida al cuarto. Eso no funciona, o no funciona como a ellos les gustaría que funcionara.
Martín recuerda la noche en que acompañó por primera vez a su primo. Tenía novia, pero nunca se había acostado con ella. Lo único que había hecho era toquetearle los senos y acariciarle un poco las piernas entre besos en la boca que se prolongaban por más de media hora en el Chevrolet de su padre, estacionado en la Alameda bajo la crencha protectora de una palmera.
Esa noche entraron a un primer bar, pero pronto salieron de ahí porque Martín vio a un tipo que bailaba con una de las chavas y le dijo a Bernardo mira, ese señor se parece a tu papá, no estaba seguro porque hacía tiempo que no veía a su tío, quien llevaba años separado de su tía, y Bernardo le dijo no se parece, ¡es mi papá!, y le pidió que se fueran, no me gusta alternar, dijo, y entraron a otro bar donde su primo se encargó de la transacción con una mujer que condujo a Martín al patio donde estaban los cuartos, y la mujer, de unos cuarenta años, se portó bien con él, aunque a Martín todo le pareció demasiado rápido, ni tiempo para disfrutarlo, no era lo que había imaginado, y lo comentó con Bernardo cuando ya se iban, cuando estaban en el auto y recorrían el largo camino de terracería pletórico de curvas y baches, y Bernardo le contestó tienes razón, es como masturbarse.
La estrategia, este viernes, consiste en tratar mejor a las chavas. Invitarlas a beber, a platicar. En pocas palabras, seducirlas o cuando menos hacerlas sus amigas igual que otros hombres mayores que ellos. Han visto mesas donde hombres y mujeres ríen a carcajadas y todos se divierten como payasos. Eso es lo que conviene, y sacarlas a bailar, y sólo después de varios tragos y dos o tres tandas de baile preguntarles la tarifa y pasar al cuarto donde todo será diferente, no tan rápido, y más placentero. Como debe ser.
Eligieron ese bar porque no es tan ruidoso ni tan concurrido como otros, quizá porque no hay música en vivo. En otros bares no se puede ni caminar, todo es un chocar de hombros y caderas, de melenas con brillantina, de sombreros y gorras, y en la tarima una banda interpreta rolas de moda, la hierba se movía, se movía, se movía, mientras que en la pista abarrotada las parejas bailan bien apretaditas, y algunos parece que no necesitan otra cosa, vienen aquí nada más a bailar, le ha dicho Bernardo, pero eso sí, lo hacen con devoción.
La música, en este bar, proviene de una rocola menos estruendosa que la banda con sus grandes bocinas, pero el volumen está al máximo, y eso dificulta la conversación. Martín se consuela un poco a sí mismo al ver que tampoco Bernardo progresa con la mujer que se supone que le corresponde. Además, ¿de qué hablar? Fuera de las preguntas de siempre, las que se usan para romper el hielo con desconocidos, ¿qué más preguntar? Ya ambos bailaron un poco con las chavas, pero ellas se muestran más bien reticentes, no muy platicadoras, pues. Todo empezó bien: cuando llegaron al bar, llamaron a dos, y ellas se acercaron, solícitas, sentándose con ellos, y le pidieron al mesero la botella de ron. Pero la plática inicial languideció pronto, ellas como que no cooperaban, como que no les interesaba.
Qué haces durante el día, le preguntó Martín a su compañera, y ésta se encogió de hombros. Nada, dijo, haciendo un mohín, y miró hacia un punto indefinido.
En la mesa, están de pie, estáticas como soldados, la botella de Bacardí blanco, las cocas y las aguas minerales. Los vasos de vidrio a medio llenar. La cubeta de hielo con sus pinzas niqueladas. Los vasos sudan, y puden verse las servilletas mojadas y el agua que forma diminutos riachuelos en la mesa de lámina. Algunas gotas caen al piso.
Las luces de neón típicas de esos sitios, piensa Martín, las mujeres vestidas con falditas rabonas, camisetas pegadas al cuerpo o blusas escotadas, negligés, jeans ajustados. Los hombres con sus sombreros o gorras, camisas a cuadros y pantalones de mezclilla, las botas picudas, algunos con botas forradas de piel de víbora. Los callejones lodosos cuando llueve o llenos de polvo cuando no llueve entre un bar y otro bar. Bien que recuerda Martín la vez que vieron salir como bólidos de dos puertas batientes a un hombre y una mujer, que rodaron entrelazados por el suelo, y ella se levantó triunfante, las greñas como abanico, y regresó al bar mientras que el tipo, un vejete, se incorporaba como podía, agarrándose con ambas manos los pantalones desabrochados y repitiendo una y otra vez por qué, por qué.
Bernardo ha visto pasar por el callejón a un amigo, le hace señas. El amigo entra al bar, se sienta con ellos y empieza a platicar con la chava de Bernardo. Pero no progresa, y mejor se pone de pie y se despide de mano de ambos amigos. Sale del bar.
Acaba de llegar un cliente mío, dice la chava de Martín. Se levanta. Se puede apreciar, en la semi penumbra del bar, cómo sus nalgas, bien dibujadas en la tela del jeans pero algo caídas, se contonean mientras se acerca a la barra. Platica con un tipo. Al rato, regresa a la mesa.
La precaria conversación entre los dos primos y las dos mujeres se ha reducido al más completo silencio en medio de la música norteña, de las cumbias, de los boleros. Son más de las doce de la noche. La una, tal vez las dos. Las mujeres se miran una a la otra, hacen gestos que afean aún más sus de por sí ajados rostros. Una de ellas, la que trae falda, escupe al suelo y dice, mirándose la pierna:
— Chingada madre, se me rasgó una media.