Maestro
Víctor M. Campos*
M
Amarilla, descalcificada y rota:
Así es la sonrisa con la que Puente y yo nos defendemos del mundo y sus jugarretas. Seguro él también se bebe el café hasta la última gota y mastica los gránulos del fondo. Esa es la sonrisa del que anda de pozo en pozo y que tiene aliento a muela picada y cigarro; que huele a poca higiene y dejadez: el maestro de teatro quien representa su papel de manera ejemplar. Él quien siempre habla de la fabulosa idea de hacer presente lo que no está: él quién encarna la ausencia viva y personificada del que ya se fue.
Puente: lugar de tránsito entre dos orillas, espacio liminal, el no-lugar.
Lo conocí una tarde soleada: llegó quejándose de la vida, del calor y de tener que darnos una clase. Una queja riente, sí: una burla quejumbrosa. Poco tardaría en darme cuenta que lo suyo era estar en el escenario empujando a sus estudiantes, aguijoneándolos, animándoles a despojarse de sus máscaras. Pero ahí parado frente a nosotros, con el pizarrón detrás y la obligación de explicarnos las implicaciones de su materia, se veía desalentado y sólo reía sarcásticamente.
Su boina metiéndose entre la luz y el reflejo de la calva, la camisa floreada y el pantalón zancón, los calcetines dispares y esos zapatos anticuados y sucios lo hacían compaginar a la perfección con esa vieja guardia de maestros de artes que a pasos agigantados iban desapareciendo para dejarle su lugar a otros más jóvenes, aseados y pedantes.
Él, fiel a su estilo, persistía.
En el pizarrón trazó con mal pulso y espantosa letra los contenidos de la materia a lo largo del semestre. Nosotros no tomaríamos teatro con él. Su materia era de orden teórico así que nos explicó, de forma estentórea y relampagueante, de qué iría y cómo tendríamos que hacerle para liberarnos de aquel fardo.
Trazaba unas líneas en el pizarrón y volvía la cara hacia nosotros abriendo amplios los brazos como si su materia fuera una enorme cantidad de basura que tuviéramos la obligación de reciclar. Si hacíamos ésto y aquéllo no tendríamos mayores problemas: cumpliríamos con la tarea y obtendríamos nuestro diez.
Mis compañeros no parecían estar acostumbrados al humor de un maestro vivo y levantaban una ceja o hacían mutis frente a los chistes mordaces que Puente se permitía sobre la materia y sobre la vida. Todo sería tan fácil como proponer un tema, buscar unos cuantos autores que sustentaran esa mentira, y ya está. Quienes sobreviviéramos, ya veríamos qué hacer con todo eso el siguiente semestre.
No pude evitar sentir atracción por sus maneras burlescas y desacralizantes.
Me pareció una bocanada de aire fresco: todo lo contrario a esa palabrería instrumental de la mayoría de los profesores. Puente salió del salón sin previo aviso y una parte de él volvió sólo unos segundos después. De la cintura para abajo, con las manos ocultas detrás, estaba esa parte, allá, de la puerta para afuera; y la otra, desde la cintura hasta la calva, estaba dentro y nos arrojaba el humo de su cigarro mientras nos interrogaba:
¿Dudas?
¿Qué tema? ¿Qué autores? ¿Cuántas entregas? ¿Cuándo cada una? ¿Cuánto valen? Puente se carcajeó ante el alud de preguntas y la ansiedad con que las formulábamos. Ya en la siguiente clase, si es que seguimos con vida para entonces, veremos todo eso, respondió. Acto seguido abrió y cerró un puño, de forma reiterada, y dijo bye.
Desapareció.
En el aire flotó por unos instantes el vago ademán de su presencia o quizá sólo era el humo del cigarro.
Puente parecía llevarlo todo con calma. Parte de su encanto tenía que ver con esa actitud. No parecia comulgar con esas pedagogía de la producción, la producción, la producción. Antes bien, se aparecía lo menos posible por el salón, si acaso asomaba la cabeza al pasar sólo para asegurarse de que siguiéramos con vida y él seguía adelante con la suya. Bye, nos decía con la mano como si tuviera algo más importante que hacer; como si no estuviera en horario de clase y la clase en turno no fuera la que tenía que darnos a nosotros. Bye, decía.
Había que correr tras él, que respondía evasivamente a nuestra preguntas y siempre remataba con alguna perlita de erudición o burla: carpe diem. Eso les ponía de punta los pelos a mis compañeros. Éramos un grupo reducido en donde la mayoría teníamos interiorizado el deber y la rancia cultura del esfuerzo. Todos, ahí, queríamos sacar diez a como diera lugar: la vida nos estaba dando una segunda oportunidad al admitirnos, ya mayorcitos, en una licenciatura para artistas mediocres o maestros con trayectoria, pero sin título y ya nada que enseñar.
Todo lo que se atravaesara en nuestro camino, entonces, nos desquiciaba. Bueno, a mí no. Mis métodos eran análogos a los de Puente. Claro que a mí sí se me iba la mano con la desobligación. Él estaba ausente, si es que hay posibilidad de que exista tal cosa, pero no se olvidaba del todo de sus obligaciones y de vez en cuando pasaba por afuera del salón. Yo, cuando los tenía, sí me olvidaba por completo de los alumnos: esos animales sin luz como nos llamaba Puente.
Ver y reír era mi papel en esta comedia.
Al menos hasta que Puente me puso un siete.
¿Siete?
¡Hijo de la chingada!.
Así es la sonrisa con la que Puente y yo nos defendemos del mundo y sus jugarretas. Seguro él también se bebe el café hasta la última gota y mastica los gránulos del fondo. Esa es la sonrisa del que anda de pozo en pozo y que tiene aliento a muela picada y cigarro; que huele a poca higiene y dejadez: el maestro de teatro quien representa su papel de manera ejemplar. Él quien siempre habla de la fabulosa idea de hacer presente lo que no está: él quién encarna la ausencia viva y personificada del que ya se fue.
Puente: lugar de tránsito entre dos orillas, espacio liminal, el no-lugar.
Lo conocí una tarde soleada: llegó quejándose de la vida, del calor y de tener que darnos una clase. Una queja riente, sí: una burla quejumbrosa. Poco tardaría en darme cuenta que lo suyo era estar en el escenario empujando a sus estudiantes, aguijoneándolos, animándoles a despojarse de sus máscaras. Pero ahí parado frente a nosotros, con el pizarrón detrás y la obligación de explicarnos las implicaciones de su materia, se veía desalentado y sólo reía sarcásticamente.
Su boina metiéndose entre la luz y el reflejo de la calva, la camisa floreada y el pantalón zancón, los calcetines dispares y esos zapatos anticuados y sucios lo hacían compaginar a la perfección con esa vieja guardia de maestros de artes que a pasos agigantados iban desapareciendo para dejarle su lugar a otros más jóvenes, aseados y pedantes.
Él, fiel a su estilo, persistía.
En el pizarrón trazó con mal pulso y espantosa letra los contenidos de la materia a lo largo del semestre. Nosotros no tomaríamos teatro con él. Su materia era de orden teórico así que nos explicó, de forma estentórea y relampagueante, de qué iría y cómo tendríamos que hacerle para liberarnos de aquel fardo.
Trazaba unas líneas en el pizarrón y volvía la cara hacia nosotros abriendo amplios los brazos como si su materia fuera una enorme cantidad de basura que tuviéramos la obligación de reciclar. Si hacíamos ésto y aquéllo no tendríamos mayores problemas: cumpliríamos con la tarea y obtendríamos nuestro diez.
Mis compañeros no parecían estar acostumbrados al humor de un maestro vivo y levantaban una ceja o hacían mutis frente a los chistes mordaces que Puente se permitía sobre la materia y sobre la vida. Todo sería tan fácil como proponer un tema, buscar unos cuantos autores que sustentaran esa mentira, y ya está. Quienes sobreviviéramos, ya veríamos qué hacer con todo eso el siguiente semestre.
No pude evitar sentir atracción por sus maneras burlescas y desacralizantes.
Me pareció una bocanada de aire fresco: todo lo contrario a esa palabrería instrumental de la mayoría de los profesores. Puente salió del salón sin previo aviso y una parte de él volvió sólo unos segundos después. De la cintura para abajo, con las manos ocultas detrás, estaba esa parte, allá, de la puerta para afuera; y la otra, desde la cintura hasta la calva, estaba dentro y nos arrojaba el humo de su cigarro mientras nos interrogaba:
¿Dudas?
¿Qué tema? ¿Qué autores? ¿Cuántas entregas? ¿Cuándo cada una? ¿Cuánto valen? Puente se carcajeó ante el alud de preguntas y la ansiedad con que las formulábamos. Ya en la siguiente clase, si es que seguimos con vida para entonces, veremos todo eso, respondió. Acto seguido abrió y cerró un puño, de forma reiterada, y dijo bye.
Desapareció.
En el aire flotó por unos instantes el vago ademán de su presencia o quizá sólo era el humo del cigarro.
Puente parecía llevarlo todo con calma. Parte de su encanto tenía que ver con esa actitud. No parecia comulgar con esas pedagogía de la producción, la producción, la producción. Antes bien, se aparecía lo menos posible por el salón, si acaso asomaba la cabeza al pasar sólo para asegurarse de que siguiéramos con vida y él seguía adelante con la suya. Bye, nos decía con la mano como si tuviera algo más importante que hacer; como si no estuviera en horario de clase y la clase en turno no fuera la que tenía que darnos a nosotros. Bye, decía.
Había que correr tras él, que respondía evasivamente a nuestra preguntas y siempre remataba con alguna perlita de erudición o burla: carpe diem. Eso les ponía de punta los pelos a mis compañeros. Éramos un grupo reducido en donde la mayoría teníamos interiorizado el deber y la rancia cultura del esfuerzo. Todos, ahí, queríamos sacar diez a como diera lugar: la vida nos estaba dando una segunda oportunidad al admitirnos, ya mayorcitos, en una licenciatura para artistas mediocres o maestros con trayectoria, pero sin título y ya nada que enseñar.
Todo lo que se atravaesara en nuestro camino, entonces, nos desquiciaba. Bueno, a mí no. Mis métodos eran análogos a los de Puente. Claro que a mí sí se me iba la mano con la desobligación. Él estaba ausente, si es que hay posibilidad de que exista tal cosa, pero no se olvidaba del todo de sus obligaciones y de vez en cuando pasaba por afuera del salón. Yo, cuando los tenía, sí me olvidaba por completo de los alumnos: esos animales sin luz como nos llamaba Puente.
Ver y reír era mi papel en esta comedia.
Al menos hasta que Puente me puso un siete.
¿Siete?
¡Hijo de la chingada!.
A
Según Ashtrara, el siete se trata de un número mágico: no tengo razón para hacer un drama a menos, claro, que mi ego agrandado no me deje en paz. ¿Número mágico? Sí, mira: el sagrado número tres y el terrenal cuatro hallan un puente entre el cielo y la tierra en el número siete. De ahí su magia y su poder.
No, pues, chido tu cotorreo, Ashtrara.
No, pues, chido tu cotorreo, Ashtrara.
E
Le escribí al correo que nos dejó para estar en contacto, y nada. Le mandé whatsapps, pero me dejó en visto. Lo esperamos a que apareciera en el salón y nomás pasaba de lejitos y decía bye con la mano. Puente, luego de ponernos la calificación del primer parcial, desapareció. De todo el salón yo había sacado la calificación más baja. La mayoría estaba conforme, ¿pero ponerme un siete a mí? O sea, no es que me importara, ¿pero un siete?
¿De dónde?
¿Por qué?
Tuve que ir a cazarlo al salón de teatro. Desde afuera lo escuchaba dar de gritos al corregir trazos escénicos, al rectificar dicciones, al enmendar gestualidades. Así, asá, blá, blá, blá. No me sorprendía que Puente fuera pura exageración. Toda la gente de teatro que había conocido en la vida era así: véanme, escuchénme, apláudanme.
Los verdaderos animales sin luz.
Un montón de imbéciles adictos a la atención, a la aprobación y el reconocimiento de los demás.
Bestias letradas, iletradas.
¡Quióbole, tú!, me saludó Puente al salir. Hola, maestro. Vengo a preguntarle por mi calificación. ¿Qué te puse, o qué? Siete, maestro. Siete. ¿Siete? Sí, siete. Ah, estuvo bien, ¿no? ¿Un siete? ¿Te merecías menos? No creo: entregué todo lo que pidió. Ah, caray, deja lo checho y te aviso, ¿va? Ok, maestro, gracias. No hay de qué. Bye.
Hijo de la chingada.
¿De dónde?
¿Por qué?
Tuve que ir a cazarlo al salón de teatro. Desde afuera lo escuchaba dar de gritos al corregir trazos escénicos, al rectificar dicciones, al enmendar gestualidades. Así, asá, blá, blá, blá. No me sorprendía que Puente fuera pura exageración. Toda la gente de teatro que había conocido en la vida era así: véanme, escuchénme, apláudanme.
Los verdaderos animales sin luz.
Un montón de imbéciles adictos a la atención, a la aprobación y el reconocimiento de los demás.
Bestias letradas, iletradas.
¡Quióbole, tú!, me saludó Puente al salir. Hola, maestro. Vengo a preguntarle por mi calificación. ¿Qué te puse, o qué? Siete, maestro. Siete. ¿Siete? Sí, siete. Ah, estuvo bien, ¿no? ¿Un siete? ¿Te merecías menos? No creo: entregué todo lo que pidió. Ah, caray, deja lo checho y te aviso, ¿va? Ok, maestro, gracias. No hay de qué. Bye.
Hijo de la chingada.
S
Tu sentido de la importancia personal. Eso es lo que te molesta. Te merecías más, ¿no? No, Ashtrara, no es eso. Me da igual si es un siete o lo que sea. El pedo es que nunca se paró por el salón, o acaso lo hizo una sola vez, y no lo volvimos a ver. Nos calificó, según él, con base en nuestros trabajos. ¿Si así fuera tú crees que yo merecía un siete y los demás ochos, nueves, dieces? Yo soy el único ahí que tiene formación en letras. Los demás cantan, actúan, pintan: yo qué sé. ¿No escriben poemas? ¿Qué? No, nada: tienes razón. Y si tengo razón, ¿de qué te ríes, Ashtrara? Te hablo. Ah, muy bien, lo que me faltaba: un pinche ataque de risa.
T
Me quedé esperando la rectificación, pero Puente, el no-lugar, el espacio liminal, el lugar de tránsito entre dos orillas simplemente no dio señales de vida. Fue hasta que pregunté en las oficinas que me dijeron que sus clases de teatro se habían mudado, temporalmente, a otro campus. ¿Pero por qué? La señorita alzó los hombros al tiempo que frunció los labios diciendo algo así como no lo sé y me importa una mierda. Si quieres averiguarlo redacta un oficio y… No, señorita. Lo que quiero es meter una queja.
R
¿Una queja? Sí, Ashtrara. ¿Qué tiene de malo tu siete? Mira: son siete días de la semana, siete pecados capitales, los siete mares: ¿ves? Está en todo, es mágico y tiene el poder del cambio. Tú no entiendes, ¿verdad? El que no entiende es otro. No, Ashtrara: ¿qué no te conté de la vez que me quedé fuera de la escolta? ¿De cuando no me eligieron luego de haber pasado varios años jugando en fuerzas básicas? De… Tú número te está llamando: es tu misión de vida. Sí, Ashtrara, sí. Ajá
O
Cuando me dijeron que en realidad lo habían corrido por acumular quejas y más quejas, no me gustó, pero sí. En lugar de Puente entró un perfecto bisoño que acomodó su portafolios en el escritorio, se sentó al borde y cruzó la pierna mientras nos escrutaba con la mirada. Enseguida fue al pizarón y trazó con líneas rectas y caligrafía de molde, su nombre y los objetivos de la materia a partir del segundo parcial. Tendremos que recuperar el tiempo perdido, dijo. En el salón sentí las miradas sobre mí.
Rota, descalcificada y amarilla:
Esa fue la sonrisa con la que los encaré.
Rota, descalcificada y amarilla:
Esa fue la sonrisa con la que los encaré.
*El autor se formó en el Taller Levreriano de Escritura Creativa dirigido por Carmen Simón. Es licenciado en Docencia del Arte por la UAQ. También es cuentista publicado por el Fondo Editorial de Querétaro y en revistas de Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, España, Estados Unidos, México, Perú y Venezuela